lunes, 30 de mayo de 2016

Épica Americana: El Renacido

Épica Americana: El Renacido, de Alejandro G. Iñárritu
Alejandro G. Iñárritu: The Revenant. Regency Enterprises, RatPac-Dune Entertainment, Anonymous Content, M Productions, Appian Way. USA. 2015. 156 min.




David Marcial Pérez en su columna del diario español “El País” del 05/02/16, comentó sobre El Renacido lo siguiente:

“La épica, como la democracia, la filosofía o el yogur cremoso, la inventaron los griegos. Los héroes antiguos las pasaban canutas durante sus viajes antes de regresar a casa y cobrarse la dulce venganza. Ulises tuvo que torear con un cíclope, descolgarse hasta los infiernos en busca de un adivino ciego y esquivar a sirenas suicidas hasta que por fin volvió a Ítaca. ‘Nada existe en el mundo mejor que la patria y los padres’, suspiró aliviado el héroe antes de pasar a cuchillo a los pretendientes de su esposa y recuperar la corona.

Iñárritu, propenso a la grandilocuencia, ha colocado en su última película a Leonardo DiCaprio como su particular Ulises. ‘The Revenant’ es un viaje homérico hacia los límites de la resistencia humana, una gesta con aires de western, una historia de testosterona, violencia, hazañas y deslealtades”.

En las líneas siguientes, el crítico abundará en la idea de comparar a “The Revenant” en un poema épico frustrado. Concuerdo con Marcial Pérez tanto en la primera como en la segunda de sus conclusiones, sin embargo mi reflexión llegará a este punto por otros cauces.

La película, recrea magistralmente (y allí reside su valor) la vida de un trampero y explorador norteamericano en el S. XIX. Hugh Glass –personaje histórico cuya vida ha merecido varias adaptaciones en películas y en tiras cómicas– y su hijo mestizo, miembro de la nación pawnee, acompañaron la expedición del general William Henry Ashley como jefe explorador en las inmediaciones del río Missouri, en los actuales territorios de Dakota del Sur y Montana. La expedición tenía como fin la recolección de pieles de castor y de alce. En el proceso son atacados por indios sioux por lo que tienen que huir. En el camino Glass mantendrá un épico encuentro con una osa grizzli –suceso asombrosamente retratado en el film– que lo dejará a merced de sus enemigos y obligado a atravesar en solitario el salvaje territorio norte de los Estados Unidos en busca de venganza.   

Más allá de sus grandes aciertos visuales y técnicos (en los que se resalta la música de Ryuichi Sakamoto), tal como señala el crítico español antes mencionado, a pesar de sus pretensiones el film de Iñarritu es demasiado huero para llegar a ser considerado algo parecido a un texto épico. El mexicano desarrolla sobre el écran una historia chata, en la que los personajes –incluido el protagonista- resaltan justamente por su falta de profundidad psicológica. Esta suerte de “maniqueísmo” de los caracteres, cuya rigidez y opacidad son aparentemente justificadas por la rudeza del colono americano, nos hacen echar de menos a los maravillosos personajes de los clásicos westerns de John Ford; aquellos que, en su hermetismo, brillaban por una compleja personalidad enriquecida por contrastes e incluso contradicciones. Así pues, una buena historia –desde tiempos de Homero hasta nuestros días– es aquella que desciende a las profundidades del alma humana mientras sus personajes regresan, o no, del mismo infierno. Esto último puede ser, al fin y al cabo, simplemente una excusa para lo primero. Finalmente,  en la “épica” de Iñarritu  lo simplón de la historia es compensado por una soberbia fotografía; algo, por otro lado, muy adecuado para los actuales tiempos que corren de culto a la imagen y vaciamiento de los sentidos.

Sin embargo, cabe destacar un punto más en el filme; uno quizás inadvertido por Marcial Pérez. Esta seudo-épica lo es tal por corresponder a lo más propio de la idiosincrasia norteamericana: el espíritu moderno. Uno de los factores por los que la cinta pierde profundidad –y por lo tanto universalidad– es que esta representa la gesta de un individuo y no de una nación. Si en los poemas homéricos el tema de la venganza pone en manifiesto el ser mismo de los pueblos, encarnados en los héroes que los conducen; en el mundo moderno –y en The Revenant– la revancha de un individuo necesariamente se remitirá a una dimensión menos significativa, es decir se agotará en sí misma. La tragedia personal –en todo el sentido del término– devendrá en intrascendente por  focalizada y trivial, por más que la ideología liberal se desgañite pregonando la supremacía del individuo frente al colectivo. En géneros como la novela el efecto de mímesis (la identificación entre el pequeño mundo del lector con las minucias relatadas en la obra) podrá operar como amalgama necesaria para la lectura y, de algún modo, como pauta para el éxito de la obra. Con la épica no funciona así; quizás sólo el genio de James Joyce –y toda su locura– han logrado lo contrario.  

Aquiles, cuando mostraba toda su impiedad y crueldad, siendo reconocido como el más valiente y fiero de los griegos, para luego detenerse a llorar a un amigo muerto con una ternura que bien podría denominarse “femenina”, era algo más que un personaje contrariado: devenía en un arquetipo. Héroes y dioses toman la palabra en los viejos relatos griegos con la fuerza de lo impersonal, lo eterno. El individuo permanece ausente en ellos, hasta el período helenístico, y tan sólo dejando expresa su condición de tal. Los cantares de gesta mantienen esta línea en tiempos de la Cristiandad.  La irrupción del mundo moderno, como es conocido, entronizará a la novela: género burgués por excelencia, en el que la peculiaridad del individuo será exaltada. Sin embargo su peculiaridad tendrá poco que ver con lo que se ha llamado el alma nacional.  Una épica burguesa, o del individuo, es quizás por tanto una contradictio in terminis.


“The revenant” es pues la gesta de un individuo. Y algo más, la gesta de Norteamérica, una nación de individuos, la primogénita de la modernidad y su fiel guardiana. Y es allí, en su particularismo, en que residirá su nimiedad.