Cuestión de honor: Los duelistas, de Ridley Scott
Ridley Scott: The Duellist, David Puttnam, EEUU, 1977.
120 min.
Acaba de pasar un
aniversario más de Arequipa, y las reflexiones sobre la identidad y el genio de
la ciudad están a la vuelta de la esquina: algo justo y necesario. Entre muchas
cosas que conforman el complejo carácter del vecino arequipeño una destaca
entre las demás por lo lejana que resulta a la sensibilidad moderna, y que
resalta a todas luces prestándose algunas veces a la incomprensión, motejando a
los habitantes de estas tierras como orgullosos, y llevándosele hasta la
caricatura. Hablamos pues del Honor.
«Arequipa ciudad de dones, pendones y muchachos sin
calzones» reza el dicho, y lo dice bien. Hablamos
de una ciudad donde el sentido del honor entre sus vecinos estaba por encima de
la condición (o de la carencia) económica. Así pues, en esa línea, una historia
relatada por el Duque de Frías en su «Deleite de la discreción y la fácil
escuela de la agudeza» resulta muy particular: «En Arequipa, ciudad de gran
pobreza en el Perú, y de tal vanidad de sus vecinos […] Sucedió que llegando a
apearse en la posada cierto religioso grave, vio un mozuelo hecho andrajos,
díjole: –Há mancebo, tenme este estribo.
Respondióle enfurecido: –Há Padre, sabe
que habla con N. de tal, y de tal?, arrojándole millones de apellidos. A lo
que dijo el religioso: –Pues señor don
fulano de tal, y tal, y tal, vuestra merced vístase como se llame o llámese
como se vista».
El Honor es un valor casi
incomprensible en la sociedad burguesa en la que vivimos, en la cual todas las
relaciones humanas están signadas por el dinero y la comodidad a ultranza. Para
muestra un botón: las afrentas que antaño sólo se lavaban con sangre (aunque
sea un chorrito) ahora se solucionan con cuatro centavos previo engorroso
litigio. Y es que desde la legislación, hasta el sereno semblante del «hombre
masa» que reproduce esta sociedad a montones, se opone a cualquier otra
solución. Existirá pues un film, que además de sus cualidades técnicas y
artísticas, reflejará de manera sin par esta condición que el Antiguo Régimen heredó
–y aún hereda– a nuestra patria chica a pesar de los influjos liberales.
A finales del XVIII en las
fronteras francesas dos tenientes de la caballería napoleónica, Gabriel Feraud
(Harvey Keitel) y Armand d'Hubert (Keith Carradine) se verán envueltos en un
duelo luego de una –aparentemente inexistente– disputa. Feraud, vencido en este
primer duelo, y malherido aunque no fatalmente lastimado buscará la revancha de
manera obsesiva. Sólo la guerra –intermitente más siempre presente– contendrá
el deseo de limpiar el deshonor con el sable. Un segundo duelo será casi fatal
para d’Hubert, quién, a su vez libre de la muerte, se enfrascará en terminar el
asunto. Una serie de enfrentamientos de los dos célebres duelistas a lo largo
de su carrera militar y política, y al margen o evidentemente enfrentados con
sus intereses familiares y militares, signarán el tenor de la cinta, delineando
lentamente un boceto de las complejas personalidades de ambos soldados y
haciendo un retrato fiel de la época y de sus convenciones.
“Los
duelistas (1977)” es la ópera prima de Ridley Scott, quien se haría famoso por “Blade Runner (1979)” y “Alien,
el octavo pasajero (1982)”. En ella el director norteamericano nos regala
una deliciosa cinematografía que, acompañada por una cuidada ambientación y
vestuario, y que gracias a las excelentes actuaciones de Keitel y Carradine compondrán
un verdadero cuadro de época. Acudiendo a las obras pictóricas más importantes
de aquel tiempo, la psicología de los personajes será fielmente reflejada por
los ambientes y texturas en las que se desarrolla la trama y que –tan sólo
comparables a magníficas cintas como “Barry
Lyndon (1975)” de Stanley Kubrick– serán exquisitamente retratadas por su
cámara, brindándonos un panorama completo de ese período.
Los duelistas resulta un
film altamente recomendable, ya sea por su intensa trama y lo complejo –a la
vez que emocionante– de sus personajes, como por la hechura de la obra en sí,
que resulta todo un espectáculo a nuestros ojos. Acercarnos a ella, quizás
será, entrever algo de nosotros mismo que perdura de aquellos tiempos de
valentía, elegancia y compromiso con los ideales.