lunes, 24 de octubre de 2016

Cultura enalatada: Ojos Grandes

Cultura enalatada: Ojos Grandes, de Tim Burton
Tim Burton: Big Eyes. Silverwood Films. USA. 2014. 106 min.



Y el Nobel 2016 va para…. Bob Dylan. No hay sorpresa: la apergaminada Academia Sueca (tan afecta al frac y a monarquías que sólo sirven para mantener a flote revistas de farándula) ahora danza al son de la cultura de masas; no resultaría extraño que las próximas premiaciones sean producidas, sazonadas y televisadas por MTV. Y  es que en tiempos de Facebook, Twiter, opiniones a granel y ninguna verdad, es mejor ponerse a buen resguardo y canonizar al gusto popular. Asistimos a la crónica de una muerte anunciada: el arte desde que fuera enlatado por Andy Warthol y lobotomizado por Rotkho y Pollack ahora se ha diluido en graffiti callejero que convive con imprecaciones obscenas, lemas de barra brava, carteles de conciertos chicha y meadas de perro. Todo es arte: la Biblia y el calefón.  

Y sin embargo, la catástrofe ya venía siendo vislumbrada por los artistas más dotados del pasado siglo. Aquellos quienes ebrios de poesía cantaban como cisnes frente al cenit de una Civilización Occidental que había denostado las catedrales góticas para detenerse a admirar  –extasiada–  mingitorios y bicicletas como pináculos de la belleza. Erza Pound, uno de estos profetas cuyo rostro desencajado lo asemejaba a un Jeremías chiflado, y quien –por cierto– no ganó ningún premio Nobel, lanzó sus lúgubres admoniciones en su Canto XLV. En él advertirá como la usura –tal podría ser el título de dicho canto– ha malogrado y prostituido la sublime labor artística. «With usura / no picture is made to endure nor to live with / but it is made to sell and sell quickly». (https://www.youtube.com/watch?v=xn6r2Nm0ZMo)

En esta breve genealogía de la pauperización estética en tiempos recientes (que más corresponde al género del Horror), vale la pena hacer una parada. Se trata de la historia de Walter Keane que bien podría resumir la miseria del arte actual. En Los Estados Unidos de la década de los 50’ se popularizó un artista muy particular: Keane alcanzó inusitada fama pintando «niños tristes de ojos grandes», aquellos que en nuestro país sirven para decorar consultorios de pediatras de provincia o heladerías de barrio. No hace falta decir que estas pinturas, más allá de fungir de postales tiernas, constituyen todo un monumento al mal gusto, o por lo menos resultan un espantajo anodino. Sin embargo –y esto no sorprende– fueron muy acogidos por el público norteamericano luego que Walter Keane desarrollara una agresiva campaña mediática (una de las primeras de su género), que incluyeron lobbies con nada menos que con las Naciones Unidas. La mediatización fue tal que Keane –que antes fue vendedor de seguros– inició la «popularización» del arte vendiendo reproducciones y posters de sus cuadros, cuando la demanda de estos superaba la oferta. Años después se sabría que su esposa Margaret sería la verdadera autora de dichos adefesios, ganándole una suma millonaria por derechos de autor luego de su divorcio. Sin embargo hasta ahora existe la duda, no sobre la autoría, mas sobre el crédito atribuible al éxito de los «Ojos Grandes»: ¿el verdadero valor del arte Keane radicaría en las estrategias de venta del antiguo broker, o residiría en las propias pinturas de la mujer? Quien quiera que viera las obras conocerá la respuesta, aunque no faltará el hipster que citará a Warthol quien se proclamó admirador de los niños de ojos grandes. 


En 2014, aquel factótum del cine de masas llamado Tim Burton hizo suya la historia de los Keane. Este prestidigitador del cine, experto en aderezar el apetito popular con una pátina de patetismo, «hondura» y despliegue visual, haciendo de una historia ramplona y cursi un blockbuster con ínfulas de obra maestra, echó el anzuelo a los niños de ojos grandes de quienes se había confesado como empedernido fanático y coleccionista. De resultas de esta sociedad de artistas podemos apreciar «Big Eyes», protagonizada por el magnífico Christoph Waltz y la desabrida Amy Adams. Demás hay que decir que el nervio del film recae únicamente en su protagonista, aunque el tratamiento cinematográfico es impecable, lo que genera una película ágil y atractiva. Vale la pena verla, con buen ánimo y un poco de indulgencia podremos reconocer en ella los prolegómenos del fin del arte moderno. 


sábado, 30 de julio de 2016

El desierto como poesía del final: El desierto de los tártaros


El desierto como poesía del final: El desierto de los tártaros, de Valerio Zurlini.
Valerio Zurlini: Il deserto dei tartari. Cinema Due, Italia/Francia/Alemania, 1976. 140 min.

 

Es incuestionable la fascinación que sobre nosotros, seres humanos, ejerce la decadencia. La profunda belleza que alcanzan las existencias cuando están por extinguirse, suscita también entre nosotros insondables sentimientos. Ante ella aflora delicadamente el miedo, la nostalgia y la absoluta admiración por el inmenso abismo que esta supone, recordándonos nuestra fragilidad frente lo supremo e inexorable. Así pues, como es más bella la estación cuando llega a su fin, y es hermoso el amor cuando se anuncia su término, así serán más esplendorosos aquellos grandes imperios cuando ya están prestos a caer, cual el sol en su ocaso. 
 
Y si de imperios y decadencia hablamos, es imprescindible que nos refiramos al último de ellos: el magnífico Imperio Austro-Húngaro. En él se conservó –hasta 1918- el último vestigio del Antiguo Régimen, de una Monarquía Católica que hundía sus raíces en el legado de la propia Roma. Reino cuyos ideales y tradiciones aún relucen tenuemente en nuestro lúgubre mundo, cada vez más asfixiado en una hipócrita prosperidad. Sin embargo para inicios del S. XX la suerte del coloso estaba echada. La revolución y la masonería habían dictado su sentencia de muerte y en los confines de su pluriétnico territorio se cebaban levantamientos y conjuras que se consumarían con el asesinato de la emperatriz Sissi, del príncipe heredero Rodolfo y, finalmente, en el del archiduque Francisco Fernando que dio inicio a la Primera Guerra Mundial. A pesar de este trágico desenlace, el refinamiento y la tradición de su corte aún resplandecieron incluso cuando todos intuían el final. 
 
Muchos son los autores que han cantado –directa o indirectamente– al final de uno de los más admirables Imperios. Resaltan entre ellos algunos autores que nacieron en suelo imperial a inicios de siglo, y que tradujeron en su obra la angustia de asistir al veloz desmoronamiento de su mundo: Joseph Roth con su «Marcha Radetzky» (1932) y «La cripta de los capuchinos» (1938); Robert Musil en «El hombre sin atributos» (1930), y Sandor Marai con su «Divorcio en Buda» (1935). Sin embargo, décadas más tarde, un escritor italiano, Dino Buzzati, mantendría la fascinación por la esplendorosa estela del fenecido imperio. Con El desierto de los tártaros (1940) describirá una vez más, y de manera soberbia, el crepúsculo de toda una era. Treinta años después otro italiano, Valerio Zurlini, llevará con éxito la novela a la pantalla grande.

En 1908, el sub-teniente Drogo saldrá a su primera misión. Por un error es destacado a la fortaleza de Bastiano, en el punto más lejano del imperio. La fortaleza se yergue sobre las ruinas de una ciudad arrasada cien años antes por los tártaros. Más allá de la fortaleza sólo existe un enorme desierto. Sobre él vuelcan la mirada los soldados de Bastiano, auscultando la nunca cumplida incursión del asiático invasor. Confiado en que pronto será relevado del puesto y transferido a la ciudad, Drogo comparte la vida con sus peculiares compañeros, casi todos aristócratas que –lejos de un mundo en cambio– se refugian en las antiguas tradiciones militares, aferrados a su dura disciplina y a la siempre esperada llegada de los tártaros. Caballos que llegan a la fortaleza atravesando el desierto; luces en los confines de las áridas montañas; jinetes a los que un solo hombre ha avistado, serán algunas de las señales que empujan a los hombres a resistir el tedio mortal, a fin de encontrar la gloria del enfrentamiento final. Drogo, fascinado por ese quimérico encuentro con el enemigo, cambia rápidamente y sacrifica su juventud en Bastiano, quedándose en la fortaleza aguardando el ataque imposible. 
 
«El desierto de los tártaros» es un film soberbio y sobrecogedor. Durante él se esboza ante nosotros, delicadamente, la personalidad de complejos caracteres, fielmente retratados por consagrados actores: Vittorio Gassman, Fernando Rey, Paco Rabal, Max von Sidow, Jean-Louis Trintigant, Philippe Noiret y Jacques Perrin. Mediante una fotografía de amplias tomas sobre colosales paisajes, se resaltará la angustia de los hombres, minimizados contra la inhóspita naturaleza, en espera de un destino que tarda en llegar. La precisa banda sonora de Ennio Morricone completará el cuadro, amalgamando la historia a la perfección, sumergiéndonos en el drama de forma tan sutil como lo hiciera el teniente Drogo, atrapado de un momento a otro por una fortaleza existente tan sólo por el recuerdo, por la fuerza de un pasado que, inminentemente, amenaza manifestarse plenamente ante nosotros.

Muchos son los poetas que han sido arrebatados por la magia de un mundo en su cenit, y hasta se podría decir que toda la poesía –la mejor– está marcada por la decadencia. No sólo hablamos de Verlaine, Baudelaire o Mallarmé. Los ecos de una lira destemplada resuenan siempre y hasta ahora. En nuestras latitudes el barroco –último esplendor del más grande Imperio Católico– animó la nostalgia de grandes como Martín Adán, Lezama Lima o Mujica Laínez. Así pues, con ellos, abandonémonos al espléndido espectáculo del declive de una edad dorada, observando como la grandeza de los más sublimes ideales se han de sumergir, lenta y bellamente, en el desierto.

miércoles, 8 de junio de 2016

Del cine a la hora del lonchecito: Locos de Amor

Del cine a la hora del lonchecito: Locos de Amor, de Frank Pérez-Garland. 
Frank Pérez-GarlandLocos de amor. Tondero. Perú. 2016. 110 min.



Hace algún tiempo ya, cuando gozaba de un tiempo libre que más parecía ocioso, naufragando en la web junto a un querido amigo, hubimos de toparnos con el video completo del Primer Congreso del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso, allá por el año 89’. Ante nosotros aparecieron esas imágenes tan recordadas en las que Abimael baila “Zorba el griego” mientras arranca suspiros y sonrisitas a sus encandiladas camaradas. Sin embargo, más absurda que esa escena –tan dolorosamente viva en la memoria colectiva del Perú– resultan lo tres minutos anteriores: apreciamos a un Abimael Guzmán que, muy afanoso, posa ante las cámaras entre hoces y martillos de papel lustre mientras, a lo lejos se escuchan las tonadas del hit romántico de Yordano di Marzo: “Locos de Amor”.  Mientras observábamos asombrados como el capo terrorista se deleitaba con las tiernas notas de la canción, mi amigo, en un inusitado rapto de inspiración, exclamaría: “Verdaderamente estos eran unos locos de amor”.

Y es que en las precedentes líneas se comprueba una vez más una tesis que por mucho tiempo había venido madurando en mi mente: Si existe algo como un síndrome nacional del que pocos son inmunes, esta es la música romántica. Las innumerables –y exitosas– emisoras que están consagradas a los edulcorados géneros de 70’ y 80’; el inusitado éxito en nuestro país de melosos nuevaoleros extranjeros que resultan desconocidos en sus propias tierras; la proliferación imitadores de baladistas de la que hacen gala los programas de televisión, son algunas muestras de aquello. El peruano es, en definitiva, un tipo sentimental. Terriblemente sentimental. Y la música romántica es una de nuestras enseñas y a la vez la maestra de una nueva generación de románticos empedernidos. Y es que no podemos escapar a ella, nos persigue en el transporte público, en la sala de espera de un juzgado, en el consultorio del dentista. Todos están locos de amor.   

Justamente, luego de sonados fracasos, la producción nacional ha logrado un acierto al tener en cuenta esta lección. Apartándose por fin de las consabidas fórmulas cinematográficas nacionales: brutal realismo urbano; fracasado derroche de exotismo en clave de “grandes autores”; vulgaridad y chiste fácil con ínfulas de obra artística, Bruno Ascenso y Mariana Silva han apostado por un ligero musical, sin ninguna pretensión, en el que se explota la vocación sentimental de un pueblo. “Locos de amor”, cultura radial peruana llevada al paroxismo, nos presenta cuatro cómicas historias de amores y desamores en el seno de una familia limeña de clase media. Rodada casi íntegramente en la Residencial San Felipe, el film nos ofrece algo totalmente diferente de lo que tondero nos vino mostrando últimamente, integrando hilaridad, música y romance.

La película acierta, justamente donde muchas del medio fallaron. Apuesta por lo simple, cuidando los detalles como la fotografía, el ritmo, la coreografía; y manteniendo lo bueno como las actuaciones de Giovanni Ciccia, Rossana Fernández Maldonado, Gianella Neyra, Lorena Caravedo, etc. Los personajes, familiares y bien logrados, logran todo su efecto: la identificación plena.  

Vale la pena ser vista. Vale la pena, luego, reconocerse en el inconsciente colectivo y reconocerse, sin querer, tarareando una canción que, en otras circunstancias, negaría públicamente conocer. A más de un «exquisito melómano» o «sofisticado hipster» le pesará saber que en lo profundo de su bien educado oído –y corazón– resuena una canción tan populachera como seductora.

lunes, 30 de mayo de 2016

Épica Americana: El Renacido

Épica Americana: El Renacido, de Alejandro G. Iñárritu
Alejandro G. Iñárritu: The Revenant. Regency Enterprises, RatPac-Dune Entertainment, Anonymous Content, M Productions, Appian Way. USA. 2015. 156 min.




David Marcial Pérez en su columna del diario español “El País” del 05/02/16, comentó sobre El Renacido lo siguiente:

“La épica, como la democracia, la filosofía o el yogur cremoso, la inventaron los griegos. Los héroes antiguos las pasaban canutas durante sus viajes antes de regresar a casa y cobrarse la dulce venganza. Ulises tuvo que torear con un cíclope, descolgarse hasta los infiernos en busca de un adivino ciego y esquivar a sirenas suicidas hasta que por fin volvió a Ítaca. ‘Nada existe en el mundo mejor que la patria y los padres’, suspiró aliviado el héroe antes de pasar a cuchillo a los pretendientes de su esposa y recuperar la corona.

Iñárritu, propenso a la grandilocuencia, ha colocado en su última película a Leonardo DiCaprio como su particular Ulises. ‘The Revenant’ es un viaje homérico hacia los límites de la resistencia humana, una gesta con aires de western, una historia de testosterona, violencia, hazañas y deslealtades”.

En las líneas siguientes, el crítico abundará en la idea de comparar a “The Revenant” en un poema épico frustrado. Concuerdo con Marcial Pérez tanto en la primera como en la segunda de sus conclusiones, sin embargo mi reflexión llegará a este punto por otros cauces.

La película, recrea magistralmente (y allí reside su valor) la vida de un trampero y explorador norteamericano en el S. XIX. Hugh Glass –personaje histórico cuya vida ha merecido varias adaptaciones en películas y en tiras cómicas– y su hijo mestizo, miembro de la nación pawnee, acompañaron la expedición del general William Henry Ashley como jefe explorador en las inmediaciones del río Missouri, en los actuales territorios de Dakota del Sur y Montana. La expedición tenía como fin la recolección de pieles de castor y de alce. En el proceso son atacados por indios sioux por lo que tienen que huir. En el camino Glass mantendrá un épico encuentro con una osa grizzli –suceso asombrosamente retratado en el film– que lo dejará a merced de sus enemigos y obligado a atravesar en solitario el salvaje territorio norte de los Estados Unidos en busca de venganza.   

Más allá de sus grandes aciertos visuales y técnicos (en los que se resalta la música de Ryuichi Sakamoto), tal como señala el crítico español antes mencionado, a pesar de sus pretensiones el film de Iñarritu es demasiado huero para llegar a ser considerado algo parecido a un texto épico. El mexicano desarrolla sobre el écran una historia chata, en la que los personajes –incluido el protagonista- resaltan justamente por su falta de profundidad psicológica. Esta suerte de “maniqueísmo” de los caracteres, cuya rigidez y opacidad son aparentemente justificadas por la rudeza del colono americano, nos hacen echar de menos a los maravillosos personajes de los clásicos westerns de John Ford; aquellos que, en su hermetismo, brillaban por una compleja personalidad enriquecida por contrastes e incluso contradicciones. Así pues, una buena historia –desde tiempos de Homero hasta nuestros días– es aquella que desciende a las profundidades del alma humana mientras sus personajes regresan, o no, del mismo infierno. Esto último puede ser, al fin y al cabo, simplemente una excusa para lo primero. Finalmente,  en la “épica” de Iñarritu  lo simplón de la historia es compensado por una soberbia fotografía; algo, por otro lado, muy adecuado para los actuales tiempos que corren de culto a la imagen y vaciamiento de los sentidos.

Sin embargo, cabe destacar un punto más en el filme; uno quizás inadvertido por Marcial Pérez. Esta seudo-épica lo es tal por corresponder a lo más propio de la idiosincrasia norteamericana: el espíritu moderno. Uno de los factores por los que la cinta pierde profundidad –y por lo tanto universalidad– es que esta representa la gesta de un individuo y no de una nación. Si en los poemas homéricos el tema de la venganza pone en manifiesto el ser mismo de los pueblos, encarnados en los héroes que los conducen; en el mundo moderno –y en The Revenant– la revancha de un individuo necesariamente se remitirá a una dimensión menos significativa, es decir se agotará en sí misma. La tragedia personal –en todo el sentido del término– devendrá en intrascendente por  focalizada y trivial, por más que la ideología liberal se desgañite pregonando la supremacía del individuo frente al colectivo. En géneros como la novela el efecto de mímesis (la identificación entre el pequeño mundo del lector con las minucias relatadas en la obra) podrá operar como amalgama necesaria para la lectura y, de algún modo, como pauta para el éxito de la obra. Con la épica no funciona así; quizás sólo el genio de James Joyce –y toda su locura– han logrado lo contrario.  

Aquiles, cuando mostraba toda su impiedad y crueldad, siendo reconocido como el más valiente y fiero de los griegos, para luego detenerse a llorar a un amigo muerto con una ternura que bien podría denominarse “femenina”, era algo más que un personaje contrariado: devenía en un arquetipo. Héroes y dioses toman la palabra en los viejos relatos griegos con la fuerza de lo impersonal, lo eterno. El individuo permanece ausente en ellos, hasta el período helenístico, y tan sólo dejando expresa su condición de tal. Los cantares de gesta mantienen esta línea en tiempos de la Cristiandad.  La irrupción del mundo moderno, como es conocido, entronizará a la novela: género burgués por excelencia, en el que la peculiaridad del individuo será exaltada. Sin embargo su peculiaridad tendrá poco que ver con lo que se ha llamado el alma nacional.  Una épica burguesa, o del individuo, es quizás por tanto una contradictio in terminis.


“The revenant” es pues la gesta de un individuo. Y algo más, la gesta de Norteamérica, una nación de individuos, la primogénita de la modernidad y su fiel guardiana. Y es allí, en su particularismo, en que residirá su nimiedad.