jueves, 1 de noviembre de 2018

Épica y lirismo: Doctor Zhivago


Épica y lirismo: Doctor Zhivago, de David Lean.
David Lean: Doctor Zhivago. Metro-Goldwyn-Mayer, EEUU, 1965, 197 min.



Stalin alguna vez dijo: «Un hombre muerto es una tragedia; un millón de hombres muertos son estadística». En esta frase el líder soviético condensó el nuevo espíritu con el que el comunismo quería transmutar la realidad. Así pues, según las severas pautas del materialismo dialéctico la individualidad debía ser inmolada a la «historia» y su irremediable progreso. La utopía, la más cruel de las sirenas de la modernidad, había de cautivar con su canto –falaz y espantoso, pero aparentemente bello– a toda una generación que pretendió el sacrificio propio y del prójimo por la construcción de un mundo perfecto. Todos querían la evolución de la sociedad a marchas forzadas, aunque en ello se les fuera la vida a pueblos enteros. En medio de ese trashumar demoniaco, los policías del espíritu a fuerza de miedo y propaganda se encargarían de hacer monstruosa la imagen del antiguo régimen, para que todos se cuidaran de ansiar dar vuelta atrás. Sin embargo, siempre hubo almas elevadas que se enfrentaron a la masa enloquecida, al leviatán. Esta breve reseña da cuenta de un personaje que las encarna.

«Doctor Zhivago» (1965) es una película de David Lean, basada en la novela homónima del consagrado poeta Boris Pasternak; obra censurada en la URSS y aclamada en occidente, en dónde alcanzó el Nobel de Literatura. Ella da cuenta de la vida de un médico y poeta, Yuri Zhivago, quién se aferra a la búsqueda de la belleza en un mundo cada vez más inhumano: la Rusia en el caos de la revolución bolchevique. De una factura soberbia, la película de Lean constituye, sin duda, una obra maestra de la cinematografía. Se puede resaltar entre muchos de sus aciertos, su soundtrack, a estas alturas clásico; un vestuario y escenografía cuidada al detalle; la actuación inolvidable de Omar Shariff (como Zhivago) y Julie Christie, entre muchos otros secundarios de lujo. Pero por sobre todo la cinta destaca por su maravillosa cinematografía, aquella que destaca por sus hermosos colores y tomas, como por el uso de transparencias al estilo de Max Ophülus. Hablamos de una película que, magistralmente, conjuga los dos géneros por excelencia: en el trasfondo resuenan los timbres épicos de la gran zaga del pueblo ruso en 1917, pero sobre todo en ella vibra el lirismo evocado en cada escena, cada encuadre, cada combinación de tonos. Lirismo que se orienta a describir, con gran acierto, la sensibilidad del protagonista.

Esta especial oposición entre épica y lírica que se advierte de la composición cinematográfica, también da cuerpo y sentido al argumento y la trama en sí. Doctor Zhivago es el sublime canto al triunfo de la individualidad y sentimiento encarnado en el poeta intimista; aquel cuya emoción es desbordante y que refulge en armonía a la belleza del paisaje (algo que sólo la excepcional actuación de Omar Shariff podía expresar), mientras lucha contra la Historia que amenaza con fracturarlo mediante un sinfín de infortunios. Se nos evidencia, así, la supremacía de la lírica sobre la épica; del individuo sobre la masa, de la poesía sobre la historia; del espíritu sobre la materia. Una frase de la propia película, en boca de un comisario político bolchevique, refiere esta confrontación: «La vida privada ha muerto en Rusia», referirá. Ante ella, Zhivago no sólo callara, sino que hará de sí mismo la prueba viviente del equívoco de esa consigna. Como un mártir, vivirá a plenitud su singularidad, haciendo imposible las perversas pretensiones del régimen. Luego, el soberbio aparato de represión y violencia se mostraría impotente ante un solo hombre; íntegro a pesar de la tortura y la amenaza.

«La muerte de la subjetividad» constituía el ideal más cruel y delirante del bolcheviquismo, el que pretendía acabar con la humanidad que habita en cada individuo en pos del «futuro». Nuestro personaje, como víctima expiatoria se enfrentaría al engranaje totalitario, a la prostitución y alienación definitiva, a la colonización del alma por la supuesta «conciencia de clase» (que más bien opera como el vaciamiento de la conciencia en pos del poder desencarnado). La poesía había vencido, finalmente, al eslogan estúpido y masificado.

A estas alturas, en casi todos los rincones del mundo, el comunismo –ese gigante con pies de barro al que la mayoría adoró cual otro Baal sangriento– ya ha caído. Sin embargo ya estaba muerto en el alma de los hombres verdaderamente libres. La muerte de Yuri Zhivago, en la secuencia final de la película, es elocuente en este sentido. La felicidad embarga al poeta a pesar de la adversidad, ya que es capaz de vivir con plenitud la humanidad y no habita en su obsceno remedo: la ideología. Zhivago será un personaje que prefigurará a otros grandes artistas e intelectuales que fueron los verdaderos verdugos del comunismo: Solzhenitsyn, Sofía Petrovna, Joseph Brodsky, Sajarov, Yuri Daniel, Siniavski y el propio Pasternak. Recordemos que fueron un puñado de escritores los que, a pesar de la persecución y el asesinato, sigilosamente consumarían la caída de ese monstruo hueco. Aquellos quienes no se atemorizaron al pasear, cual nuevos dantes, por las regiones infernales, pues tenían la luz de la humanidad que resplandece en el interior de los hombres de buena voluntad. 

martes, 7 de agosto de 2018

En los confines de la conciencia humana: Los gritos del silencio

En los confines de la conciencia humana: Los gritos del silencio, de Roland Joffé.
Roland Joffé: The Killing Fields, Goldcrest, International Film Investors, Enigma Productions. Reino Unido. 1984. 141 min.



No hay lugar a dudas: estamos en un tiempo de rankings. Tenemos listas para todo: restaurantes, universidades, y centros nocturnos; hemos sopesado y clasificado a artistas, papas y reinas de belleza; tenemos a nuestra disposición escalafones sobre creencias, maravillas y perversidades. Más allá de comentar esta manía moderna de contabilizar –y por ende, controlarlo todo–, y que resume bien ese espíritu prometeico que ha impulsado al hombre a reemplazar a Dios; en esta oportunidad también echaré mano de un «ranking», uno de los más oscuros pero a la vez más reveladores de todos. Uno que, quizás, nos quite la manía de contar, pesar y dividir; potestad que, como se relata en el Festín de Baltazar, sólo pertenece a Dios por entero.

Si uno navega con cuidado por la red, tropezará con particulares listas, muchas de ellas respaldadas por estudios demográficos serios, en las que se da cuenta de los mayores genocidios de la humanidad. En ellos el comunismo se lleva el galardón, ya que los más grandes holocaustos humanos se han realizado sobre sus altares, sacrificando más de 150 millones de personas al «dios» de la igualdad y justicia social. Según muchos, la matanza más grande de la historia se dio 1949 y 1961 y que llegó a su auge con el «Gran salto adelante». Este utópico proyecto, concebido por Mao Tse Tung, se llevó aproximadamente 50 millones de almas en procura de la industrialización forzada que convertiría a China en el paraíso en la tierra. En segundo lugar, y por un margen muy corto, encontramos a otro campeón comunista del genocidio: Josif Stalin. Él sería responsable de 16 millones de personas asesinadas en el periodo que va desde 1932 a 1933, llamado Holomodor o «Gran genocidio ucraniano», otra gran política de industrialización forzada y reingeniería social. Además bajo su régimen morirían al menos 20 millones de personas en los gulags o campos de concentración, normalmente opositores políticos o miembros de etnias disidentes como los kazajos. El tercer puesto se lo lleva el muy conocido, pero igual de cruel e infame genocidio nazi, que exterminó racional y metódicamente a doce millones de personas.

Este catálogo de horrores, (que no por nada inicia en 1793 con el primer genocidio de la historia, registrado en La Vendeé, Francia, e iniciado por el gobierno de la Revolución Francesa), tiene dos factores en común. Características que configuran a un genocidio. El primero: una organización que planifica, desarrolla y perfecciona mecanismos sistemáticos con el objetivo de exterminar a una población determinada. El segundo: la consigna que esa eliminación de un grupo humano será necesaria para lograr la mejoría radical de la humanidad en términos materiales. Estamos pues frente a la utopía en toda su dimensión: la secularización de la esperanza cristiana de un mundo de plena felicidad, devenido paraíso terrenal que –según los genocidas– se realizará irremediablemente aquí y ahora para el bien del hombre. Hablamos también de un actuar sofisticadamente racional, y que nada tiene que ver con la explosión pasional o afectiva de un asesinato vulgar. Confrontémonos así frente a los frutos amargos de la razón desacralizada, omnímoda y autoreferente.

No obstante este breve recuento, escrito con vergüenza y consternación, es imprescindible recordar uno de los genocidios que, si bien no destacan en el top por sus –aparentemente– menores números, es unánimemente reconocido como el mayor genocidio jamás ocurrido, si se habla de cifras proporcionales. Hablamos del holocausto camboyano, desarrollado entre 1975 y 1979 por el líder maoísta Pol Pot, y retratado muy prolija y emotivamente por «The Killing Fields» (1984), cinta de Roland Joffé. Película que sobria y adecuadamente relata el episodio más oscuro de la humanidad: en menos de cuatro años el jemer rojo –partido comunista camboyano– exterminó al 25% de la población total de Camboya, es decir a 3 millones de personas.

¿Creyente, alfabeto, comerciante, profesor, prostituta? Es suficiente para ser condenado a muerte en el régimen de Pol Pot. ¿Tiene anteojos o manos sin callos? Una razón más para ser desechado del paraíso campesino que los jemeres rojos estaban forjando en las selvas de Indochina. Era el año cero: la semana ahora tenía diez días. Estaba prohibida la moneda y las ciudades debían ser abandonadas. Todo vestigio del pasado burgués debía ser borrado. La vigorosa mente de los campesinos –los únicos que tenían la razón según esta versión del marxismo– es la que debía guiar el camino para la aparición del nuevo mundo. Sin embargo Pol Pot y la mayoría de sus secuaces no eran campesinos (con singular coincidencia con lo que pasaría con Sendero Luminoso), eran más bien profesores universitarios, formados en Francia. Sin embargo este insignificante dato no era obstáculo para decretar el nacimiento de una nueva sociedad enteramente justa, que lideraría la revolución mundial.

Pol Pot era maoísta, y quiso replicar lo intentado por su maestro en tiempo record. Si Mao fracasó en industrializar China en una década, Pol Pot buscó hacerlo en cinco años. Para esto tuvo que llevar a los camboyanos al límite, haciéndolos trabajar hasta la muerte en arrozales. Con los ingresos industrializaría Camboya. Por su parte, en esos cinco años se re-crearía la sociedad, haciendo surgir una «conciencia campesina». El propio Mao se sorprendería de la radical apuesta de Pol Pot.  Era la reingeniería social a la que nos tiene acostumbrados la izquierda, pero en su versión máxima. No se hizo con la sofisticación alemana del gas Zyklon, el machete era el arma preferida, pero la organización del partido hizo de esta arma rudimentaria algo altanamente eficiente.       

Afortunadamente para nosotros hubo testigos que escaparon a la masacre. Uno de ellos fue el reportero camboyano Dith Pran. Luego de vivir el infierno, escaparía del régimen de terror comunista, para después describirlo vívidamente en su autobiografía. En ella se basa enteramente «Los gritos del silencio», haciéndonos vivir esta pesadilla sin perder la esperanza que palpita en el ser humano, y que ninguna ideología podrá destruir. Los gritos del silencio es pues, además de un valiente testimonio sobre un acontecimiento poco conocido, un canto a la humanidad; a aquella que se alza a pesar de ella misma. Un filme imperdible y que –al igual que cintas más recientes como «First They Killed My Father» (2017), dirigida por Angelina Jolie y disponible en Netflix– nos ayuda a comprender en toda su dimensión la vileza y grandeza humana.    

miércoles, 18 de abril de 2018

Corazón Gigante y puños de acero: Banana Joe, de Steno.


Corazón Gigante y puños de acero: Banana Joe, de Steno. 
Steno: Banana Joe. Derby Cinematografica, Lisa Film GMBH, Italia, 1982. 92 min.



La tan mentada crisis política que atraviesa el país me trae a memoria la expresión «República Bananera», un apelativo que nos queda como pintado desde hace casi dos siglos. Corrupción, ineptitud en la administración pública, informalidad, burocracia kafkiana; todo esto enmarcado en un impresionante vergel de exuberantes recursos y fabulosos paisajes en los que destacan –siempre al fondo de la escena– inmensos árboles de plátano. Regiones en las que el buen humor y la «resiliencia» –insoportable palabreja de origen inglés– nunca se pierde: siempre habrá en ellas una ocasión para celebrar que el caos luciferino, en medio de un paraíso tropical, no puede ser tan malo. El sopor producido por un calor omnipresente y el infaltable aguardiente (sea cachaça, ron, pisco o mezcal) impedirán conocer la desventura en su total magnitud. Los alegres ritmos de sus tierras, a semejanza de los sonidos producidos por vistosas aves o peculiares mamíferos, renovarán el ánimo de quien ya dobla el cuello oprimido por los precariedad cotidiana; alguien que desentumeciendo sus cansados músculos en el baile –si es más exagerado, mejor– estremecerá con garbo un traje de lino blanco y un sombrero panamá ante la atenta mirada de una pizpireta dama, verdadera fruta prohibida en este redivivo Jardín del Edén. 

Existe una película que puede definir mejor este peculiar tipo de nación. Se trata de una modesta pero bien lograda película en la que el entretenimiento está asegurado. Más allá de su aparente simplicidad, pues se le podría catalogar como una «cinta menor», en cada cuidado detalle podemos encontrar un mensaje que describa coherentemente a una República Bananera. Nos referimos a Banana Joe (1982), clásico de las matinés televisivas a inicios de los 90’, y que –entre otras muchas memorables cintas del corpulento Bud Spencer– fueron la delicia de toda una generación con sus grandes dosis de humor y de porrazos. Dirigida por Steno (Stefano Vanzina), prolífico realizador italiano de comedias ligeras, rodada íntegramente en la selva colombiana, e interpretada por Carlo Pedersoli (más conocido como Bud Spencer), esta película es digna de ser calificada como una de las más memorables de un género caracterizado por la violencia ingenua y bufa, y que la dupla Bud Spencer/Terence Hill llevaría hasta su cima.

No obstante, esta cinta ofrece algo más que los típicos héroes burlescos del spaghetti western clase b, luego que este sub-género fuera reinventado por Enzo Barboni a mediados de los setenta. Ella, con un desenfado que nunca degeneraría en sátira ácida u ofensiva, bosquejaría una caricatura ingenua pero a la vez extremadamente realista de nuestras tropicales miserias latinoamericanas. Así pues, gracias a su arte ante nuestros ojos discurrirán imágenes tan comunes como dolorosamente ridículas: oficinas públicas atestadas de gentes esperando el fin de su interminable trámite; funcionarios que desconociendo los procedimientos inventarán un y mil requisitos innecesarios o derivarán el caso a una ventanilla en la que tampoco nadie sabe nada; el precio del banano será fijado por una carrera de camioneros en la que la mafia del plátano –siempre en contubernio con el gobierno– pondrá una o mil trampas; operaciones financieras y transacciones multimillonarias serán autorizadas por una jugosa coima, siempre en contra –eso sí– de los intereses de la población.

Sin embargo, por el contrario de estas pequeñas tragedias de cada día, la película exaltaría el carácter pacífico, alegre y desvergonzado de los habitantes de este caótico rincón del orbe, quizás en una suerte de alabanza a quienes viviendo de espaldas a la civilización gozaban de la inocencia primordial de nuestros primeros padres; algo parecido a lo que Rousseau llamaría el «buen salvaje». Joe, apodado Banana, será quien encarne a esta alma pura nacida en medio de la frondosa vegetación. Un corpulento comerciante de plátano que tiene por hijos a una pandilla de muchachitos abandonados.  Él, al saber incautado su bote por presión de la mafia local, se enfrentará a la odisea de convertirse en ciudadano. Así pues, luego de ser detenido por no tener permiso de navegación fluvial y de ser rechazado de la estación policial por no tener documento de identidad; de la oficina del alcalde por no tener partida de nacimiento; de la oficina de registro civil por no tener partida de bautizo; buscará ser un «alguien de papel» en la sociedad acudiendo a la Iglesia, enlistándose en el Ejército, obteniendo un trabajo ingrato mientras su familia vivía estrecheces por no tenerlo cerca.

A pesar de las iniquidades sufridas, Joe quedará finalmente saciado de justicia –y por efecto de la katarsis fílmica también todos nosotros– luego que a mamporrazo limpio se deshaga de la retahíla de parásitos gubernamentales y mafiosos de guayabera que se interpongan en su camino. Uno de los happy end más gozosos de la historia del cine, en el que por obra y gracia de la ficción quedamos vengados de las lacras del tercermundo. Todo esto mientras resuena el también ingenuo, pero excelente tema del film compuesto por Guido y Maurizio De Angelis, que narra a manera de cantar de gesta las hazañas de Joe, nuestro héroe «natural».

jueves, 1 de marzo de 2018

Tratado de desesperanza: La fièvre monte à El Pao


Tratado de desesperanza: La fièvre monte à El Pao, de Luís Buñuel. 
Luís Buñuel: La fièvre monte à El Pao. Terra Films, Cormoran Films, Fimex S.A; México/Francia, 1959. 97 min.



En más de una ocasión a lo largo de su pontificado, el Papa Francisco ha venido reflexionando acerca de la necesidad de recuperar la esperanza, especialmente de cara a estos difíciles últimos tiempos que nos han tocado vivir. No por nada su reciente viaje a Latinoamérica –y en el que se incluyó a nuestro país como destino– tuvo como lema y motivo a esta virtud cardinal, quizás más incomprendida que la fe y el amor, y por lo tanto más desatendida ¿se trata simplemente de un lugar común en el discurso del Sumo Pontífice? ¿Estamos tan solo frente a un tópico religioso repetido hasta el hartazgo y por lo tanto carente de valor?

En esa línea, es que nos atrevemos a afirmar que esta discusión resulta vigente y hasta urgente. Uno de los problemas fundamentales de la modernidad, considero, radica en la distorsionada comprensión de la esperanza. Ya desde sus orígenes en los siglos XV y XVI, el moderno ha oscilado entre la profunda desconfianza (algo iniciado por Lutero y su pesimista visión de la gracia, y acentuado por el calvinismo y jansenismo subsecuente), y la ingenua supervaloración del hombre (encarnada en el optimismo humanista e ilustrado). Como un adolescente, el ser humano oscila entre una actitud de descreimiento y nihilismo, y una postura de autosuficiencia y envanecimiento que linda en la locura. Frente a esta angustiante dicotomía, la esperanza cristiana –afirmada únicamente en Dios Todopoderoso– inspira al hombre una saludable confianza en sí mismo, no por sus cualidades o capacidades, sino en razón –y como reflejo– del infinito amor que la Divinidad manifiesta a su creatura (situación que explica porque Dios nos ama a todos por encima de nuestras diversas limitaciones). Es así que esta visión de la esperanza –la primera en el tiempo, y la más excelsa– impide que el hombre caiga en el desasosiego del que observa con claridad sus mezquindades y nimiedad frente a la  perfecta creación; a la vez que previene cualquier falsa ilusión de superioridad fruto de la autosuficiencia.   

Uno de los más grandes artistas del pasado siglo, alguien quien aprovechara el desconcierto y la tensión de vivir en el cruce de dos tradiciones contrapuestas –la cristiana y la moderna– para producir una avalancha de imágenes provocadoras y bellas, sabía muy bien de lo que estamos tratando. Se trata del director aragonés Luis Buñuel, el iconoclasta hombre de paradojas y refinadas extravagancias. Suscrito inicialmente al surrealismo, movimiento que le permitió expresar su desprecio por los dogmas modernos del racionalismo heladizo, el cientificismo estéril y del igualitarismo quimérico, se enfocó como reacción en lo absurdo como si se tratase de una suerte de atalaya del alma. Renegando de la religión del progreso, del éxito económico y de la utopía social, no retomó los valores católicos tradicionales de la España en que nació (so riesgo de ser tildado de reaccionario y oscurantista). No obstante esto, su obra se puede describir como una permanente búsqueda religiosa.  Las alusiones explícitas e implícitas al catolicismo son prueba de este tortuoso –aunque visualmente fructífero– camino de una conversión que nunca ocurrió, tal vez porque el muchacho que creció bajo los redobles de las procesiones de Semana Santa en su Calanda natal, nunca pudo desapegarse del todo de la conciencia moderna de su época. A la luz de esto podemos entender porque para Manuel Alcalá «la verdadera crisis religiosa de Luís Buñuel no es quizás una crisis de fe; es una radical falta de esperanza»[1].    
De entre las numerosas películas rodadas por Buñuel, resalta una que –sin ser de las mejores, peores, o más conocidas de su producción– destaca por su buena factura y por su «accesibilidad» al público, pues se trata de un film con el que cualquiera se podría aproximar a la obra de este gran realizador. Hablamos de «La fièvre monte à El Pao» (1959), una producción franco-mexicana protagonizada por la inolvidable María Félix y por Gèrard Philipe, célebre actor francés quien moriría ese mismo año.

La cinta trata la historia de Ramón Vázquez (Philipe), un joven soñador que funge como funcionario penitenciario en un país sudamericano sometido por una «dictadura tropical». Las circunstancias del destino harán que Ramón inicie una una relación amorosa con Inés Rojas (María Félix), la viuda del gobernador de El Pao, isla-prisión donde son sistemáticamente desterrados los opositores al régimen. Este prometedor estudiante de derecho embebido por nobles ideales (y que ahora sería un activista ONGero, militante por los Derechos Humanos o un firme defensor de todas las minorías existentes) emprenderá una cruzada para mejorar las condiciones de vida de los presos políticos, aplicando la legalidad con moderación y hasta con dulzura. Para ello arrastrará en su cometido a la bella viuda, totalmente enamorada de Ramón y deseosa de redimir su pasado de infidelidades y frivolidad. Nada podía ser mejor, sin embargo, poco a poco la nobleza de los dos héroes se empañará progresivamente –gracias a la maestría narrativa de Buñuel– dejándonos ver lentamente toda su miseria y ambición. Así pues, para lograr su ilustre objetivo, Ramón echará mano progresivamente de medios cada vez más cuestionables, lo que al final de cuentas provocará más daño del que quiso sanar. La «obsesión» por sus ideales lo llevará a sacrificar a sus aliados, amigos e incluso al objeto de sus preocupaciones: los presos políticos. Las ideas y las teorías serán en definitiva más importantes que la propia gente en la que se inspiran. El filántropo luchador y su amada correrán, finalmente, la misma suerte que muchos otros de su especie: se mostrarán simplemente como vulgares juguetes del amor propio, disfrazando de caridad lo que en verdad resultaba pura vanidad.

Es así que en esta, como en otras películas («Nazarín» (1959), «Viridiana» (1961), etc.) Buñuel renegará de la opinión generalizada que –desde Rousseau– impera. Se opondrá, luego, a aquella máxima liberal que afirma la «buena naturaleza y voluntad» innata al hombre (y en la que, por otro lado, se funda la democracia, el libre comercio y la libertad de expresión y culto). El director español nos presenta por contrario, y descarnadamente, al ser humano como un animal egoísta y ambicioso, que disfraza de buenas intenciones su apetito de poder y lujuria… una visión pesimista pero que sin ser enteramente cierta tiene mucho de verdad, al enfrentar la opinión dominante sobre la «inmaculada concepción del hombre» y la «tendencia automática al bien» que se popularizara desde la Revolución Francesa. Esto lo sabía bien Buñuel, estudiante jesuita que aprendiera –sin quererlo quizás– en las meditaciones de san Ignacio de Loyola sobre la libertad y la naturaleza humana; escritos en las que se insiste tanto sobre la tendencia al mal que experimenta todo hijo de Adán, como del camino de salvación posible mediante la constante confrontación de la propia voluntad con la de Dios. Al parecer esta última parte de los «Exercicios Espirituales» –la más importante sin duda– no fue bien asimilada por el rebelde director. A pesar de ello, en esta y en otras películas, Buñuel afirmará –inconscientemente– una conciencia ética cristiana, sin maquiavelismos del tipo «mal necesario» (tan afecto a muchos votantes peruanos). Señalará, por último, como único camino del desarrollo de la humanidad, no alguna militancia basada en una teoría esquiva e inhumana, sino a la contienda interior –cotidiana y personal– por el desapego de las pasiones mediante el sacrificio y la contemplación.
   




[1] ALCALÁ, Manuel S.J. (1973) Buñuel, Cine e ideología. Madrid. p. 92, s.