jueves, 1 de marzo de 2018

Tratado de desesperanza: La fièvre monte à El Pao


Tratado de desesperanza: La fièvre monte à El Pao, de Luís Buñuel. 
Luís Buñuel: La fièvre monte à El Pao. Terra Films, Cormoran Films, Fimex S.A; México/Francia, 1959. 97 min.



En más de una ocasión a lo largo de su pontificado, el Papa Francisco ha venido reflexionando acerca de la necesidad de recuperar la esperanza, especialmente de cara a estos difíciles últimos tiempos que nos han tocado vivir. No por nada su reciente viaje a Latinoamérica –y en el que se incluyó a nuestro país como destino– tuvo como lema y motivo a esta virtud cardinal, quizás más incomprendida que la fe y el amor, y por lo tanto más desatendida ¿se trata simplemente de un lugar común en el discurso del Sumo Pontífice? ¿Estamos tan solo frente a un tópico religioso repetido hasta el hartazgo y por lo tanto carente de valor?

En esa línea, es que nos atrevemos a afirmar que esta discusión resulta vigente y hasta urgente. Uno de los problemas fundamentales de la modernidad, considero, radica en la distorsionada comprensión de la esperanza. Ya desde sus orígenes en los siglos XV y XVI, el moderno ha oscilado entre la profunda desconfianza (algo iniciado por Lutero y su pesimista visión de la gracia, y acentuado por el calvinismo y jansenismo subsecuente), y la ingenua supervaloración del hombre (encarnada en el optimismo humanista e ilustrado). Como un adolescente, el ser humano oscila entre una actitud de descreimiento y nihilismo, y una postura de autosuficiencia y envanecimiento que linda en la locura. Frente a esta angustiante dicotomía, la esperanza cristiana –afirmada únicamente en Dios Todopoderoso– inspira al hombre una saludable confianza en sí mismo, no por sus cualidades o capacidades, sino en razón –y como reflejo– del infinito amor que la Divinidad manifiesta a su creatura (situación que explica porque Dios nos ama a todos por encima de nuestras diversas limitaciones). Es así que esta visión de la esperanza –la primera en el tiempo, y la más excelsa– impide que el hombre caiga en el desasosiego del que observa con claridad sus mezquindades y nimiedad frente a la  perfecta creación; a la vez que previene cualquier falsa ilusión de superioridad fruto de la autosuficiencia.   

Uno de los más grandes artistas del pasado siglo, alguien quien aprovechara el desconcierto y la tensión de vivir en el cruce de dos tradiciones contrapuestas –la cristiana y la moderna– para producir una avalancha de imágenes provocadoras y bellas, sabía muy bien de lo que estamos tratando. Se trata del director aragonés Luis Buñuel, el iconoclasta hombre de paradojas y refinadas extravagancias. Suscrito inicialmente al surrealismo, movimiento que le permitió expresar su desprecio por los dogmas modernos del racionalismo heladizo, el cientificismo estéril y del igualitarismo quimérico, se enfocó como reacción en lo absurdo como si se tratase de una suerte de atalaya del alma. Renegando de la religión del progreso, del éxito económico y de la utopía social, no retomó los valores católicos tradicionales de la España en que nació (so riesgo de ser tildado de reaccionario y oscurantista). No obstante esto, su obra se puede describir como una permanente búsqueda religiosa.  Las alusiones explícitas e implícitas al catolicismo son prueba de este tortuoso –aunque visualmente fructífero– camino de una conversión que nunca ocurrió, tal vez porque el muchacho que creció bajo los redobles de las procesiones de Semana Santa en su Calanda natal, nunca pudo desapegarse del todo de la conciencia moderna de su época. A la luz de esto podemos entender porque para Manuel Alcalá «la verdadera crisis religiosa de Luís Buñuel no es quizás una crisis de fe; es una radical falta de esperanza»[1].    
De entre las numerosas películas rodadas por Buñuel, resalta una que –sin ser de las mejores, peores, o más conocidas de su producción– destaca por su buena factura y por su «accesibilidad» al público, pues se trata de un film con el que cualquiera se podría aproximar a la obra de este gran realizador. Hablamos de «La fièvre monte à El Pao» (1959), una producción franco-mexicana protagonizada por la inolvidable María Félix y por Gèrard Philipe, célebre actor francés quien moriría ese mismo año.

La cinta trata la historia de Ramón Vázquez (Philipe), un joven soñador que funge como funcionario penitenciario en un país sudamericano sometido por una «dictadura tropical». Las circunstancias del destino harán que Ramón inicie una una relación amorosa con Inés Rojas (María Félix), la viuda del gobernador de El Pao, isla-prisión donde son sistemáticamente desterrados los opositores al régimen. Este prometedor estudiante de derecho embebido por nobles ideales (y que ahora sería un activista ONGero, militante por los Derechos Humanos o un firme defensor de todas las minorías existentes) emprenderá una cruzada para mejorar las condiciones de vida de los presos políticos, aplicando la legalidad con moderación y hasta con dulzura. Para ello arrastrará en su cometido a la bella viuda, totalmente enamorada de Ramón y deseosa de redimir su pasado de infidelidades y frivolidad. Nada podía ser mejor, sin embargo, poco a poco la nobleza de los dos héroes se empañará progresivamente –gracias a la maestría narrativa de Buñuel– dejándonos ver lentamente toda su miseria y ambición. Así pues, para lograr su ilustre objetivo, Ramón echará mano progresivamente de medios cada vez más cuestionables, lo que al final de cuentas provocará más daño del que quiso sanar. La «obsesión» por sus ideales lo llevará a sacrificar a sus aliados, amigos e incluso al objeto de sus preocupaciones: los presos políticos. Las ideas y las teorías serán en definitiva más importantes que la propia gente en la que se inspiran. El filántropo luchador y su amada correrán, finalmente, la misma suerte que muchos otros de su especie: se mostrarán simplemente como vulgares juguetes del amor propio, disfrazando de caridad lo que en verdad resultaba pura vanidad.

Es así que en esta, como en otras películas («Nazarín» (1959), «Viridiana» (1961), etc.) Buñuel renegará de la opinión generalizada que –desde Rousseau– impera. Se opondrá, luego, a aquella máxima liberal que afirma la «buena naturaleza y voluntad» innata al hombre (y en la que, por otro lado, se funda la democracia, el libre comercio y la libertad de expresión y culto). El director español nos presenta por contrario, y descarnadamente, al ser humano como un animal egoísta y ambicioso, que disfraza de buenas intenciones su apetito de poder y lujuria… una visión pesimista pero que sin ser enteramente cierta tiene mucho de verdad, al enfrentar la opinión dominante sobre la «inmaculada concepción del hombre» y la «tendencia automática al bien» que se popularizara desde la Revolución Francesa. Esto lo sabía bien Buñuel, estudiante jesuita que aprendiera –sin quererlo quizás– en las meditaciones de san Ignacio de Loyola sobre la libertad y la naturaleza humana; escritos en las que se insiste tanto sobre la tendencia al mal que experimenta todo hijo de Adán, como del camino de salvación posible mediante la constante confrontación de la propia voluntad con la de Dios. Al parecer esta última parte de los «Exercicios Espirituales» –la más importante sin duda– no fue bien asimilada por el rebelde director. A pesar de ello, en esta y en otras películas, Buñuel afirmará –inconscientemente– una conciencia ética cristiana, sin maquiavelismos del tipo «mal necesario» (tan afecto a muchos votantes peruanos). Señalará, por último, como único camino del desarrollo de la humanidad, no alguna militancia basada en una teoría esquiva e inhumana, sino a la contienda interior –cotidiana y personal– por el desapego de las pasiones mediante el sacrificio y la contemplación.
   




[1] ALCALÁ, Manuel S.J. (1973) Buñuel, Cine e ideología. Madrid. p. 92, s.