Entre el cine y la agenda: El código Enigma, de Morten
Tyldum
Morten Tyldum: The Imitation Game. Black
Bear Pictures, Bristol Automotive. RU, USA. 2014. 113
min.
No existe –ni de lejos– arte inocuo. Muchas veces la ideología, los
intereses y la política empapan el écran con su particular perspectiva haciendo
del celuloide algo más que un simple pasquín. No obstante no hay que pecar de
injustos. Obras maestras de la propaganda han sido y serán obras maestras
incluso del arte en general, más allá de la nefasta ideología que pudieran
sostener. Así pues, nadie podrá negar los méritos estéticos de Leni
Riefenstahl, cineasta favorita del régimen nazi, y directora de cintas tan
importantes como “El triunfo de la
voluntad” (1935) u “Olimpia”
(1938); de igual forma ningún film ha sido tan odiado por su contenido, como a
la vez alabado por sus logros técnicos como “El nacimiento de una nación”
(1915), la mayor apología que hasta la fecha se ha rodado sobre el racismo y
sobre el Ku Kux Klan en particular; finalmente, una de las más bellas películas
jamás realizadas no hubiera podido existir sin que la propaganda soviética le
hubiese dado a luz: “Acorazado Potenkim”
(1925). Sin embargo, una golondrina no
hace verano, y de las toneladas de carretes rodados con fines proselitistas tan
sólo unos cuantos rollos debieran ser salvados del fuego enmudecedor. En fin,
el arte –y aún más, el cine: arte de masas por excelencia– puede y se ha
prestado al juego perverso de hacer sublime lo más vil. El cine será pues, como
tan bien ha graficado Tarantino en “Bastardos sin gloria” (2009) un arma de las
más peligrosas.
El año pasado la agenda ideológica –tan necesaria de tener en cuenta
justamente por lo encubierta que está– dio la pauta con una serie de cintas
basadas en una serie de eslóganes. ¿Y qué es un eslogan?, valdría la pena
preguntar: es una idea, frase u opinión sin sustento, o basada en un aparente
pero defectuoso razonamiento, y que por su arrastre mediático mantiene la
apariencia de verdad incontrovertible o de evidencia palpable. Es, en fin, el
dogma de estos tiempos signados por el marketing y demás disciplinas del
condicionamiento conductual. Cada día nos enfrentamos a miles de eslóganes y a
los medios que los reproducen. A veces los resistimos con algo de suerte, otras
tantas sucumbimos y tragamos el anzuelo, repetiendo de paporreta el discurso
prefabricado que ponen en nuestros labios. El 2014, en particular, la industria
cinematográfica norteamericana ha hecho alarde de estos bien aceitados mecanismos.
Además de cintas de evidente contenido propagandístico a favor de la minoría
negra y de los derechos civiles como “Selma”
(2014); y del nacionalismo republicano más ferviente en el caso de “El Francotirador” (2014) –películas que,
por otro lado, atenuaron su carga ideológica mediante su buen desempeño
artístico– dos cintas candidatas al premio a Mejor Película sacaron a relucir
viejos estereotipos sobre la supuesta irreprochabilidad ética de los
científicos, sólo por poseer el carácter de tales. Nos referimos a “La teoría del todo” (2014) y a “El código Enigma” (2014).
A pesar de las diferencias que median entre ambos films, un común
denominador o ‘leiv motiv’
permanecerá subyacente en la trama de cada una de las dos obras. Eso es lo que
precisamente llamamos “el discurso”, es decir el soporte ideológico o la
moraleja que pretende proyectar cada película sin que podamos siquiera
advertirlo. En las dos cintas observamos como tres elementos se configuran en
una suerte de “trinidad” de ideas dispares, pero por acción de la técnica
cinematográfica parecerán que mantienen una esencial relación: Nos referimos a
‘la investigación científica, ‘la libertad’ y ‘la bondad’. Así pues según “El código Enigma”, Alan Turing, un
eximio matemático altamente obsesivo, presuntuoso, prepotente, prejuicioso y
muchas veces cruel será elevado a la categoría de santo simplemente por el hecho de ser un destacado
científico, haber ensanchado las fronteras de la técnica, y en último caso y de
manera indirecta –he ahí el truco– haber contribuido al fin de la Segunda
Guerra Mundial. Vemos pues, según el derrotero de la película, cómo una persona
puede ser considerada ética por criterios no-éticos. En “La teoría del todo”, por su parte, ocurrirá algo similar: Stephen
Hawking, a pesar de haber llevado una vida inmoral para el común de las
personas (adúltero, prepotente, manipulador, y tan egocéntrico y egoísta como
Turing) será automáticamente librado de toda culpa simplemente porque el
demiurgo cinematográfico y su particular lógica entenderá –y reproducirá– que
cualquier hombre consagrado al conocimiento técnico se encuentra por encima del
bien y el mal, sus decisiones serán las únicas libres por estar por encima de
cualquier creencia que no sea la científica, y que por lo tanto se encontrará
en una posición superior a la de cualquier hombre u ética convencional. La
última escena –además de ridícula– puede dar cuenta de la precariedad de este
razonamiento: los hijos abandonados por Hawking luego de involucrarse y
dejarlos para vivir con su enfermera; su propia ex esposa abandonada por aquel déspota
– tal como ella misma lo llamaría en su autobiografía– luego de haber
sacrificado los mejores años de su vida por él; y la nueva pareja de su antigua
mujer y buen amigo de Hawking, irán de la mano y muy felices a recibir el
premio que la reina de Inglaterra le otorgaría por sus logros científicos; todo
en una secuencia de paz y afabilidad celestial que será la envidia de cualquier
familia convencional.
Más allá de lo evidentemente tendencioso de estas dos producciones y de
sus manifiestas falacias, cabe rescatar otro hecho. Mediante ambas cintas se ha
querido apuntalar en los espectadores la idea de una supuesta incompatibilidad
esencial entre el espíritu científico, a quienes los directores presentan como
siempre libres, críticos y espontáneos, y la existencia de una moral universal
o creencia religiosa. Basta ver los ejemplos de los científicos que han sido
abordados por cada una de las cintas: Hawkings, el ateo arquetípico y más
mediático de la comunidad científica; y Turing, oscuro y contradictorio
científico, canonizado en estos últimos tiempos por los sectores liberales dada
su supuesta tendencia homosexual. Así pues, ni por casualidad se ha pretendido
abordar la vida de reconocidos científicos creyentes o militantes como el Monseñor
Georges Lemaître, quien postuló la teoría del Big Bang, Blaise Pascal, Louis Pasteur, Guillermo Marconi, entre
muchos otros.
La agenda y el cine, una vez más se darán la mano mediante la producción
de obras que mediante la eficacia formal y visual –Deus ex machina– pretenden validar ciertas ideas o posturas morales
mediante el sentimentalismo; ideas que, por otra parte, se desplomarían ante la
primera prueba que les hiciera la razón. Lamentablemente, una imagen vale más
que mil palabras –o buenas razones– y una vez más estaremos ante el peligro de
la incubación de eslóganes.
Curiosamente, y ya en el plano formal, dos cosas también distinguirán a
ambas cintas: su calidad residirá únicamente en la acertada interpretación de
sus protagonistas –Benedict Cumberbatch haciendo las veces de Turing; y de Eddie
Redmayne, más tarde ganador del Oscar, como Hawking–; además de la mediocre
producción y pobre dirección artística o histórica que poseen ambas películas.