lunes, 27 de septiembre de 2021

El mártir de la Guerra Civil Española que vivió entre nosotros

 

El mártir de la Guerra Civil Española que vivió entre nosotros

A propósito de la entronización de Fray José Luis Palacio Muñiz en el templo de Santo Domingo de Arequipa.

 


Las Sagradas Escrituras, en el pasaje de Elías en la cueva de Horeb, nos recuerdan que Dios no está en los huracanes violentos, ni en los terremotos, ni en el rayo, sino en el murmullo de una suave brisa, frente a la cual el profeta se tapó la cara con el manto. No obstante, en un mundo confundido por el estruendo y la mentira que nace de él, no es difícil terminar prestando oídos a aquellas ruidosas voces que nos repiten falsedades disfrazadas de verdad. En nuestro tiempo, las banderas de la caridad, solidaridad y el humanismo son, pues, enarboladas encendida y aparatosamente por quienes más buscan pisotear al hombre. La verdad, sin embargo, no se ufana y silenciosa se pregona, no desde los grandes medios de comunicación, sino desde el silencio y humildad. El siglo XX ha sido testigo de esa falsificación macabra de la verdad en una doctrina funesta: el socialismo. Teoría inútil que se alza ufana como liberadora, a la vez que escarnece y juzga al cristianismo por boca de sus corifeos, justamente cuando los apóstoles de Cristo –silenciosos como Dios mismo–consuelan de verdad a los más pobres y afligidos. Caridad secularizada y engreída de sí misma que, en nombre de la justicia social ha inmolado a miles de millones de personas en los altares del supuesto «progreso humano». Triste holocausto que, sin embargo, no ha apartado de esta utopía siniestra a muchos jóvenes, incluso a hombres de iglesia y a clérigos que, por ignorancia o con deliberada culpa han abrazado la religión del hombre y del fusil, desfigurando la faz de Cristo Rey.

Más allá del recuento de genocidios promovido por el socialismo en sus diferentes vertientes, en nuestros días un episodio se ha convertido en paradigmático, dado que los propagandistas de la barbarie vienen procurando reescribirlo ahora más que nunca para “canonizar” a asesinos y torturadores haciéndolos pasar por demócratas. Esto por una razón fundamental: sus discípulos hoy ostentan las riendas del gobierno. Por otro lado, y como no podía ser de otra manera, esos mismos demagogos se vienen ocupando frenéticamente a injuriar la memoria de aquellos que ofrendaron su vida por garantizar la libertad y mantener sólidas las bases de la civilización occidental. Estamos hablando de la Guerra Civil Española, conflicto local que concitó la atención de todo el mundo, convirtiéndose en el campo de batalla entre el comunismo y la masonería anti-cristiana y las fuerzas que al grito de Cristo Rey buscaban detener el terror rojo. En esta confrontación más de diez mil religiosos y religiosos católicos fueron torturados, violados y, finalmente, asesinados por sus creencias. Su sangre, como testimonio, llega a todas las latitudes del mundo como prueba del amor de Dios y el odio irracional de los hombres sin Dios o los que pretenden reducirlo a un «símbolo», mientras que idolatran la fraternidad humana. Arequipa, el convento de Santo Domingo de ésta ciudad y la Centenaria Hermandad del Santo Sepulcro tuvo la gracia de haber tenido entre sus filas a uno de estos testigos del Evangelio.      



Un beato en Arequipa

Fray José Luis Palacio Muñiz nació el 20 de mayo de 1870 en Tiñana, Asturias. Según Fray Santos López, de la Orden de Predicadores, ingresaría en 1894 al noviciado de los dominicos, siendo ordenado sacerdote en 1899. Tres años más tarde ya estaba misionando en las selvas de Urubamba y Madre de Dios, donde permaneció doce años.  

Allí se entregaría como ofrenda viva a los indígenas amazónicos, por quienes trabajaría hasta la extenuación, y a los que, seguramente, dedicó la corona del martirio, aquella con la que coronó una vida de entrega absoluta. Su vocación misionera fue una señal de su vocación al martirio. Así pues, por su condición privilegiada y sus familiares en la curia bien, pudo optar un puesto cómodo en España, sin embargo elegiría la puerta estrecha de la misión en la selva peruana. Como señalan sus biógrafos, cuando sus amigos le advertían de los pesares que sufriría en ese territorio agreste, respondía: « ¡Qué mayor gloria que morir mártir!».

En octubre de 1906, luego de contraer paludismo, abandona la selva para reponerse. Luego de diversas idas y venidas, y con su salud muy deteriorada, se le ordena dirigirse definitivamente a Arequipa en 1910. Allí sería elegido Prior del convento de Santo Domingo, aunque siempre seguía de cerca a sus queridos indios de Urubamba. En nuestra ciudad ocuparía el cargo de capellán y director espiritual de la Hermandad de Caballeros del Santo Sepulcro. Su labor en esa centenaria institución se dirigiría a fomentar el culto y la devoción a Nuestro Señor yacente. También, para inculcar la piedad a la más tierna edad, impulsaría la admisión de menores de edad como postulantes de la benemérita hermandad. Al resentirse su salud aún más regresaría a España en 1921.



El martirio

Sin embargo, los cruentos acontecimientos que se iban a cerniendo sobre España alcanzarían de manera inexorable al padre Palacio. Luego de ser expulsado del convento en Toledo, sin tener en consideración su precario estado de salud y sus 66 años, fue finalmente asesinado el 25 de julio de 1936 en el suburbio de Aranjuez llamado Algodor, cerca de aquella ciudad. El lugar de su asesinato fue específicamente el paraje del Malecón de Cañete, junto a la estación del tren, a orillas del Tajo. Lo mataron con otros tres dominicos: Higinio Roldán Iriberri, el sacerdote Antonio Varona Ortega, y el hermano cooperador Juan Crespo Calleja.

El presidente y los miembros del  Comité revolucionario de Algodor decretaron su muerte. Según testigos los religiosos fueron detenidos «a las doce de la mañana» por milicianos armados a la Casa Ayuntamiento en la que permanecieron hasta las últimas horas de la tarde del mismo día en que fueron trasladados a la Estación de Algodor, siendo fusilados –después de ser vejados e injuriados– en las inmediaciones de esta por las milicias de Aranjuez en las primeras horas de la mañana del día 25». El padre Varona fue martirizado «con los brazos en alto y bendiciendo el nombre del Señor, Rey del Universo». En 1940 se identificaron sus restos, y exhumados recibieron sepultura en el cementerio de Nambroca.

Después de iniciada su causa, su beatificación tuvo lugar en Roma el 28 de octubre de 2007 por S.S. Benedicto XVI, junto con otros 498 mártires que dieron la vida por Cristo durante la persecución religiosa durante la Guerra Civil Española y la ola anticlerical que se inició durante el gobierno de la Segunda República Española. Entre ellos contamos obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, mujeres y hombres. Tres de ellos tenían dieciséis años y el mayor setenta y ocho.

La Opción Virgilio

 

La opción Virgilio 

(frente a la opción benedictina o la Santiago)




Ante la peculiar celebración de los 200 años de República, bregando entre los muertos, los sicofantas y tiranos (con sombrero de tarro, de chalán o tiara), vinieron a mi mente aquellas bizantinas e ingenuas discusiones que tuviera hace un par de años sobre la “crisis contemporánea”. En los mediáticos medios circulaba una receta para hacer frente a la tempestad. Se trataba de la “Opción benedictina”, impulsada desde los países del norte y con algún eco en nuestras tórridas tierras. Consistía en recluirse en su barrio, dormitorio y cofradía; hacer homescholing; dedicarse al trabajo, oración y estudio del buen Benito y, en las catacumbas, esperar a que caigan las ruinas de una buena vez. Una opción de las más interesantes. Vale. Más pronto que tarde surgió una receta de sabor más “local” para plantar buena cara al desmadre. Se trataba de la hispanísima “Opción Santiago”, que pretendía –como buen gallego valiente y algo tonto– poner lanza en ristre y llevarse por delante a cuanto masón y luciferino encontrara (después de cargarse unos cuantos molinos de viento, claro está). Excelente decisión. Mis parabienes. Sin embargo, como en esto de proponer hay espacio para muchos incautos, me salgo con la mía y afirmo la imperiosa necesidad de tomar en serio la “Opción Virgilio”. Una opción que tiene para todos los gustos: para los que les gusta hacer el tonto y el loco, y a los que no entran en eso de echar margaritas a los cerdos. ¿De qué se trata? Pues de afirmar la Verdad. Afirmar la Verdad de siempre y de todos, aunque nadie la entienda o soporte. Y se trata de gritarla, como Jeremías en Jerusalén. Gritarla tan fuerte que no se escuche, pues los que tienen oídos la oirán.   

Los poetas están radicalmente adelantados y opuestos a su sociedad. Hablamos de los verdaderos, no los coleccionistas de consignas y glosadores de cancioncitas pop que después son contrabandeadas como arte (en mejores épocas hubieran recibido la pena asignada a los monederos falsos o a los prosélitos de cultos bestiales). Estos falsarios, comúnmente son unos burdos idólatras de su propio Yo, decoradito con una imaginería más o menos curiosa. Arribistas del verbo que son los más en estos tiempos (casi son los todos), algo normal cuando campea un obsceno culto a la personalidad, a la propia o a la ajena.

En las antípodas, los poetas –devotos de Orfeo y de Casandra– se excluyen voluntariamente, sabiéndose portadores de una verdad incapaz de ser aprehendida de manera lineal, común o vulgar. Una Verdad que implica una iniciación moral para ser descubierta y que, por tanto, será imposible pro multis. La opción, sin embargo, nunca será callar, pues como el salmista describe, la Verdad equivale a tener un tizón encendido en la garganta. Ante la imposibilidad de comunicar lo que es necesario de ser comunicado, el poeta deforma y violenta el lenguaje y hasta torcer su propio Yo. Esto, para lograr su único objetivo: enunciar aquello que nadie quiere escuchar y todos deben. En sencillo: el poeta es el verdadero ausaider político. Anda, sin fastidio, fuera hasta de la perfecta República de Platón, según instructiva de su propio factor.

En la poesía, pues, la actitud ética radical (que se aparta de la sociedad en pos de la Verdad) es una actitud estética. Y esta actitud a-política es la que, por influencia, empujará a los no-poetas a la consumación de la política en toda su expresión. Así pues, la cualidad y momento fundante de la filosofía –la ironía socrática– nació de una relación de tensión entre Aristófanes y Sócrates, el poeta y el sabio (Leo Strauss dixit). No por nada al final de esa cima del pensamiento occidental que es el Fedón, Sócrates –y Platón– se arrepiente al final de sus días el no haber cultivado la poesía por haber ido tras las huellas de su numen argumentativo.    

Afirmo pues, que estos posesos por Apolo –dios de la Verdad y la Belleza– malditos por él como Casandra, se convertirán en la voz de la deidad a pesar de ellos mismos. Sufrirán, sin embargo, el dulce dolor de conocer lo inefable y de paladear lo divino, para desprecio del profanum vulgum, como diría Horacio. Poetas-Profetas irreverentes como bacantes, fundan una opción, la de preservar su vocación a costa de su sociabilidad, deformando el lenguaje para ser más coherentes con su llamado –lo revelado– aún a costa de su propia identidad y circunstancia.

Un texto, de Hugh Selwyn Mauberley  (una de las máscaras –Personae– del viejo loco E. Pound) es un magnífico ejemplo de la “opción Virgilio”, su verdadera declaración de principios o manifiesto poético. Callar hablando es la opción de quienes afirman más allá de las contingencias, gozan con las palabras hasta disolverlas:

 

ODE POUR L’ÉLECTION DE SON SÉPULCHRE

 

Por tres años, fuera de foco con su época,

se afanó por resucitar el arte muerto

de la poesía; por preservar “lo sublime”

en el sentido de antaño. Errado desde el comienzo…

 

pero no, no del todo, al ver que había nacido

a destiempo en un país semisalvaje;

resuelto a cosechar peras del olmo;

Capaneo; trucha para carnada artificial.

 

(…) La época exigía una imagen

de su mueca acelerada,

algo para el moderno escenario,

no, de ningún modo, una gracia ática;

 

no, por cierto que no, oscuros ensueños

al autoauscultarse;

¡mejor mentiras

que los clásicos en paráfrasis!

 

(…) Todo fluye, dice

el filósofo Heráclito;

pero una baratura

habrá de sobrevivirnos.

 

Hasta la belleza cristiana

deserta, luego de Samotracia;

vemos το Καλόν (lo Bello)

decretado en el mercado.

 

Ni la carnalidad del fauno

ni la visión del santo son para nosotros

La prensa es nuestra hostia;

el sufragio, nuestra circuncisión.

 

Todos, ante la ley, son iguales.

Libres de Pisístrato,

elegimos a un bribón o a un eunuco

para que nos gobierne.

 

Oh, Apolo reluciente

¿a qué dios, hombre o héroe,

την άνδρα, την ήρωα, τίνα θεών

le colocaré una corona de hojalata?

 

sábado, 11 de septiembre de 2021

Mal de muchos: De vuelta a 1942, de Feng Xiaogang.

 

Mal de muchos: De vuelta a 1942, de Feng Xiaogang.
Feng Xiaogang (2012). Yī Jǐu Sì Èr. Huayi Brothers. China. 146 min.




Es el siglo III a.C. y Qin Shi Huang ha conquistado los otros seis reinos de la región, logrando unificar China. Inmediatamente, el primer emperador emprende una serie de reformas administrativas y grandes proyectos de construcción para consolidar su poder. Entre ellas manda consolidar una serie de fortificaciones al norte del país para contener a las tribus nómadas. Para edificar la Gran Muralla China ordenará el desplazamiento de aldeas completas y someterá a trabajos forzados a miles de hombres que dejarán sus huesos como cimientos de las fortalezas. Así inicia la historia del gigante oriental. Lo hace estableciendo una costumbre: la inmolación del pueblo chino a instancias de sus despóticos gobernantes. «De vuelta a 1942» pretende ser una crónica cinematográfica de uno de esos holocaustos, ya en tiempos contemporáneos.

En 1942 China venía siendo ocupada y destruida por el Imperio del Japón. Un débil gobierno republicano a cargo del general nacionalista Chiang Kai Shek resistía en el este del país. A pesar del apoyo recibido por los Estados Unidos en la figura del general Joseph Stilwell, la ineptitud y corrupción de sus efectivos militares y burócratas sólo cosechaban derrotas. Chiang vivía paranoico por conservar su precaria posición con brazo de hierro, y gastaba más recursos de los que tenía en enfrentarse a los comunistas de Mao, además de los nipones. En ese atroz escenario, la provincia de Henan –una de las pocas que no estaban sometidas a la férula japonesa– sufrió una hambruna como no se había visto en siglos. Los campos estaban vaciados de hombres quienes habían sido levados, y una plaga de langostas destruyeron la poca producción de arroz. Esto provocó un éxodo de más de 8 millones de personas. Los que huían de la guerra, de la enfermedad y sobre todo del hambre, fueron también blanco de la fuerza aérea japonesa que, buscando ralentizar el avance del ejército nacionalista chino, bombardeó caminos abarrotados de refugiados. A pesar de ello, el gobierno de Chiang no solo desoyó los reportes que recibía de la tragedia, sino que pretendió ocultarlos a sus aliados occidentales. Finalmente, y por presión de los americanos, se decidió enviar parte de los suministros militares a una población exhausta y hambrienta. Sin embargo, funcionarios y generales –quienes eran parte de una red generalizada de corrupción que, finalmente, haría triunfar a sus rivales comunistas– traficaron y ocultaron toneladas de arroz destinadas a sofocar la escasez. Se calcula que de 2 a 5 millones de habitantes perecieron por hambre o violencia, llegándose a extender prácticas como el canibalismo o la trata de personas 

«De vuelta a 1942» es una producción china que, en el 2012, recrea la tragedia siguiendo el relato de Liu Zhenyun. Se trata de un homenaje 70 años después de la debacle, pero también constituye un manifiesto político o un film de propaganda producido por el régimen comunista chino. En él se pone de relieve cómo la maldad de los industriales, capitalistas y burgueses fue una causa indirecta de la hambruna. Censura la acción de misionera y caritativa de la Iglesia Católica, en la persona de un inverosímil monje trapense. Pero sus mayores críticas las enfila contra Chiang Kai Shek, enemigo capital de Mao Tse Tung. La lista tradicional de enemigos del régimen de la república popular está casi completa. Extraña luego el gentil tratamiento que hace de los norteamericanos, encarnados en Adrien Brody (que encarnó a Theodore H. White, el periodista que debeló la hambruna al mundo) y Peter Noel Duhamel (Gen. Joseph Stilwell). A pesar de su impresionante fotografía y buenos recursos visuales –resaltan soberbias secuencias de batallas–, la cinta cae en el maniqueísmo y la caricaturización de los personajes (típico riesgo de este tipo de producciones). Asimismo, se percibe el abuso del recurso dramático, al no dosificarse el patetismo y el dolor. La victimización, finalmente, desdibuja la magnitud de la catástrofe, y va en contra de los propios intereses de la cinta. A pesar de ello, es una película que vale la pena verse, por todo que propone y significa.

No obstante, no debe olvidarse que el gobierno comunista chino que patrocina este film, planteándolo como una lección de humanidad y contra cualquier actitud que vaya contra de la dignidad del hombre, curiosamente se caracteriza por su autoritarismo y violencia (a pesar que los palurdos de turno le revienten salvas). Justamente, 20 años después del genocidio provocado por el gobierno nacionalista chino, Mao Tse Tung llevó a cabo un proyecto de reingeniería social conocido como el Gran Salto Adelante, utopía comunista que provocó una hambruna considerada como el más mortal de los desastres provocados por el hombre en la historia humana. Ella cobró la vida de alrededor de 50 millones de personas por las políticas delirantes del gobierno comunista y su Gran Timonel. Este desastre provocado aún no tiene película que la describa, y hasta 1981 fue absolutamente negada por el gobierno chino. El mismo régimen que gasta millones en hacer ver la paja en el ojo ajeno.