martes, 26 de septiembre de 2023

Los laberintos de un mito: Chinkanas del Cuzco, de Enrique Zavala.

Los laberintos de un mito: Chinkanas del Cuzco, de Enrique Zavala.

Enrique Zavala (2023) Chinkanas del Cuzco. Los laberintos de un mito. Arequipa: Edición del autor. 



Eran los finales de los 90’y yo viajaba sólo por primera vez a Cuzco. Siempre me había fascinado el pasear por esa maravillosa ciudad desde que la conocí de niño, buenos años atrás. Sin embargo, en esa ocasión, mi admiración por su pasado y hermosa arquitectura se conjugaban con las ganas de diversión nocturna, de la que la ciudad también era famosa. La primera noche de nuestra estadía nos dirigimos a una conocida discoteca en el centro de la ciudad, de la que recuerdo, sobre todo, un hermoso muro inca que le servía de escenario. Si bien nuestra intención era pasar un buen y relajado rato en esos primeros años de juventud, el peso de la historia y la cultura de aquella gran ciudad nunca pudo –ni puede– sustraerse del todo.

Así pues, luego de conocer y departir con algunos jóvenes y chicas oriundos de aquel lugar, entre copa y copa, conocí por primera vez la historia de la Chinkana. Recuerdo que era de madrugada y, atravesando las calles, vimos una oquedad en una pared de piedra bien pulimentada. Una muchacha, a partir de ella contó la historia del laberinto subterráneo del Cuzco; de los muchachos perdidos y enloquecidos en su interior; del choclo de oro con el que salió el único afortunado de las incursiones a los túneles prehispánicos; y como ese camino bajo tierra –clausurado en esas fechas por razones de seguridad– partía de Sacsayhuaman hasta el Koricancha, atravesando subterráneamente los puntos neurálgicos y más emblemáticos de la urbe, y en cuyos pasadizos y grutas se encontraba el tesoro de los Incas.

Francamente, sin dejar de gozar con esas historias que tenían mucho de leyenda urbana –como las que se cuentas en Arequipa de Mónica la Condenada y de los tapados enterrados en las crestas del Pichu Pichu– que siempre caen bien en una incursión nocturna, las concebí como meros cuentos que la tradición oral atesora por motivos de chanza o hasta por fines truculentos.

En las numerosas veces que he ido a Cuzco –a Dios, gracias– nunca he dejado de escuchar, por alguna u otra razón, ciertos relatos más sobre la Chinkana. Sin embargo, y como todo en esta vida, fui perdiendo paulatinamente el interés en ella, a la vez que los giros y versiones sobre su existencia se hacían cada vez más inverosímiles como “redituables” en boca de guías sin formación académica y especializados en el “turismo esotérico” (guías que, por otra parte, deben ser causantes de gran parte del descalabro patrimonial de la ciudad, luego de que fomenten manosear compulsivamente a las magníficas rocas en busca de unos cuantos voltios de “energía mística”). Afortunadamente, hace unos días, llegó a mis manos un libro que desbarató mis creencias –o, mejor dicho, incredulidades– sobre el tema. Se trata de “Chinkanas del Cuzco”, texto escrito por el destacado periodista local, Enrique Zavala, quien hace algunos años dedicara también interesantes líneas sobre Juanita, la doncella del Ampato.

Con un estilo ágil y ameno, Zavala se interna en el laberinto de recuerdos, opiniones y rumores que existen sobre las Chinkanas del Cuzco. A manera de un reportaje periodístico, el comunicador arequipeño reconstruye la imagen del mito para acercarse a la realidad de la mano de antropólogos e historiadores; de cronistas y arqueólogos que han intentado descubrir los secretos de unos túneles que, supuestamente, recorren las profundidades del Cuzco. Es aquí donde vale la pena rescatar la conocida habilidad de Zavala como entrevistador, ya que el libro está estructurado, más que como una narración, como una amplia y plural entrevista; un poliedro de emociones, vivencias y opiniones desde donde emerge –a duras penas– la verdad detrás de la leyenda. Zavala se enfoca, además de lo científico y lo técnico, en lo que verdaderamente importa: en las personas. No sólo su testimonio es el que acoge y proyecta de una manera empática y respetuosa (en las antípodas de los periodistas/entrevistadores nacionales, quienes se han educado en la academia de la vejación y maltrato sistemático a sus contertulios, haciendo fiel reflejo de la vil clase política a la que pretenden censurar con moralina vergonzosa). Zavala, en su texto, “sacrifica” y paradójicamente a la vez potencia el tema central del libro –la Chinkana– para poner el reflector sobre sus interlocutores, iluminando también parte de su historia para hacer más visible la de la ciudad imperial y sus misterios.

“Chinkanas del Cuzco”, luego, no sólo trata de ruinas y patrimonio que espera ser descubierto. Es un libro que, fundamentalmente, retrata una búsqueda como sinfonía a muchas voces, en la que los interlocutores son importantes. En su obra se muestran valiosas tanto las galerías ancestrales subterráneas de los Incas, como los recuerdos de los amigos, el esfuerzo de los académicos y el sentir y decir popular sobre algo que, si aún no existiese, ya tendría suficiente entidad para ser admirado sólo por el hecho de tener un lugar en la memoria.

Finalmente, “Chinkanas del Cuzco” es un libro muy recomendable, por lo provechoso, informativo y divertido que resulta. En el cruce de caminos de la crónica, el informe científico y la novela policial, su ágil lectura hace las delicias del público especializado o lego. Constituye, luego, un ejercicio de escritura digno de emular y de difundirse al estar a caballo entre los trabajos netamente académicos –y, por lo tanto, sólo aptos para iniciados– y los de “divulgación”, que en su mayoría repiten sólo tópicos consabidos y mentirosos de nuestra historia, y que a la vez parecen apéndices mediocres de un manual escolar. El libro de Enrique Zavala se presenta en la Feria Internacional del Libro de Arequipa (FIL) el lunes 25 de setiembre a las 18:00 hs. Agradecemos, pues, su publicación y al autor por emprender esta aventura en los entresijos de una historia sin resolver. Esperamos leer más títulos similares, ya que, al parecer, si queremos que alguien cuente una historia sobre la Historia, es mejor que sea Zavala el que lo haga.

sábado, 19 de febrero de 2022

Poso de nostalgia: Solos de Madrugada.

 Poso de nostalgia: Solos de Madrugada, de José Luis Garcí.

José Luis Garcí (1978) Solos en la madrugada. José Luis Tafur P.C. España. 102 min.

 



Escribo estas breves líneas desde la metrópoli, apremiado por la nostalgia. Hace poco, en una noche sonámbula, una película a medio comenzar –una de esas que, por lo inesperadas, se convierten tanto en una epifanía como en un regalo– me hizo confrontarme, como frente a un espejo, con mi propia melancolía. Pero en ella había algo más. Gracias a la cinta –que después supe que pertenecía a José Luis Garcí, el conductor de ¡Qué grande es el cine!, mítico programa de mi cinefilia– pude entrever un poco aquellas cuestiones que sobre España –nuestra madre, para bien o para mal– que continuamente se me habían suscito. Y más allá del periodo –el de la Transición Española– que describe con maestría, como señalan unánimemente los entendidos, la película nos remite a un aspecto más metafísico de la identidad española.

La película

José (José Sacramento) es un periodista y activista democrático, que conduce un programa de radio en la madrugada. En tiempos de la transición, los vientos de cambio parecieran haber coronado una vida consagrada a la búsqueda de la libertad. Sin embargo, su vida se ve más oscura y marchita que antes. Su relación matrimonial está rota y el vínculo con sus hijos es precario. Detrás, como escenario, retumba el ruido angustiante de un nuevo régimen democrático en ciernes, expectativa y a la vez cierto temor. Los cambios radicales solo se detienen cuando, en la madrugada, José entra en una cómplice tertulia con «30 millones de oyentes»

En medio de su vida en decadencia hace aparición Maite, una joven antropóloga, quien se decide a hacerle vivir una «relación libre y moderna». A la vez que le manifiesta admiración por su vieja historia de lucha por la libertad, no duda en considerarlo anticuado y pacato para esa nueva Europa de la que aspiraba gozar. Finalmente, su joven y devota ayudante, Lola, está también enamorada de José, aunque él no lo nota pues anda fuera de rumbo. Este extraviado José –esperpento trágico magníficamente retratado por Sacramento–, luego, es amado y admirado por tres mujeres que, a la vez, lo consideran ya digno de una etapa que se va. Al tiempo se convierte en ese precursor de la democracia, quien sacrificó hasta su familia por ella, pero que se ve desplazado por el momento por el que luchó.   

Tierra de quijotes

España es tierra de contrastes y de pasiones. Su exuberancia, que va desde la ampulosa aflicción de sus tristes nazarenos, hasta la algarabía de su picaresca y folclore, pasando por sus pasiones políticas pródigas de una crueldad inimaginable, así lo ilustra. Ya lo recordaría Martín Adán al referirse a esa peculiar «razón ascética del godo romanizado, del goce como en Dios, de la satisfacción como el sino». O como lo diría más lacónicamente Barrés: «es típico de España la exaltación de los sentimientos». En esa prodigiosa tierra, por la intensidad de su ser, parece que la vida se vive dos veces.

Pero hay algo más impactante y admirable –hasta lo épico– en el carácter español. Algo difícil de entrever porque se esconde en la casi imposible mixtura del candor infantil (o una permanente nostalgia por esta etapa) con cierto ánimo sombrío más propio de las edades vencidas, tardías. Se trata del espíritu trágico español que, como al Quijote, le es quintaesencial. España es el rincón de los proyectos fracasados, de las ilusiones truncas. Una tierra en la que, además, todo empeño –¡y vaya que sí se ha puesto empeño!– parece que ha quedado baldío. Sus magníficas y colosales empresas –como quien va convencido, y con toda intensidad, a darse de leches con molinos de vientos después de atravesar innavegables océanos en busca de dorados o ciudades de la fe– se desvanecen por el empuje de una historia que siempre se le ha dado por pisotear sus anhelos. España, como la gran y espiritual Rusia (ya que, a decir de Emile Cioran, junto con ella resultan los dos ojos de Dios en la tierra), vive siempre a placé y en los márgenes del tiempo y del espacio. Por eso las revoluciones y modernidades le vienen constantemente a contratiempo. Cada tanto le cambian el guion al mundo, y esta tierra caliente estaba tan empeñada en seguirlo que le friega (como a Vallejo le fregaban los cóndores) cuando hay que reaprender la lección. Luego, a tomárselo con humor y a guardar esa buena dosis de desconsuelo en los pozos del alma.

Así pues, poco a poco, el carácter español –otrora recio y empeñoso como un cruzado, a la vez que jocoso como un pícaro– se ha ido agriando con los años, al punto de devenir en una hosquedad disimulada con buenos modales. El último crepúsculo de los dioses que vivió España –su último parricidio– fue la caída de Franco y todo su régimen «tradicional». A cambio, el espíritu de los tiempos prometió esa «progresiva vanguardia», traicionera y mudable como mala mujer de folletín. No quedaba de otra y, a pesar que los más avispados sabían que se embarcaban en otra tarea que desde ya mostraba la hilacha, se hizo de tripas, corazón, y con un mohín que no ocultaba el fastidio, se dio el paso con un optimismo al que le sobraba decisión, pero al que le faltaba fe. No es la gota que rebalsó el vaso, pero el desencanto se acentúa progresivamente. Malestar que puede degenerar en violencia si los tules del arte no lo arropan para que se convierta en inocente melancolía.

Radiografía de la nostalgia

Solos de Madrugada (1978) es una radiografía del último de estos cambios de rumbo en la tierra de Cervantes. En ella se puede observar, con dulzura y sin aspavientos, las luces y sombras en el provenir de esa nueva aurora democrática. En ella se narra la historia de los proyectos perdidos y los porvenires dudosos, esforzados. En una Madrid oscura, frágil, íntima –una Madrid de madrugada– José, el personaje de la historia, vive dislocado entre los amores inviables y los negados. Solo lleva –esmirriado él hasta el chiste, como un cristo– su optimismo a toda prueba. Insiste en ser ingenuo como un niño –como aquel que él añora– aunque la tristeza lo hostigue con sus gélidos y solitarios amaneceres. Y a pesar que la nostalgia se le encharque, planta cara como todo un buen español, como aquellos que resistieron inútilmente en Filipinas 337 días porque nadie les había dicho que ya habían enmendado la plana.

La tragedia española no suena como la alemana, y no hay puesta en escena y tramoyistas detrás de ella. Es simple y letal como una rosa. Desconsoladoramente hermosa cuando se la mira bien, como hizo Garcí con Solos en la madrugada.


lunes, 31 de enero de 2022

Sísifo en Japón: La Isla desnuda.

 

Sísifo en Japón: La Isla desnuda, de Kaneto Shindo.

Kaneto Shindo (1960) Hadaka no shima. Kindai Eiga Kyokai. Japón. 98 min




  

Según la mitología griega, Sísifo, hijo de Eolo y rey de Corinto, incurrió en la impiedad y soberbia (hibrys), negando las leyes de los dioses para hacerse él mismo un “dios”. Señalan las antiguas historias que, además de su tiránico mandato, y robar y asesinar viajeros para satisfacer su codicia, reveló los secretos de los dioses. Zeus lo castigó y lo encadenó a Tánatos, la muerte. Pero la soberbia de Sísifo no retrocedió. Antes de ser condenado a vivir en el infierno, asociado a la muerte, exigió a su esposa Mérope que incumpliera con los ritos funerarios prescritos por la costumbre. Ante la afrenta, Hades, príncipe del inframundo, exigió venganza. Sísifo se ofreció a exhortar a Mérope para que cumpla con sus deberes religiosos y satisfacer a los dioses de ultratumba. Hades accedió. Sin embargo, una vez devuelto al mundo de los vivos, Sísifo se resistió a volver, ofendiendo a los dioses (en especial a Hades) hasta su muerte natural, en la ancianidad. Una vez restituido al infierno –esta vez para siempre– fue condenado a cargar una enorme piedra hasta lo alto de una montaña, desde donde la roca rodaba siempre cuesta abajo, obligando al desdichado Sísifo a repetir su tarea para siempre.  

 

Sísifo, el existencialismo y la Nouvelle Vague.

Este mito cautivó la imaginación de pensadores y artistas de los años venideros. Especialmente, luego de la debacle vivida por la humanidad luego de la Segunda Guerra Mundial, tuvo inusitada vigencia. A la luz de esta historia filósofos existencialistas reflexionaron sobre la rebeldía del hombre sobre la naturaleza y su destino, su sentido trágico siempre enlazado a la muerte, y la futilidad de sus trabajos y empresas. Albert Camus dedicaría un libro, publicado en 1942, a esta historia inmortal.

Inspirada por el existencialismo y otras corrientes filosóficas de vanguardia, la cinematografía francesa revolucionaría el séptimo arte entre los años sesenta y setenta. Directores como Truffaut, Rohmer y sobre todo Godard renovarían radicalmente el mensaje y la forma de hacer cine, iniciando lo que la crítica ha denominado la Nouvelle vague, o Nueva ola francesa; movimiento artístico que repercutió internacionalmente y rápida alcanzó seguidores en todos los rincones del orbe. Por su parte, Japón, país de una tradición cinematográfica centenaria sería terreno fértil para sus postulados artísticos.

En la Postguerra, Japón iniciaría su milagro económico y un despegue social y cultural de mano de la liberalización que impondría el gobierno de ocupación americano. Las libertades ideológicas antes constreñidas por el nacionalismo florecerían, dando lugar a una época de esplendor en el cine, allá por los años cincuenta. Sin embargo, la búsqueda de mayor perfección formal y una preocupación profunda por la identidad, el futuro y el sentido del Japón (después de eventos traumáticos como Hiroshima y Nagasaki) empujarían a los jóvenes directores a formas menos convencionales y más exigentes al espectador.  Es así como nacería la Nueva ola japonesa, aquella que sin ceñirse férreamente a los postulados artísticos de su par francés, lograría generar un mensaje y formato original bajo su influencia.

Los directores más representativos de la Nueva ola japonesa o nūberu bāgu serán: Nagisha Oshima (Death by hanging, 1968; Merry Chrismas Mr. Lawrence, 1983), Masahiro Shinoda (Los pornógrafos, 1966), Yoshishige Yoshida (Eros + Masacre, 1969), y Hiroshi Teshigahara (La mujer de arena, 1964). Son famosos por su experimentación con el lenguaje cinematográfico, obsesión por la fotografía y sus problemas con la censura. Sin embargo, a pesar de no estar dentro de las coordenadas temporales del movimiento, un hombre debe ser considerado el padre de la Nueva ola japonesa: Kaneto Shindo. Este magnífico realizador en los inicios de los años sesenta nos regalará una cinta que es como un verdadero manifiesto del nuevo cine japonés.

 

«La isla desnuda»    

Hadaka no shima (1960) es la decimoquinta cinta de Shindo, y la más importante luego de su famosísima Niños de Hiroshima (1952). Como lo hizo con esta película, discurre y medita a propósito de la condición humana, ya no teniendo como telón de fondo la tragedia atómica, sino que se centra –de manera más metafísica– en la vida rural japonesa. «La isla desnuda» relata la historia de una familia que habita una colina-islote en la prefectura de Hiroshima (lugar de nacimiento del director). El lugar no cuenta con agua y la pareja de esposos tiene que trasladarse varias veces al día hasta la ciudad de Mihara para traerla en pequeños baldes. Luego los transportan a la cima de la ladera, donde siembran algunos productos. Mientras tanto sus dos hijos ayudan en las tareas del hogar y pescan.

La cinta explota, fundamentalmente, el hermoso paisaje, y lo contrapone con la historia de sufrimiento y angustia de la pareja al tratar de sobreponerse a la inmensidad de la naturaleza. Una soberbia fotografía del mar de Seto –que atraviesan todos los días para recoger el agua– y de la propia isla desnuda y conquistada por los frágiles protagonistas, será el eje de la obra. La película, asimismo, prácticamente no tiene diálogos. Toda la intensidad del drama recae en las secuencias y en actuación –meramente gestual– de Nobuko Otowa y Taiji Tonoyama (este último, un actor alcohólico que se recuperó de su adicción durante el rodaje, al no poder acceder a la bebida en ese paraje extremo).

Shindo nos trae a la memoria la historia de Sísifo con su film. Ya no se trata del cruel rey corinto, sino de una simple pareja de campesinos japoneses que, como un castigo (la vida misma), están obligados a acarrear agua hasta la cima de una árida isla para sobrevivir, mientras en los alrededores el progreso y desarrollo (simbolizados en el comercio y cultura de postguerra) hacen patente que su lucha con la naturaleza carece de sentido. A pesar de ello, ambos esposos –una magistral analogía de la humanidad– no cejan en una tarea siempre titánica y dolorosa. Labor que se les presenta sin razón de ser por momentos. Tan solo la felicidad de sus hijos –tan fugaz que a veces no merece ese nombre– empuja a hombre y mujer a esa tarea imposible. Sin embargo, Sísifo –el griego, no el japonés– irrumpe de nuevo en la historia, esta vez no obligado a acarrear agua en una cubeta hasta la cima de una colina, sino encadenando al inevitable Tánatos a los esposos. La muerte, pues, llevará a los extremos la lucha existencial de los protagonistas.

La isla desnuda es una película contemplativa. Su lento ritmo y obsesión por la perfección visual pueden hacerla cansina al espectador novato. Sin embargo, vale la pena verla; es más, debe meditársela. La música de Hikaru Hayashi acompañará esta épica historia cotidiana, haciéndonos remontarnos (cual otros Sísifos, con nuestro dolor a cuestas) a la cima de lo dramático. Afortunadamente, desde la cumbre de la isla desnuda, y ante un panorama de belleza invencible, arrojaremos nuestras penas al océano para no cargarlas una vez más. 

jueves, 30 de diciembre de 2021

«No hay nadie como él»: Petrarca sobre Dante.

«No hay nadie como él»: Petrarca sobre Dante[1].

 


Para Platón, la amistad es la forma más excelsa de amor entre los hombres. Nace de la admiración, es decir de la contemplación y complacencia en las virtudes del Otro, aquellas que si bien son limitadas en cualquier ser humano, remiten al Bien absoluto: objeto final de nuestra inteligencia. La amistad también implica, como lo definió con maestría el santo cardenal John Henry Newman, un cor a cor loquitor: un diálogo constante y sublime entre los corazones. Este diálogo, tan caro entre los grandes sabios de la antigüedad, se prolongó más allá del tiempo y espacio en la Edad Media, y se cultivó in absentia mediante la ficción literaria en esta época. El fruto más grande de este diálogo entre las almas más sublimes de todas las edades será la Comedia dantesca; composición mediante la cual el gran Dante Alighieri perpetuó una amistad imposible con sus grandes referentes, comenzando por Virgilio.

La admiración y la búsqueda de referentes clásicos será, pues, el sello del llamado Renacimiento Italiano de los ss. XV y XVI; movimiento que tuvo como precursores a los grandes toscanos: Dante Alighieri, Francesco Petrarca y Giovanni Bocaccio. El legado literario de estas tres cumbres de la literatura universal es, a la vez, una seguidilla de homenajes y un diálogo fecundo con su tradición y con los maestros que los precedieron. No obstante, su admiración no estuvo dirigida únicamente a esas mentes extintas y separadas de ellos por siglos de historia. No, los tres grandes italianos reconocieron, agradecieron y cultivaron una fecunda amistad con sus contemporáneos, y también entre ellos. Sus obras, cartas y encuentros dan testimonio de ello. Estas breves líneas, escritas en homenaje al gran Dante por los 700 años de su muerte, versarán sobre la relación que mantuvo Petrarca con el gran poeta florentino.

 

Dante y Petrarca, una vieja historia.

Francesco Petrarca nació en Arezzo en 1304, casi 40 años después de Dante, sin embargo, casi desde su nacimiento estuvo ligado a él. El padre de Petrarca, Pietro de Parenzo –apodado Petracco–, fue un notario florentino amigo de Dante y güelfo blanco como él. A ambos los uniría la amistad y el infortunio político. Al igual que Dante, a Petracco le esperaría el destierro en Arezzo por parte de los güelfos negros. Es allí donde nacería Petrarca y viviría brevemente, para luego trasladarse a Aviñón cuando su padre alcanzó un cargo de funcionario papal. Será en la cosmopolita Aviñón –la “Babilonia” de su época, tal como Petrarca la llamó– en la que él conoció a su amada Laura, musa absoluta de su pluma. No obstante su condición de aretino y de la infancia y juventud vivida en Aviñón, Petrarca siempre se consideró un florentino como Dante. Ello a pesar que recién conoció aquella ciudad en sus años adultos, en 1348, y vivió desligado de las conjuras políticas de las comunas italianas que obsesionaron a Dante y a su padre. Así pues, el cosmopolita Petrarca (tan cosmopolita como la Aviñón que criticaba tan ácidamente) hizo de Florencia un lugar mítico de origen, su espacio simbólico de identidad.

A diferencia de la intensa relación con Bocaccio, quien a decir de Billanovich se consideró su más grande admirador y mayor discípulo, y que cultivó desde 1350 hasta el fin de sus días, Petrarca conoció a Dante fundamentalmente por la memoria familiar y sus lecturas. Solo lo vio por única vez en 1311, en Pisa, cuando su padre deambulaba por la Italia meridional luego de su exilio. Este evento ha sido reseñado ampliamente por G. Indizio (2012). Para esa época Dante había cambiado su posición política. Progresivamente se había aproximado al partido imperial después de la ascensión de Enrique VII de Luxemburgo al trono. Apartándose de los güelfos blancos, Dante se integró a los Gibelinos que antes combatió. Sus nuevas ideas más próximas al emperador, pero defendiendo la independencia de la Iglesia, fueron recogidas en su texto De Monarchia. Dante, que soñaba con la restauración del Imperio Romano, fue a Pisa (bastión gibelino en Toscana) a dar encuentro a Enrique, quien había iniciado una expedición a Italia para restaurar la autoridad imperial. En ese año la familia de Petrarca había mudado su domicilio de Arezzo a Pisa. Sería allí, según testimonio del propio Petrarca a Bocaccio, que vio por primera y única vez al gran florentino, cuando tenía 7 años y medio.   

 

Odi et amo, de la admiración a la crítica.

Como lo señalan M. Feo y P. Trovato, la relación de Petrarca frente a Dante fue compleja y no estuvo exenta de crítica, e incluso de cierta envidia.

Petrarca fue escueto en sus halagos hacia Dante, sin embargo, reconoció al gran florentino entre su círculo íntimo, llamándolo de «Guía de nuestro idioma vulgar»[2]. En una carta dirigida a Bocaccio en 1359, testimonió su veneración de esta manera:

«Nunca admiraremos y alabaremos lo bastante a este hombre, a quien la injusticia de sus conciudadanos, ni la pobreza, ni las enemistades personales, ni el amor a su esposa, ni el camino hacia sus hijos fueron capaces de apartarle del camino que él se había trazado, mientras tantos otros de espíritu elevado suelen tener un carácter tan voluble que un simple murmullo es capaz de disuadirlos de su propósito más firme e íntimo. Y esto, precisamente, les suele ocurrir a los que utilizan la pluma, a esos que, además de los pensamientos y las palabras, cuidan también la estructura de las frases, y por tanto necesitan más que otros calma y tranquilidad… Créeme: el estilo y el ingenium de este hombre me fascinan, y todo cuanto se diga de él es poco. A todos cuanto me han pedido pidiéndome una respuesta correcta, les he dicho simplemente: no hay nadie como él. Dante destaca sobre todo por su poesía en lenguaje popular, y raya mucho más alto que en sus composiciones en latín, ya sean en verso o prosa».

 

Por otra parte, y en medio de su obsesiva búsqueda de la perfección formal, Petrarca no escatimó críticas a los cultores del estilnovismo y a Dante en particular. A diferencia de la devoción profesada a los referentes clásicos, especialmente Cicerón, Petrarca se haría famoso por los prejuicios que mantenía contra la cultura de su propia época, a la que no escatimará censuras. En una de sus cartas sentencia: «Entre muchas cosas, me dedique especialmente al conocimiento del mundo antiguo, ya que esta edad presente nunca me gustó, hasta el punto que, si el amor a los míos no me lo impidiera, siempre hubiera deseado nacer en cualquier época y olvidar esta»[3]. Entre las críticas realizadas a sus contemporáneos abundarán las que se refieren a las inexactitudes y mistificaciones de la historia antigua que Petrarca buscaba erradicar mediante su erudición filológica. Dante será blanco de esos reproches al cuestionar, por ejemplo, su interpretación tradicional de Dido, de quien Petrarca rechaza su mítico enlace con Eneas.  

Más allá de la renovación en la forma que desencadenó Petrarca, específicamente él se desligará cada vez más de la perspectiva teológica y teológica de Dante, como lo mencionó con acierto G. Cappelli. Entrambos se puede situar la ruptura entre un humanismo incipiente y progresivamente desligado del cristianismo, y de una cultura medieval que desde el s. XII redescubre lo clásico, y que tiene en la Comedia de Dante  su ápice. Un distanciamiento del paradigma cristiano, a instancias del encumbramiento de los autores paganos, diferenciará pues a Petrarca de un Dante que concilió con acierto tradiciones clásicas a la estructura y visión cristiana del mundo. Esto se verificará en los tópicos, enfatizándose en Petrarca los mundanos y en especial los amorosos, por encima de los teológicos, a pesar de no desecharlos del todo. En una obra en particular denota esta crisis de paradigma que diferencia a Dante y su joven admirador: los Triumphi de Petrarca.

 

Dante, omnipresente en los Triunfos de Petrarca.

Los Triunfos son, después del Cancionero, la obra más importante del poeta aretino. Fueron compuestos al final de su vida, cerca de 1374. En él se expresa la doctrina moral y política de Petrarca, luego de consagrar su vida a la reflexión de la mano de Platón, San Agustín y especialmente Cicerón. En este vasto poema épico se presentan linealmente –no en círculos concéntricos, como hiciera Dante al describir Infierno, Cielo y Purgatorio– la superación alegórica de seis elementos en triunfo. Así pues, el triunfo del amor pasional o Triumphi cupidinis, que llevó a la locura, asesinato y muerte de célebres prosélitos como Marco Antonio y Cleopatra, Aquiles y Medea, y hasta apresó en sus redes al propio Júpiter; es superado por el triunfo de la castidad (Triumphi pudicitie) encarnado por Hipólito, Penélope y Lucrecia, por ejemplo. La castidad será a la vez es vencida por la muerte en triunfo (Triumphi mortis), que con su danza macabra a todos lleva a la tumba; y que a su vez será superada por la fama que lleva a la inmortalidad (Triumphi fame). Finalmente, el tiempo –que provoca el olvido– vencerá a la Fama (Triumphi temporis). Este poderoso elemento solo será vencido por la Eternidad, (Triumphis eternitatis), es decir de la conquista del cielo y el conocimiento de Dios.

Como ha podido advertir cualquiera que esté familiarizado con la divina Comedia, los Triunfos de Petrarca se inspiran y adeudan mucho a la inmortal obra de Dante. De hecho, Petrarca, a pesar de las ya comentadas distancias y la superación que pretende frente a su maestro, homenajea a Dante con sus Triunfos. A pesar de lo dicho, Petrarca –en un absceso de envidia, según algunos– siempre disimuló su conocimiento de la obra de Dante, quizás para no reconocer del todo una deuda tan grande.

La primera influencia de Dante en los Triunfos de Petrarca será formal. El aretino utilizará en su obra el metro dantesco por excelencia: el terceto encadenado. La plasticidad y consistencia que brindará este tipo de verso harán posible que toda la majestuosa estructura verbal de los Triunfos, alcance su sólida brillantez. Sin embargo, este no es el primer y más importante préstamo. Petrarca estructura su épica teniendo como base a la Comedia dantesca. Así pues, toda la acción narrativa de los Triunfos tiene semejanza a la utilizada por Dante en su Comedia. La estructura de apurados diálogos con espectrales personajes de los Triunfos tiene un fuerte sabor de la inmortal obra del Dante.

Si nos atenemos tan solo a la introducción que hace Dante de la acción en su texto, veremos cómo se hace manifiesta la influencia. La revelación mística de sus tres pecados simbolizados en una pantera, un león y una loba con que Dante inicia su obra (No podría explicar como allí entrara / tan somnoliento como estaba en el instante / en el que el cierto camino abandonara ), tiene un eco claro en los Triunfos. Como en la obra de Dante, ésta presenta a un Petrarca en duermevela, ya no in terzza parte de sua vita…, pero más bien cansado de llorar sobre la hierba / vencido, una gran luz vi, por el sueño / con mucho dolor dentro y placer breve. En él, se realiza de manera análoga una transición de la realidad a un estadio sobrenatural, en medio de un transitar vital errado y sumergido en el dolor.

Asimismo, si el épico viaje de Dante tuvo como fin encontrar a su amada Beatriz, Petrarca situará a la virtud de Laura como el motor de todo su texto; siendo ella la que triunfará sobre la pasión sexual, sobre la muerte gracias a su fama, y finalmente frente al olvido al haber logrado con su puro amor la Eternidad. La figura del guía se repetirá también en sus Triunfos y, a la manera de Virgilio, Petrarca será acompañado por su amigo Senuccio dal Bene, quien esclavo del amor sensual lo iniciará en los secretos de los sucesivos cortejos. 

Finalmente, muchos pasajes son claramente análogos a secuencias de la Comedia. Podemos citar la estrecha similitud que guarda el diálogo que Petrarca sostiene con Masinisa y Sofonisba (TC, II), trágicas figuras amorosas del contexto de las guerras púnicas, y la célebre plática que sostuvo Dante con Paolo y Francesca de Rímini en el círculo de la lujuria.  

Las diferencias, por otro lado, radican en la ya mentada visión del mundo que separa a Dante y Petrarca (y que luego distanciará la Cristiandad y la Modernidad). Éstas se hacen patentes en el cielo propuesto por Petrarca, uno de orden más bien estilístico que teológico. A diferencia de la paz perpetua que describe Dante al ilustrar la visión beatífica en su obra, en la “eternidad” petraquista aún se siente la tensión amorosa por Laura; aquella que, incidiendo en lo sentimental y subjetivo (a pesar de él mismo y de las doctrinas de los maestros de la gentilidad) empaña su tentativa de subordinar su Yo amante a lo Absoluto. Como lo señala Cappelli (2003):

La Beatriz dantesca se funde, se difumina en la contemplación de la Divinidad que todo lo llena, Petrarca se aferra a la tan condenable esperanza de que en el cielo se le devolverán las cosas que no quiere perder en la tierra, y especialmente podrá volver a verla a ella [Laura]: ¡Feliz la losa que su rostro cubre! / Que, después de volver a su belleza, si fue dichoso quien a vio en la tierra, / ¿Qué no ha de ser verla allá en el cielo? (66).

Así pues, en Petrarca, no constatamos un relato ascensional y místico, como en la Comedia de Dante; en su obra esta estructura teológica será sustituida por una alegoría moralizada del “sueño” y el “triunfo” más próxima a los arquetipos clásicos, y con una distancia cada vez más marcada de los valores cristianos.  

 

Dante como personaje.

En las líneas precedentes se ha hecho una muy sucinta relación de las correspondencias entre la Comedia de Dante y los Triunfos de Petrarca. Sin embargo, estas son tan numerosas que no caben en más que en las extensas y bien documentadas páginas que los investigadores especializados han escrito al respecto. Más allá de ello, es importante mencionar que el homenaje de Petrarca a Dante no sólo consistió en utilizar su obra como modelo de su obra cumbre, sino en hacerlo un personaje principal de ésta. Como hiciera el florentino con el mantuano Virgilio, Petrarca pone a Dante y a su amada Beatriz a la cabeza del cortejo de los poetas que cantan al amor en el capítulo IV de su Trimphis amoris:

 Así, mirando a un lado y al otro lado, / a gente vi por unos verdes campos / que de amor en romance conversaba: / Venían Dante y Beatriz, Selvaggia / Cino da Pistoia, Guitton de Arezzo / irritado por no marchar delante;

Este lugar primero no es casual, es una declaración de la superioridad de Alighieri sobre cualquier otro poeta romance; aún más, él será representado detrás de los dos más grandes poetas de la Historia: Homero y Virgilio, a quienes sigue “mano a mano”.

 

Conclusión

Los propios testimonios del gran aretino nos han dejado constancia de la intensa relación mantenida con su predecesor: Dante. Sin poder esconderlo, y más allá de su ánimo renovador y crítico, y una ocasional envidia por temor a su gigantesca sombra, en Petrarca anidó una sincera admiración por Alighieri. Su emulación es patente testimonio de ello. Él fue, en un siglo de decadencia según sus mismas palabras, faro e inspiración. Es más, Dante devino para el aretino en uno de aquellos modelos universales que veía en Catulo, Ovidio y Horacio. Algo fuera de todo precedente y que debió desconcertar al propio Petrarca, adicto de la Roma inmortal, de allí su actitud ambigua a veces y siempre compleja. Más allá de las complejas personalidades de ambos, sus ideales y el tiempo que les tocó vivir, es necesario recordar siempre que entrambos floreció esa amistad sin precedentes que unió generaciones en la suprema contemplación de la Belleza.

Bibliografía

Indizio, Giuseppe (2012) «Un episodio della vita di Dante: L'incontro con Francesco Petrarca» En, Italianistica: Rivista di letteratura italiana, Vol. 41, No. 3, pp. 71-80

Cappelli, Guido M. (2003) «Introducción», en Francesco Petrarca, Triunfos. Madrid: Cátedra, pp. 9-74.


[1] Texto leído en la conferencia: “El secreto de Dante: Homenaje a Dante Alighieri a setecientos años de su muerte (1321-2021)” organizada por la Biblioteca Mario Vargas Llosa – Arequipa, el 30 de diciembre de 2021.

[2] (Semilis, IV, 5).

[3] (Posteriate, 6). 

lunes, 29 de noviembre de 2021

El nacimiento de Jesús en el cine




Todas las culturas, al pretender fijar el tiempo, han establecido la fecha fundamental que daría sentido al calendario. Los judíos inician su recuento el domingo 7 de octubre del año 3760 a. C., fecha en la que, según los cálculos del rabino Hiel II, Yahvé creó el mundo. Los griegos iniciaron su cuenta el 776 a. C., año en el que se instituyó la primera olimpiada. Los romanos tuvieron como fecha inicial el año de la fundación de su ciudad, 753 a. C. Para el calendario chino, el primer año es el 2696 a. C., el de la asunción al poder del emperador amarillo, Huangdi. Más modernamente, los musulmanes pretendieron establecer como primer año al 622 (comienzo de la era conocida como Hégira), cuando Mahoma escapó de La Meca a Medina. Finalmente, los revolucionarios franceses definieron que el inicio de la historia debería fijarse el 22 de septiembre de 1792, año de la proclamación de la República.

Así pues, desde diferentes cosmovisiones, creencias religiosas, regímenes e incluso ideologías se ha tratado de establecer la fecha de la fundación de la historia. Sin embargo, universalmente, se acepta como el suceso que dio inicio a nuestro tiempo a aquel que ocurrió hace —más o menos— 2018 años: el nacimiento de Jesucristo, el Señor de la Historia. Esta es una hermosa realidad que, como cristianos, no debemos dejar pasar por alto: el sentido de todo tiempo medido o mesurable se inicia y se acaba con el día de la llegada del esperado Mesías.

 

Películas y Navidad. 

¿Cómo recrea el cine el día más trascendental de todos los tiempos? Como no podría ser de otro modo, numerosas películas dan cuenta de aquel asombroso suceso, la noche en que Dios mismo se hace hombre. Ya en 1898, el padre del cine, Louis Lumiére, realizaría una película sobre Cristo en la que incluiría escenas del nacimiento del Salvador. Aquella cinta —La vie et la passion de Jésus-Christ— de tan solo once minutos de duración ya nos muestra imágenes de la primera Nochebuena.

Algunas películas tienen, incluso, por toda temática el nacimiento del Señor Jesús. Entre ellas, encontramos desde la muy reciente The Nativity Story (2006) hasta las hermosas adaptaciones mexicanas realizadas por Miguel Zacarías: Jesús, el niño Dios (1971) y su secuela Jesús, María y José (1972).

De igual manera, y ya que la Navidad es inconcebible sin la figura de María, la madre de Dios, muchas de las películas consagradas a la santa Virgen abordan privilegiadamente el nacimiento de Cristo. La francesa María de Nazaret (1995), la americana María, madre de Dios (1999), la italiana Maria, figlia del suo figlio (2000) y la mexicana Reina de reinas (1945) son algunas de ellas.

Sin embargo, muchas de estas películas son difíciles de conseguir, por tanto, pocas han podido ser apreciadas por el espectador promedio.

 

El cine y la Navidad hoy

Para hablar de la Navidad en y desde el cine, es mejor remitirnos a fragmentos de películas sobre la vida de Jesús que son —o han sido— parte habitual de la programación televisiva y que ya forman parte de nuestra cultura cinematográfica.

El lector recordará, entonces, filmes como Jesús de Nazaret (1977), popular miniserie de televisión dirigida por Franco Zeffirelli, que nos muestra una de las más bellas estampas del nacimiento de Cristo.

También la muy interesante obra de Pier Paolo PassoliniEl evangelio según san Mateo (1964), que muestra una escena de Navidad muy diferente a la que tenemos por costumbre ver, echando mano únicamente de actuaciones de aficionados, sencilla indumentaria y una hermosa banda sonora.

Asimismo, grandes producciones, como Rey de reyes (1961), representan con acierto este acontecimiento. Este filme, en particular, luce una colorida dramatización de la llegada del Mesías.

 

¿Precisión teológica o emoción en la pantalla grande? 

Es interesante destacar que en todas las películas mencionadas y en casi todas las existentes, las representaciones del parto de María suponen dolor. Esto se opone a las enseñanzas de la teología católica, ya que como lo mencionan doctores como san Ambrosio, san Agustín, san Gregorio de Nisa y santo Tomás de Aquino, María tuvo un parto indoloro por no habérsele aplicado el castigo que merecían todas las hijas de Eva como consecuencia del pecado original.

Más allá de estos detalles, siempre es aleccionador y reconfortante componer en la mente, con ayuda del cine, la televisión o el arte en general, el evento más importante de la historia de la humanidad y de cada una de nuestras vidas. 


viernes, 5 de noviembre de 2021

Elogio de la Penitencia

Elogio de la Penitencia

¿Cuál es posición cristiana frente a la búsqueda del dolor?





Hace algunos meses celebramos la festividad de Santa Rosa de Lima, patrona de América. Entre las conmemoraciones piadosas se difundieron otras que incorporaban interpretaciones aparentemente científicas sobre algunos hábitos de la santa, como fueron sus prácticas penitenciales en lo que toca al uso de cilicio u otras disciplinas. En ellas, algunos seudo académicos atribuían el rigor con que la santa limeña trataba a su cuerpo –práctica sumamente común en la época, por otra parte– a desviaciones mentales o histeria. De entre los medios católicos también pudimos escuchar comentarios que, sin la contundencia de los “ilustrados y modernos”, censuraron y minimizaron esas prácticas, ahogándolas en el mar del relativismo histórico, explicándolas estrictamente como una manifestación de sus tiempos y época. Razonamientos que, en contrapartida, exaltaron los sacrificios de Rosa que produjeron resultados “concretos” en bien del prójimo, traduciéndose en obras de caridad. Este fenómeno apena realmente, porque evidencia que los embates del pensamiento anti-cristiano han soplado tan fuerte que, hasta entre los creyentes ha menguado o desaparecido la conciencia que la penitencia –el abrazar la cruz con avidez y codiciar el dolor, como hicieron Rosa y otros santos– es medular al mensaje del mensaje cristiano.

El venerable arzobispo Fulton J. Sheen, en su libro “El calvario y la misa” nos recuerda que en cada consagración del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor, Él nos dice: “Dadme vuestro ser entero… Yo ya no puedo sufrir… Yo pasé por mi cruz y llené hasta el tope los sufrimientos de mi cuerpo físico… pero no llené los que pertenecían a mi Cuerpo Místico, en el cual estás tú… La Misa es el momento en que cada uno de vosotros pueden cumplir literalmente mi mandato… Toma tu cruz y sígueme…”. De esta manera Sheen, desarrollando lo planteado por San Pablo en los inicios de la Iglesia (Col 1,24-28), recuerda que con los dolores y sacrificios de todos los cristianos ofrecidos en la Misa completamos lo que falta a los padecimientos de Cristo, haciendo que Él sufra en nuestras naturalezas humanas para así completar la obra de la Redención.

Así pues, Él ha querido actuar mediante nosotros, mediante nuestro dolor. Frente ello muchas mentes y corazones burgueses reclaman que no habría necesidad del sacrificio en la Cruz para operar la redención. Afirman que, si Dios puede todo, pudo redimirnos “con una sonrisa”. Pensamiento para más absurdo y mezquino, ya que se ajusta a los “juicios” cómodos de los hombres, pero no a los de Dios. Si hubiera operado esta “redención” incruenta y pacífica desde arriba, desde el mero arbitrio de Dios, se habría cometido violencia e injusticia. Dios tiene que satisfacer la Justicia que Él encarna y no puede violar nuestra libertad. Por ello prefiere Su inmolación como verdadero acto de misericordia. Lo que esconde esta “teología” dulzona y condescendiente es una aversión total al sacrificio y un profundo egoísmo. Esto en vista que es necesario que todos los seguidores de Cristo reproduzcamos esa absoluta avidez de sacrificio del Maestro, aquella que es necesaria para operar la Redención en nuestros días. La semilla del Reino fue plantada con su Holocausto, y fructifica silentemente, como la semilla de mostaza, en cada uno de los dolores de los cristianos; aquellos quienes tienen la Cruz como bandera para escándalo de los demás.

Así pues, la obligación del cristiano es apetecer el dolor sacrificial y ofrecerlo junto a Cristo. Sólo así se ganarán almas para la Vida Eterna. Lamentablemente esta visión es repugnada profundamente por cierto cristianismo actual, moldeado por el espíritu burgués de la comodidad y la extendida civilización del confort. La radical diferencia entre el mundo moderno y el cristiano estriba en su noción del dolor. Los ilustrados franceses y empiristas ingleses –padres de nuestro tiempo– afirmaban que el primer mandamiento del ser humano es “ser feliz cuanto se pueda”. Locke, Rousseau, Hume, Stuart Mill repetirán que la única felicidad verdadera estriba en satisfacer nuestros apetitos naturales y expandir nuestra personalidad. Evitar el dolor y multiplicar el placer individual será el nuevo credo que tendrá por absurda esa visión cristiana ávida de sacrificio, que, en palabras de Hegel, alcanzaba su plenitud en la conciencia y socialización de los dolores de la humanidad.

Es bueno recordar, como afirmaba el beato Carlos de Foucault, que felicidad y cruces no nos faltarán jamás. El aceptar gustosamente la cruz de la vida cotidiana es hacerse uno con Cristo. Sin embargo, hay que tener presentes a aquellas almas extraordinarias que Dios ha suscitado –como Rosa, Martín y Juan Macías– que codiciaron las cruces para saciar a Cristo y ensanchar su Reino. No escatimaron mortificaciones como cilicios y disciplinas para agregarlos a la pasión voluntaria de nuestro Señor. El pensar en ellos nos ayudará a distinguir entre la santidad ordinaria y la extraordinaria, y a gustar de la última.

No nos engañemos, que al cielo sólo se va por la cruz. La actitud verdadera y radicalmente cristiana es hacer aquella penitencia que reclamaba la Santísima Virgen en sus últimas apariciones. Una silente y humilde mortificación, a la manera de los pastorcitos de Fátima, será un testimonio valiente y una opción transgresora frente a la voz unísona del mundo contemporáneo que gime: ¡Placer! Paradójicamente, aquellos que rehuirán al dolor serán los que más lo habrán de sufrir, pues éste los acosa con su sinsentido.

Pretender ser cristiano y no gustar del dolor es pretender, a su vez, instrumentalizar a Dios. Hablamos de sentirse salvado por “no trasgredir el bien” y “ser de alguna ayuda a los demás”, pero rechazando el colaborar con Él haciéndose a Su dolor. “El sacrificio de Cristo en la cruz basta, mi conciencia tranquila es suficiente”– repiten.  Se trata de un comportamiento farisaico que es el sedimento del cristianismo burgués. Aquel que olvida que el “Amor no es amado” y que le debemos nuestra –pequeña– oblación para tener algo que ver en su Reino.   

*MurilloEl retorno del hijo pródigo, Washington D. C., National Gallery of Art.

martes, 19 de octubre de 2021

¿Por qué queremos tanto a César?

 

¿Por qué queremos tanto a César?

Un acercamiento al icónico vate César Vallejo



En 1963, el monje cisterciense y afamado crítico literario norteamericano Thomas Merton afirmó que César Vallejo era “el más grande poeta católico desde Dante”. Esta afirmación podría sorprender a muchos, pues es conocida la activa militancia comunista del poeta. Aquella lo llevaría a visitar dos veces la Unión Soviética, para luego ensalzarla con libros como «Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin» y «Rusia ante el segundo plan quinquenal». Testimonios de su fe en el marxismo serán, también, sus colecciones de ensayos «Contra el secreto profesional» y «El arte y la revolución», y sobre todo su actividad propagandística a favor del gobierno republicano, un apéndice de la URSS en los últimos años de la Guerra Civil Española. Sabemos también que al final de su vida vivió de espaldas a cualquier culto, emancipándose de la moral cristiana. Conviviría con algunas mujeres hasta casarse –civilmente– con la última de ellas, Georgette Philippart. Mujer afectada gravemente en su salud por haberse sometido a múltiples abortos inducidos a instancias del propio Vallejo, según su amigo y confidente Juan Larrea. Así pues, ¿es posible afirmar que Vallejo es un poeta católico? ¿Qué es lo católico, en suma? Quizás la respuesta la tenga el propio Merton, quien afirmó que por católico quiso decir “universal”.  

Humildemente, me atrevo a afirmar lo mismo que Merton. Vallejo es el poeta católico por excelencia en estos tiempos en los que, a diferencia de los de Dante, la cultura resiente y abjura explícitamente de Cristo. Como clarividente señalaran Nietzsche y Feuerbach –profetas contemporáneos– «Dios ha muerto» para nuestra mentalidad porque el secularismo lo ha matado, y ahora «el hombre no tiene más Dios que el hombre». Vivimos pues en una época en que los grandes artistas, como nuestro “cholo inmortal”, cultivan el amor por la Belleza Eterna a pesar de sí mismos y de sus almas, atormentadas por los cantos de (las) sirena(s) de la modernidad; en una época en la que de la Belleza solo quedan ruinas o lamentos. No por nada la obra cumbre de la poesía contemporánea –junto con «Trilce» y los «Cantos» de Pound– se titula «The wasted land», texto en el que T.S. Elliot canta –cual nuevo Jeremías– a la desolación del orbe y los pequeños rastros de Dios que aún relumbran en él. Hablando de esa dolorosa contradicción y el ansia de eternidad –mutilada en nuestro tiempo– otro buen poeta, Octavio Paz, diría que la vena y vocación tradicional y cristiana de Vallejo contrastaban –y hasta cierto punto complementaban– su radicalismo político y poético.

 

Catolicismo o comunidad de amor y dolor.

Hegel conceptualizó al cristianismo en su «Fenomenología del Espíritu» como la doctrina de la “conciencia infeliz”. El término alude al estadio histórico en el que la humanidad adquirió una noción de plenitud y universalidad del sufrimiento humano, y de su necesaria comunión. Se trata de una definición acertada. El cristianismo exalta en la figura del Cristo Redentor el valor pleno del dolor. Aflicción que es efecto del pecado, y que, ya transfigurada por el padecimiento de Cristo –quien le dio sentido con su Holocausto– se convierte en fuerza liberadora del cosmos cuando la humanidad la acoge y experimenta con plena conciencia. Vallejo, asimiló en las serranías de Trujillo toda la intensidad de este paradigma cristiano, y desarrolló su poética hurgando las entretelas del dolor metafísico, concibiéndolo como el punto de partida para la liberación del hombre. Sin embargo, la cultura de su época le imposibilitó creer en el viejo y pobre Cristo de sus abuelos indígenas. La modernidad con su voz unívoca proclamó la “superación” de la religión y el triunfo de la humanidad. Vallejo, sin desligarse del todo de sus orígenes se sumergió en aquella visión hegemónica de los círculos intelectuales y artísticos de su época. Paradigma que por entonces (aún la Humanidad no habría apurado el cáliz del totalitarismo hasta las heces) se insinuaba la correcta.

 

La redención por el amor, ¿cuál amor?

En su famoso poema «Masa» Vallejo proclamaría la derrota de la muerte y del dolor –victoria que los cristianos atribuimos al sacrificio de Jesús– a la comunión filantrópica de la humanidad:

 

«Al fin de la batalla,

y muerto el combatiente, vino hacia él

 un hombre

 y le dijo: ‘¡No mueras, te amo tanto!’

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo […]

 Entonces todos los hombres de la tierra

 le rodearon; les vio el cadáver triste,

 emocionado;

 incorporóse lentamente,

abrazó al primer hombre; echóse

a andar...»

 

En él resuenan ecos del texto de Elizabeth Chaney (1859) sobre la redención por el Amor doliente en la figura de Cristo:

«Cuando en torno el silencio me recubre

en las horas del día o de la noche,

resuena un grito que me pone tenso,

clamor que rueda de la Cruz del Monte.

La vez primera que me hiere, vuelo,

Ansioso busco, y sólo encuentro un Hombre

En congojas de Cruz.

‘Te voy a liberar de tus horrores’

Le grito, y corro a desclavar sus pies.

Mas al punto su voz me sobrecoge:

‘¡No! Déjame en la Cruz.

Cuando todos los hombres,

Las mujeres, los niños,

A mis pies se congreguen, solo entonces

Me podrán desclavar’ […]

Y escucho: ‘Vete, tierra y mar recorre,

Y di a todo mortal en tu camino:

¡En la Cruz pende un Hombre!’»

 

Para Vallejo el Amor Redentor no es una persona, es una idea vaga, romántica. A la manera de Feuberbach, proclama “Si Dios es amor, el amor es Dios”, entendiendo a este un sentimiento o tendencia a la unidad de la humanidad, más que una relación concreta. Cualquier “religión” o modo definido de entender al Amor sería un obstáculo pues dividiría a la humanidad en diferentes “visiones” sobre éste. Para Feuberbach –como para Vallejo– lo único que cabe es el sentimiento. «El Amor une, la religión divide», repetirá. (Visión del “Amor” en la que insiste Gustavo Gutiérrez en su «Teología de la Liberación», para desmedro de la figura del crucificado). 

 

El hombre que no podía creer.

Vallejo, pues, encarna la imagen por excelencia del hombre contemporáneo. Aquel que es atravesado por los dolores que aquejan a todo individuo que se atreve a contemplar en plenitud la fragilidad de la condición humana; pero cuya angustia es más acuciante pues no encuentra a Dios para hacerle frente, para hacer fructífero ese dolor comunitario. Se le ha negado el creer. Ante ello, y como muchos de los hombres de su tiempo, volvió la cara a la Utopía, esa que prometía llevarlo a la nueva tierra prometida secularizada, la de la perfección del hombre por el hombre, por la ciencia, por el Estado, por la ideología. Vallejo, considero sin embargo, fue lo suficientemente lúcido para no fiarse mucho de aquellas promesas que solo hacen nido en los necios. Él, al fin, tuvo como único refugio verdadero a la poesía, desde la cual clamó –a la vez que creó– la unidad y redención de la humanidad por sí misma, aunque sea por un instante, en un papel. Lirismo colmado de nostalgia por la redención a la manera de Cristo, tal como la conoció en su lejano y querido Huamachuco.