martes, 21 de abril de 2015

Entre el cine y la agenda: El código Enigma

Entre el cine y la agenda: El código Enigma, de Morten Tyldum
Morten Tyldum: The Imitation Game. Black Bear Pictures, Bristol Automotive. RU, USA. 2014. 113 min.



No existe –ni de lejos– arte inocuo. Muchas veces la ideología, los intereses y la política empapan el écran con su particular perspectiva haciendo del celuloide algo más que un simple pasquín. No obstante no hay que pecar de injustos. Obras maestras de la propaganda han sido y serán obras maestras incluso del arte en general, más allá de la nefasta ideología que pudieran sostener. Así pues, nadie podrá negar los méritos estéticos de Leni Riefenstahl, cineasta favorita del régimen nazi, y directora de cintas tan importantes como “El triunfo de la voluntad” (1935) u “Olimpia” (1938); de igual forma ningún film ha sido tan odiado por su contenido, como a la vez alabado por sus logros técnicos como “El nacimiento de una nación” (1915), la mayor apología que hasta la fecha se ha rodado sobre el racismo y sobre el Ku Kux Klan en particular; finalmente, una de las más bellas películas jamás realizadas no hubiera podido existir sin que la propaganda soviética le hubiese dado a luz: “Acorazado Potenkim” (1925).  Sin embargo, una golondrina no hace verano, y de las toneladas de carretes rodados con fines proselitistas tan sólo unos cuantos rollos debieran ser salvados del fuego enmudecedor. En fin, el arte –y aún más, el cine: arte de masas por excelencia– puede y se ha prestado al juego perverso de hacer sublime lo más vil. El cine será pues, como tan bien ha graficado Tarantino en “Bastardos sin gloria” (2009) un arma de las más peligrosas.

El año pasado la agenda ideológica –tan necesaria de tener en cuenta justamente por lo encubierta que está– dio la pauta con una serie de cintas basadas en una serie de eslóganes. ¿Y qué es un eslogan?, valdría la pena preguntar: es una idea, frase u opinión sin sustento, o basada en un aparente pero defectuoso razonamiento, y que por su arrastre mediático mantiene la apariencia de verdad incontrovertible o de evidencia palpable. Es, en fin, el dogma de estos tiempos signados por el marketing y demás disciplinas del condicionamiento conductual. Cada día nos enfrentamos a miles de eslóganes y a los medios que los reproducen. A veces los resistimos con algo de suerte, otras tantas sucumbimos y tragamos el anzuelo, repetiendo de paporreta el discurso prefabricado que ponen en nuestros labios. El 2014, en particular, la industria cinematográfica norteamericana ha hecho alarde de estos bien aceitados mecanismos. Además de cintas de evidente contenido propagandístico a favor de la minoría negra y de los derechos civiles como “Selma” (2014); y del nacionalismo republicano más ferviente en el caso de “El Francotirador” (2014) –películas que, por otro lado, atenuaron su carga ideológica mediante su buen desempeño artístico– dos cintas candidatas al premio a Mejor Película sacaron a relucir viejos estereotipos sobre la supuesta irreprochabilidad ética de los científicos, sólo por poseer el carácter de tales. Nos referimos a “La teoría del todo” (2014) y a “El código Enigma” (2014).     

A pesar de las diferencias que median entre ambos films, un común denominador o ‘leiv motiv’ permanecerá subyacente en la trama de cada una de las dos obras. Eso es lo que precisamente llamamos “el discurso”, es decir el soporte ideológico o la moraleja que pretende proyectar cada película sin que podamos siquiera advertirlo. En las dos cintas observamos como tres elementos se configuran en una suerte de “trinidad” de ideas dispares, pero por acción de la técnica cinematográfica parecerán que mantienen una esencial relación: Nos referimos a ‘la investigación científica, ‘la libertad’ y ‘la bondad’. Así pues según “El código Enigma”, Alan Turing, un eximio matemático altamente obsesivo, presuntuoso, prepotente, prejuicioso y muchas veces cruel será elevado a la categoría de santo  simplemente por el hecho de ser un destacado científico, haber ensanchado las fronteras de la técnica, y en último caso y de manera indirecta –he ahí el truco– haber contribuido al fin de la Segunda Guerra Mundial. Vemos pues, según el derrotero de la película, cómo una persona puede ser considerada ética por criterios no-éticos. En “La teoría del todo”, por su parte, ocurrirá algo similar: Stephen Hawking, a pesar de haber llevado una vida inmoral para el común de las personas (adúltero, prepotente, manipulador, y tan egocéntrico y egoísta como Turing) será automáticamente librado de toda culpa simplemente porque el demiurgo cinematográfico y su particular lógica entenderá –y reproducirá– que cualquier hombre consagrado al conocimiento técnico se encuentra por encima del bien y el mal, sus decisiones serán las únicas libres por estar por encima de cualquier creencia que no sea la científica, y que por lo tanto se encontrará en una posición superior a la de cualquier hombre u ética convencional. La última escena –además de ridícula– puede dar cuenta de la precariedad de este razonamiento: los hijos abandonados por Hawking luego de involucrarse y dejarlos para vivir con su enfermera; su propia ex esposa abandonada por aquel déspota – tal como ella misma lo llamaría en su autobiografía– luego de haber sacrificado los mejores años de su vida por él; y la nueva pareja de su antigua mujer y buen amigo de Hawking, irán de la mano y muy felices a recibir el premio que la reina de Inglaterra le otorgaría por sus logros científicos; todo en una secuencia de paz y afabilidad celestial que será la envidia de cualquier familia convencional.

Más allá de lo evidentemente tendencioso de estas dos producciones y de sus manifiestas falacias, cabe rescatar otro hecho. Mediante ambas cintas se ha querido apuntalar en los espectadores la idea de una supuesta incompatibilidad esencial entre el espíritu científico, a quienes los directores presentan como siempre libres, críticos y espontáneos, y la existencia de una moral universal o creencia religiosa. Basta ver los ejemplos de los científicos que han sido abordados por cada una de las cintas: Hawkings, el ateo arquetípico y más mediático de la comunidad científica; y Turing, oscuro y contradictorio científico, canonizado en estos últimos tiempos por los sectores liberales dada su supuesta tendencia homosexual. Así pues, ni por casualidad se ha pretendido abordar la vida de reconocidos científicos creyentes o militantes como el Monseñor Georges Lemaître, quien postuló la teoría del Big Bang, Blaise Pascal, Louis Pasteur, Guillermo Marconi, entre muchos otros.

La agenda y el cine, una vez más se darán la mano mediante la producción de obras que mediante la eficacia formal y visual –Deus ex machina– pretenden validar ciertas ideas o posturas morales mediante el sentimentalismo; ideas que, por otra parte, se desplomarían ante la primera prueba que les hiciera la razón. Lamentablemente, una imagen vale más que mil palabras –o buenas razones– y una vez más estaremos ante el peligro de la incubación de eslóganes.

Curiosamente, y ya en el plano formal, dos cosas también distinguirán a ambas cintas: su calidad residirá únicamente en la acertada interpretación de sus protagonistas –Benedict Cumberbatch haciendo las veces de Turing; y de Eddie Redmayne, más tarde ganador del Oscar, como Hawking–; además de la mediocre producción y pobre dirección artística o histórica que poseen ambas películas.