martes, 31 de enero de 2017

Un puñado de hombres valientes: Sahara

Un puñado de hombres valientes: Sahara, de Zoltán Korda.
Zoltán Korda: Sahara, Columbia Pictures, EEUU, 1943. 97 min.



Imaginemos la arena. Arena inconmensurable que se extiende en el horizonte. Imaginemos el sol brillando sobre los despojos de máquinas y hombres. El olor a gasolina chamuscándose y las breves humaredas destacando en el intenso azul del cielo. El silencio absoluto tan sólo interrumpido por lejanas y débiles detonaciones y el rumor de algún motor sobre los aires. Los buitres elevando sus desnudos cuellos esperando el momento oportuno, mientras sus lívidas patas se posan seguras sobre lo que alguna vez fue una trinchera. Imaginemos todo eso, pero sobre todo imaginemos la arena que, lentamente, borrando las cicatrices que las orugas de los tanques han dejado sobre el suelo, busca emparejar aquel paisaje milenario como si jamás algún hombre lo hubiera siquiera atravesado.  Resonará luego en nosotros alguna frase como «la última guerra caballeresca» o «el zorro del desierto»; para finalmente evocar así algunos nombres sepultados en nuestra memoria: «El Alamein», «Tobruk», «Gazala».

La Campaña del Norte de África, en la Segunda Guerra Mundial, constituye uno de los episodios militares más apasionantes de la historia. El derroche de ingenio militar de los más grandes estrategas de las últimas décadas (Erwin Rommel, Bernard Montgomery), y el heroísmo y total sacrificio de soldados de todos los rincones del mundo en una confrontación excepcionalmente respetuosa y humanitaria (si se tiene en cuenta las masacres y los crímenes contra la humanidad que se cometieron en otros frentes) darán cuenta de aquello. Parece ser que las arenas de desierto desgastaron en algo la perversa máquina de matar que el totalitarismo –nazi o soviético– había puesto en funcionamiento, hasta dejarla quizás convertida en algo parecido a las viejas y solemnes guerras de antaño. La Campaña de África es también importante porque constituye el punto de quiebre de la hasta entonces imbatible ofensiva nazi. Desde las primeras derrotas italianas en Libia que forzaron a Hitler a comprometer a unidades del ejército alemán que hubieran sido determinantes en el frente oriental, hasta el repliegue del «Deutsche Afrikakorps», la guerra comenzó a ir cuesta arriba para los alemanes una vez que sus tropas llegaron al desierto. 

Más allá de todo lo ya dicho, un hecho adicional dotó de singularidad este escenario: las muy variadas nacionalidades u orígenes de cuantos soldados combatieron y perdieron la vida en un paraje por el que no lucharía ni el más mísero de los árabes. No sólo italianos, alemanes y británicos lucharían en tierras libias, a ellos se les unirían sudafricanos, hindúes, australianos– todos ellos parte del Imperio Británico, en aquella época; también franceses que combatirían entre sí (los aliados de los alemanes, procedentes de la tristemente célebre “República de Vichy”; y aquellos acaudillados por De Gaulle que conformarían la “Francia Libre”); incluso polacos en el exilio y hasta norteamericanos dejarían sus cuerpos combatiendo en las primeras acciones de esta nación en la guerra.

Precisamente, Joe Gunn (Humphrey Bogart), un sargento de la Primera División Mecanizada Norteamericana será el protagonista de una de las primeras y quizás la mejor película rodada sobre la legendaria guerra del desierto: «Sahara». Filmada en 1943 –lo que equivale decir a poco más de un año de los sucesos que recrea– la cinta recrea las peripecias de tres tanquistas yankees, quienes escapando de la derrota del ejército aliado en Libia, reúnen en su periplo por el desierto un singular cuerpo de sobrevivientes: varios soldados ingleses, un sudafricano, un sargento indígena sudanés, un miliciano francés, un prisionero italiano y un oficial alemán que corre la misma suerte. Enemigos entre sí, diferentes entre sí; la desconfianza y la rivalidad asomará entre ellos amenazando gravemente la unión de la peculiar pandilla. Sin embargo, su desesperada búsqueda de agua obligará a que se lime cualquier aspereza. Así pues, volcados de lleno a la tarea de sobrevivir a cualquier precio, estarán dispuestos a dejar de lado sus diferencias por un objetivo mayor. Con el tiempo cuajará entre ellos un clima de solidaridad y camaradería entrañable, aquella que apela a los más elementales principios de fraternidad entre los hombres, y que ninguna guerra llega a sepultar del todo. A pesar del infortunio y el sacrificio, este puñado de valientes –todos agazapados en el regazo de «Lulubelle», tal como apodaron al tanque– logrará algo más que la supervivencia.


Este fiel y honesto testimonio de lo que ahora llamamos «multiculturalidad» es presentado en el filme de Korda sin la sensiblería que desborda en películas más recientes, en el que el pathos de la guerra es sobre explotado, haciendo de los combatientes un manojo de pusilánimes corroídos por sus interiores angustias. En «Sahara» el lirismo propio de las emociones y conflictos de los héroes brota humildemente –tal como la tan ansiada agua en los oasis africanos– sin alterar, y quizás resaltando así, la gran épica que sirve como marco a la historia. Estimando este filme como muy recomendable, sobre todo para cuantos amamos el género bélico, hacemos la necesaria distinción entre la versión de Bogart y el flojo remake de 1995.

domingo, 8 de enero de 2017

Una Eneida en imágenes: Acorazado Potemkin

Una Eneida en imágenes: Acorazado Potemkin, de Serguéi Eisenstein.
Serguéi M. Eisenstein: Bronenósets Potiomkin, Mosfilm, URSS, 1925. 77 min.



Un filme será propicio para retornar una vez más a una de mis favoritas discusiones bizantinas: el viejo debate sobre «la responsabilidad moral» del arte y su relación –o total desligue– con los logros estéticos que llega a obtener. Un debate que encubre una pregunta mucho más polémica (aunque nadie se detenga a pensar en ella): «¿puede haber algo bello a la vez que malo?»

Y como hace seis siglos no había nada mejor que hacer en la vieja Constantinopla que discutir de teología mientras los turcos tronaban sus puertas, me dispongo también a ensayar argumentos inútiles en un mundo en el que cada vez son más audibles –por lo menos en Medio Oriente– las chirrionas trompetas del Apocalipsis. En esta oportunidad (emulando las discusiones que mantuvieron Baarlam y Palamás sobre la distinción entre la esencia de Dios y sus energías participables) me animaré a proclamar la consustancial perversidad del llamado séptimo arte, afirmando además la irremediable influencia que ejercen «esas grandes catedrales de las masas modernas», tal como lo dijera el venerable Padre Leonardo Castellani.    

El arte del siglo XX –eficiente, asombroso, atrapante– estará muchas veces más cerca de la propaganda que en ninguna época. Y el arte del siglo XX y XXI tiene nombre propio: el cine. Una hermosa película entonces puede –como muchas veces ocurrió– estar al servicio de fines realmente aborrecibles, tornando en admirables –con su asombroso despliegue de imágenes– ideas o proclamas inhumanas y nefastas; todo esto al margen de sus grandes éxitos artísticos. En esa tónica, podríamos aludir a la obra maestra de D.W. Griffith: «El nacimiento de una nación» (1915), una de las más grandes cintas de todos los tiempos y un manifiesto a favor del Ku Kux Klan, o a los indiscutibles méritos de la cinematógrafa nazi Leni Riefenstahl. Dejémoslo en claro, frente al teatro o la literatura, el cine resulta pura explosión de sensaciones no dejando casi nada para la imaginación o la reflexión; es así pues que su fácil asimilación e inmediatez resultan tan fascinantes como peligrosas. Es ahí donde entra a colación la película que nos ocupa, considerada por muchos la mejor de toda la historia del cine, y la más grande obra de defensa de un régimen desde la Eneida: «El acorazado Potemkin» (1925).

En 1905 el Imperio Ruso se había envuelto en una desastrosa guerra contra Japón. Luego de la caída de Port Arthur en manos niponas y la derrota en Tsushima la suerte del conflicto parecía estar echado. El derrotismo y las pésimas condiciones de vida que venían siendo impuestas a los sectores populares acabarían por desembocar en la Revolución de 1905 que iniciaría con el asesinato de una multitud de obreros y sus familias luego de unas protestas en las calles de San Petesburgo. La chispa revolucionaria se extendería rápidamente contra la autocracia rusa y no demoraría a extenderse entre los marineros de la flota del Mar Negro. Sería en un viejo acorazado donde se iniciaría una rebelión que tuvo como origen la negativa de los subalternos a comer sopa elaborada con carne podrida. La historia de la gesta revolucionaria del Acorazado Potemkin y de la posterior revuelta en el puerto de Odessa sería aprovechada genialmente veinte años después por Sergei Eisenstein, el más grande de los directores de cine soviético y uno de los más destacados de todos los tiempos.

Resultará paradójico que, mientras la Unión Soviética comenzaba a abrirse paso ejerciendo una brutal represión contra los campesinos, quienes sometidos a una “economía de guerra” eran condenados a hambrunas inconcebibles; la maquinaria de adoctrinamiento ideológico daría pie a un maravilloso film que tiene como motivo fundamental el hambre del pueblo ruso en tiempos del zar: nos encontramos con la propaganda en todo su esplendor e hipocresía. Eisenstein narrará entonces, con crudeza y lirismo nunca antes visto, una historia que pondría –y hasta ahora pone– a flor de piel nuestra solidaridad para con la masa obrera; constituyéndose en un eficiente y hermoso recuento de la gran hazaña del pueblo: esa versión reducida y manipulada de la historia que el marxismo presenta como la descripción definitiva. No por nada Joseph Goebbles, ministro de propaganda de Hitler decía que el Acorazado de Eisenstein era la obra con mayor carga propagandística que jamás había visto, y que estuvo a punto de volverse comunista después de verla. No resultará extraño, también, porque la prohibiría una vez en el poder.    
    
¿Por qué es tan importante «El acorazado Potemkin»? En primer lugar podríamos decir que es pionera en desarrollar un lenguaje cinematográfico, es decir en el hecho que la imagen por sí misma –más aun tratándose de una película muda– narre la historia. Y es que a pesar de ser una película de casi 90 años de edad, su montaje y poderosísimas imágenes son todavía cautivantes para el ojo de un espectador del siglo XXI, tanto así que secuencias enteras del film –como la del coche cuna– son copiadas, reinterpretadas y parodiadas hasta la fecha. Otro gran hito que alcanza es el de gran nivel de dramatismo de sus imágenes y de la historia. El uso de la cámara, y la economía de tomas y planos combinados hacen de la película un portento que no deja de emocionar aún hoy.

Definitivamente, estamos pues ante uno de los más grandes testimonios del séptimo arte; una cinta imprescindible para quien quisiera conocer con mayor detenimiento la esencia misma de este género, y a la vez quiera consultar un documento histórico que da cuenta de una época que, para bien o para mal, ha marcado profundamente a la humanidad.