jueves, 3 de septiembre de 2015

Cuestión de honor: Los duelistas

Cuestión de honor: Los duelistas, de Ridley Scott
Ridley Scott: The Duellist, David Puttnam, EEUU, 1977. 120 min.



Acaba de pasar un aniversario más de Arequipa, y las reflexiones sobre la identidad y el genio de la ciudad están a la vuelta de la esquina: algo justo y necesario. Entre muchas cosas que conforman el complejo carácter del vecino arequipeño una destaca entre las demás por lo lejana que resulta a la sensibilidad moderna, y que resalta a todas luces prestándose algunas veces a la incomprensión, motejando a los habitantes de estas tierras como orgullosos, y llevándosele hasta la caricatura. Hablamos pues del Honor.

«Arequipa ciudad de dones, pendones y muchachos sin calzones» reza el dicho, y lo dice bien. Hablamos de una ciudad donde el sentido del honor entre sus vecinos estaba por encima de la condición (o de la carencia) económica. Así pues, en esa línea, una historia relatada por el Duque de Frías en su «Deleite de la discreción y la fácil escuela de la agudeza» resulta muy particular: «En Arequipa, ciudad de gran pobreza en el Perú, y de tal vanidad de sus vecinos […] Sucedió que llegando a apearse en la posada cierto religioso grave, vio un mozuelo hecho andrajos, díjole: –Há mancebo, tenme este estribo. Respondióle enfurecido: –Há Padre, sabe que habla con N. de tal, y de tal?, arrojándole millones de apellidos. A lo que dijo el religioso: –Pues señor don fulano de tal, y tal, y tal, vuestra merced vístase como se llame o llámese como se vista».

El Honor es un valor casi incomprensible en la sociedad burguesa en la que vivimos, en la cual todas las relaciones humanas están signadas por el dinero y la comodidad a ultranza. Para muestra un botón: las afrentas que antaño sólo se lavaban con sangre (aunque sea un chorrito) ahora se solucionan con cuatro centavos previo engorroso litigio. Y es que desde la legislación, hasta el sereno semblante del «hombre masa» que reproduce esta sociedad a montones, se opone a cualquier otra solución. Existirá pues un film, que además de sus cualidades técnicas y artísticas, reflejará de manera sin par esta condición que el Antiguo Régimen heredó –y aún hereda– a nuestra patria chica a pesar de los influjos liberales.  

A finales del XVIII en las fronteras francesas dos tenientes de la caballería napoleónica, Gabriel Feraud (Harvey Keitel) y Armand d'Hubert (Keith Carradine) se verán envueltos en un duelo luego de una –aparentemente inexistente– disputa. Feraud, vencido en este primer duelo, y malherido aunque no fatalmente lastimado buscará la revancha de manera obsesiva. Sólo la guerra –intermitente más siempre presente– contendrá el deseo de limpiar el deshonor con el sable. Un segundo duelo será casi fatal para d’Hubert, quién, a su vez libre de la muerte, se enfrascará en terminar el asunto. Una serie de enfrentamientos de los dos célebres duelistas a lo largo de su carrera militar y política, y al margen o evidentemente enfrentados con sus intereses familiares y militares, signarán el tenor de la cinta, delineando lentamente un boceto de las complejas personalidades de ambos soldados y haciendo un retrato fiel de la época y de sus convenciones.

“Los duelistas (1977)” es la ópera prima de Ridley Scott, quien se haría famoso por “Blade Runner (1979)” y “Alien, el octavo pasajero (1982)”. En ella el director norteamericano nos regala una deliciosa cinematografía que, acompañada por una cuidada ambientación y vestuario, y que gracias a las excelentes actuaciones de Keitel y Carradine compondrán un verdadero cuadro de época. Acudiendo a las obras pictóricas más importantes de aquel tiempo, la psicología de los personajes será fielmente reflejada por los ambientes y texturas en las que se desarrolla la trama y que –tan sólo comparables a magníficas cintas como “Barry Lyndon (1975)” de Stanley Kubrick– serán exquisitamente retratadas por su cámara, brindándonos un panorama completo de ese período.      


Los duelistas resulta un film altamente recomendable, ya sea por su intensa trama y lo complejo –a la vez que emocionante– de sus personajes, como por la hechura de la obra en sí, que resulta todo un espectáculo a nuestros ojos. Acercarnos a ella, quizás será, entrever algo de nosotros mismo que perdura de aquellos tiempos de valentía, elegancia y compromiso con los ideales.