martes, 7 de agosto de 2018

En los confines de la conciencia humana: Los gritos del silencio

En los confines de la conciencia humana: Los gritos del silencio, de Roland Joffé.
Roland Joffé: The Killing Fields, Goldcrest, International Film Investors, Enigma Productions. Reino Unido. 1984. 141 min.



No hay lugar a dudas: estamos en un tiempo de rankings. Tenemos listas para todo: restaurantes, universidades, y centros nocturnos; hemos sopesado y clasificado a artistas, papas y reinas de belleza; tenemos a nuestra disposición escalafones sobre creencias, maravillas y perversidades. Más allá de comentar esta manía moderna de contabilizar –y por ende, controlarlo todo–, y que resume bien ese espíritu prometeico que ha impulsado al hombre a reemplazar a Dios; en esta oportunidad también echaré mano de un «ranking», uno de los más oscuros pero a la vez más reveladores de todos. Uno que, quizás, nos quite la manía de contar, pesar y dividir; potestad que, como se relata en el Festín de Baltazar, sólo pertenece a Dios por entero.

Si uno navega con cuidado por la red, tropezará con particulares listas, muchas de ellas respaldadas por estudios demográficos serios, en las que se da cuenta de los mayores genocidios de la humanidad. En ellos el comunismo se lleva el galardón, ya que los más grandes holocaustos humanos se han realizado sobre sus altares, sacrificando más de 150 millones de personas al «dios» de la igualdad y justicia social. Según muchos, la matanza más grande de la historia se dio 1949 y 1961 y que llegó a su auge con el «Gran salto adelante». Este utópico proyecto, concebido por Mao Tse Tung, se llevó aproximadamente 50 millones de almas en procura de la industrialización forzada que convertiría a China en el paraíso en la tierra. En segundo lugar, y por un margen muy corto, encontramos a otro campeón comunista del genocidio: Josif Stalin. Él sería responsable de 16 millones de personas asesinadas en el periodo que va desde 1932 a 1933, llamado Holomodor o «Gran genocidio ucraniano», otra gran política de industrialización forzada y reingeniería social. Además bajo su régimen morirían al menos 20 millones de personas en los gulags o campos de concentración, normalmente opositores políticos o miembros de etnias disidentes como los kazajos. El tercer puesto se lo lleva el muy conocido, pero igual de cruel e infame genocidio nazi, que exterminó racional y metódicamente a doce millones de personas.

Este catálogo de horrores, (que no por nada inicia en 1793 con el primer genocidio de la historia, registrado en La Vendeé, Francia, e iniciado por el gobierno de la Revolución Francesa), tiene dos factores en común. Características que configuran a un genocidio. El primero: una organización que planifica, desarrolla y perfecciona mecanismos sistemáticos con el objetivo de exterminar a una población determinada. El segundo: la consigna que esa eliminación de un grupo humano será necesaria para lograr la mejoría radical de la humanidad en términos materiales. Estamos pues frente a la utopía en toda su dimensión: la secularización de la esperanza cristiana de un mundo de plena felicidad, devenido paraíso terrenal que –según los genocidas– se realizará irremediablemente aquí y ahora para el bien del hombre. Hablamos también de un actuar sofisticadamente racional, y que nada tiene que ver con la explosión pasional o afectiva de un asesinato vulgar. Confrontémonos así frente a los frutos amargos de la razón desacralizada, omnímoda y autoreferente.

No obstante este breve recuento, escrito con vergüenza y consternación, es imprescindible recordar uno de los genocidios que, si bien no destacan en el top por sus –aparentemente– menores números, es unánimemente reconocido como el mayor genocidio jamás ocurrido, si se habla de cifras proporcionales. Hablamos del holocausto camboyano, desarrollado entre 1975 y 1979 por el líder maoísta Pol Pot, y retratado muy prolija y emotivamente por «The Killing Fields» (1984), cinta de Roland Joffé. Película que sobria y adecuadamente relata el episodio más oscuro de la humanidad: en menos de cuatro años el jemer rojo –partido comunista camboyano– exterminó al 25% de la población total de Camboya, es decir a 3 millones de personas.

¿Creyente, alfabeto, comerciante, profesor, prostituta? Es suficiente para ser condenado a muerte en el régimen de Pol Pot. ¿Tiene anteojos o manos sin callos? Una razón más para ser desechado del paraíso campesino que los jemeres rojos estaban forjando en las selvas de Indochina. Era el año cero: la semana ahora tenía diez días. Estaba prohibida la moneda y las ciudades debían ser abandonadas. Todo vestigio del pasado burgués debía ser borrado. La vigorosa mente de los campesinos –los únicos que tenían la razón según esta versión del marxismo– es la que debía guiar el camino para la aparición del nuevo mundo. Sin embargo Pol Pot y la mayoría de sus secuaces no eran campesinos (con singular coincidencia con lo que pasaría con Sendero Luminoso), eran más bien profesores universitarios, formados en Francia. Sin embargo este insignificante dato no era obstáculo para decretar el nacimiento de una nueva sociedad enteramente justa, que lideraría la revolución mundial.

Pol Pot era maoísta, y quiso replicar lo intentado por su maestro en tiempo record. Si Mao fracasó en industrializar China en una década, Pol Pot buscó hacerlo en cinco años. Para esto tuvo que llevar a los camboyanos al límite, haciéndolos trabajar hasta la muerte en arrozales. Con los ingresos industrializaría Camboya. Por su parte, en esos cinco años se re-crearía la sociedad, haciendo surgir una «conciencia campesina». El propio Mao se sorprendería de la radical apuesta de Pol Pot.  Era la reingeniería social a la que nos tiene acostumbrados la izquierda, pero en su versión máxima. No se hizo con la sofisticación alemana del gas Zyklon, el machete era el arma preferida, pero la organización del partido hizo de esta arma rudimentaria algo altanamente eficiente.       

Afortunadamente para nosotros hubo testigos que escaparon a la masacre. Uno de ellos fue el reportero camboyano Dith Pran. Luego de vivir el infierno, escaparía del régimen de terror comunista, para después describirlo vívidamente en su autobiografía. En ella se basa enteramente «Los gritos del silencio», haciéndonos vivir esta pesadilla sin perder la esperanza que palpita en el ser humano, y que ninguna ideología podrá destruir. Los gritos del silencio es pues, además de un valiente testimonio sobre un acontecimiento poco conocido, un canto a la humanidad; a aquella que se alza a pesar de ella misma. Un filme imperdible y que –al igual que cintas más recientes como «First They Killed My Father» (2017), dirigida por Angelina Jolie y disponible en Netflix– nos ayuda a comprender en toda su dimensión la vileza y grandeza humana.