martes, 25 de agosto de 2015

Arqueología del deseo: Los zapatos rojos

Arqueología del deseo: Los zapatos rojos, de Michael Powell
Michael Powell y Emeric Pressburger: The red shoes, Reino Unido, 1948. 136 min.



Si «Conocer, es conocer las causas» como decía Aristóteles, algunos artefactos artísticos serán más adecuados que otros para examinar la condición humana. El cine, expresión por excelencia de nuestro tiempo, reactualizará aquellas obras que han conseguido el epítome de “clásicas” por reflejar más nítidamente aquello que es el ser humano, siempre, y para siempre. «Los zapatos rojos», una magistral cinta británica del año 48’ es un hermoso ejemplo de la actualidad de ciertos relatos.

Quizás, antes de dormir, muchos de nosotros hemos escuchado alguna de esas historias que ya no se cuentan más a los niños, tal vez por contener “finales no tan felices”, y que en la actualidad son convenientemente edulcorados por Disney –muy al gusto del espíritu burgués de la comodidad, imperante en nuestros tiempos– ya desde hace un buen tiempo. Relatos como los de Hans Christian Andersen en los que el acento moralizante se bebía con la leche materna, evidenciando un mundo que trasciende las fronteras de la autosatisfacción. Un cuento en particular –Los zapatos rojos– ha venido cautivando la imaginación de grandes y pequeños (especialmente de los primeros) por décadas. En la breve historia –cuya lectura, más rica que la aquí expuesta, se recomienda– una niña abandonará a su anciana benefactora por hacer lo imposible por hacerse de un hermoso par de zapatos de baile. Luego de bailar con ellos se percatará que los pies ya no le respondían, obedeciendo únicamente a los zapatos mágicos que le ordenaban danzar para siempre. Exhausta y abatida, será expulsada del cementerio donde se sepultaba a su benefactora, por no poder contener su alegre baile sobre las tumbas mientras se celebraban las exequias. Sola y abandonada, la niña rogará a un verdugo que le ampute sus dos piernas para, al fin, conseguir algo de paz. Inválida, pero serena, se dedicará a las más humildes tareas del hogar hasta la redención final que le llegará con la muerte.

Hablamos de un verdadero “Pequeño tratado del deseo” digno de Epicuro y del más renombrado de los estoicos. Uno que lo describe como una fuente infinita e insaciable (los zapatos rojos), que desatada por una vanidad (la de la niña) que no pudo ser contenida por las convenciones sociales (las recomendaciones de su ama), y que tan sólo traerá dolor y ruina (a quien lo ejerce y a los demás) y que sólo podrá sujeto al ser removido de cuajo con todo el dolor que eso implica («el verdugo»). Amén de estas líneas muchos detalles de la historia –como aquel que presenta a los mutilados pies de la niña danzando en la puerta de la Iglesia, como representación del remordimiento– nos brindarán un exquisito panorama de lo que es el hombre en esencia, más allá de las culturas y los tiempos.

Una obra clásica no concluye nunca, sólo se continúa reescribiendo hasta el cansancio. Así pues, en la post-guerra, la hermosa –e implacable– historia de los zapatos rojos será traducida a los tiempos modernos. En el film, Victoria Page (Moira Shearer), una bailarina de ballet amateur atraerá la atención del más grande productor de ballet del momento: Boris Lermontov (Anton Walbrook). El azar y su dedicación absoluta a la danza harán que Lermontov apueste por ella. Su debut como prima ballerina será en una obra muy especial: “Los zapatos rojos”: los viejos zapatos de Andersen, pues, se trastocarán en escarlatas zapatillas de ballet en la cinta. Luego, e inevitablemente, llegará la tragedia. Victoria deberá decidir entre entregarse totalmente a su deseo –el ballet– o al amor y el matrimonio con un joven compositor.

«The red shoes» es una extraordinaria película, ganadora del Oscar a mejor música y a mejor dirección artística, y que contó con la participación de dos –también extraordinarios– bailarines en roles secundarios, los rusos Ludmilla Tcherina y Leonide Massine. Indiscutiblemente, las secuencias de baile serán las más memorables y reforzarán el juego de espejos de la película, es decir el diálogo entre la historia de Andersen y la de Michael Powell, su director. Una delicia para el oído, la vista y el intelecto. Luego de disfrutarla valdría la pena hacer un pequeño contrapunto con la reciente ganadora del Oscar «El cisne negro» (2010).