Épica Americana: El Renacido, de Alejandro G.
Iñárritu
Alejandro G. Iñárritu: The Revenant. Regency
Enterprises, RatPac-Dune Entertainment, Anonymous Content, M Productions, Appian
Way. USA. 2015. 156 min.
David Marcial Pérez en su
columna del diario español “El País” del 05/02/16, comentó sobre El Renacido lo
siguiente:
“La épica, como la
democracia, la filosofía o el yogur cremoso, la inventaron los griegos. Los
héroes antiguos las pasaban canutas durante sus viajes antes de regresar a casa
y cobrarse la dulce venganza. Ulises tuvo que torear con un cíclope,
descolgarse hasta los infiernos en busca de un adivino ciego y esquivar a
sirenas suicidas hasta que por fin volvió a Ítaca. ‘Nada existe en el mundo
mejor que la patria y los padres’, suspiró aliviado el héroe antes de pasar a
cuchillo a los pretendientes de su esposa y recuperar la corona.
Iñárritu, propenso a la
grandilocuencia, ha colocado en su última película a Leonardo DiCaprio como su
particular Ulises. ‘The Revenant’ es un viaje homérico hacia los límites de la
resistencia humana, una gesta con aires de western, una historia de
testosterona, violencia, hazañas y deslealtades”.
En las líneas siguientes, el
crítico abundará en la idea de comparar a “The Revenant” en un poema épico
frustrado. Concuerdo con Marcial Pérez tanto en la primera como en la segunda
de sus conclusiones, sin embargo mi reflexión llegará a este punto por otros
cauces.
La película, recrea
magistralmente (y allí reside su valor) la vida de un trampero y explorador
norteamericano en el S. XIX. Hugh Glass –personaje histórico cuya vida ha merecido
varias adaptaciones en películas y en tiras cómicas– y su hijo mestizo, miembro
de la nación pawnee, acompañaron la expedición del general William Henry Ashley
como jefe explorador en las inmediaciones del río Missouri, en los actuales
territorios de Dakota del Sur y Montana. La expedición tenía como fin la
recolección de pieles de castor y de alce. En el proceso son atacados por
indios sioux por lo que tienen que huir. En el camino Glass mantendrá un épico
encuentro con una osa grizzli –suceso asombrosamente retratado en el film– que
lo dejará a merced de sus enemigos y obligado a atravesar en solitario el
salvaje territorio norte de los Estados Unidos en busca de venganza.
Más allá de sus grandes
aciertos visuales y técnicos (en los que se resalta la música de Ryuichi
Sakamoto), tal como señala el crítico español antes mencionado, a pesar de sus
pretensiones el film de Iñarritu es demasiado huero para llegar a ser
considerado algo parecido a un texto épico. El mexicano desarrolla sobre el
écran una historia chata, en la que los personajes –incluido el protagonista-
resaltan justamente por su falta de profundidad psicológica. Esta suerte de
“maniqueísmo” de los caracteres, cuya rigidez y opacidad son aparentemente
justificadas por la rudeza del colono americano, nos hacen echar de menos a los
maravillosos personajes de los clásicos westerns de John Ford; aquellos que, en
su hermetismo, brillaban por una compleja personalidad enriquecida por
contrastes e incluso contradicciones. Así pues, una buena historia –desde
tiempos de Homero hasta nuestros días– es aquella que desciende a las
profundidades del alma humana mientras sus personajes regresan, o no, del mismo
infierno. Esto último puede ser, al fin y al cabo, simplemente una excusa para
lo primero. Finalmente, en la “épica” de
Iñarritu lo simplón de la historia es
compensado por una soberbia fotografía; algo, por otro lado, muy adecuado para
los actuales tiempos que corren de culto a la imagen y vaciamiento de los
sentidos.
Sin embargo, cabe destacar
un punto más en el filme; uno quizás inadvertido por Marcial Pérez. Esta
seudo-épica lo es tal por corresponder a lo más propio de la idiosincrasia
norteamericana: el espíritu moderno. Uno de los factores por los que la cinta
pierde profundidad –y por lo tanto universalidad– es que esta representa la gesta
de un individuo y no de una nación. Si en los poemas homéricos el tema de la
venganza pone en manifiesto el ser mismo
de los pueblos, encarnados en los héroes que los conducen; en el mundo moderno
–y en The Revenant– la revancha de un individuo necesariamente se remitirá a
una dimensión menos significativa, es decir se agotará en sí misma. La tragedia
personal –en todo el sentido del término– devendrá en intrascendente por focalizada y trivial, por más que la ideología
liberal se desgañite pregonando la supremacía del individuo frente al colectivo.
En géneros como la novela el efecto de mímesis (la identificación entre el
pequeño mundo del lector con las minucias relatadas en la obra) podrá operar
como amalgama necesaria para la lectura y, de algún modo, como pauta para el
éxito de la obra. Con la épica no funciona así; quizás sólo el genio de James
Joyce –y toda su locura– han logrado lo contrario.
Aquiles, cuando mostraba toda
su impiedad y crueldad, siendo reconocido como el más valiente y fiero de los
griegos, para luego detenerse a llorar a un amigo muerto con una ternura que bien
podría denominarse “femenina”, era algo más que un personaje contrariado:
devenía en un arquetipo. Héroes y dioses toman la palabra en los viejos relatos
griegos con la fuerza de lo impersonal, lo eterno. El individuo permanece ausente
en ellos, hasta el período helenístico, y tan sólo dejando expresa su condición
de tal. Los cantares de gesta mantienen esta línea en tiempos de la
Cristiandad. La irrupción del mundo
moderno, como es conocido, entronizará a la novela: género burgués por
excelencia, en el que la peculiaridad del individuo será exaltada. Sin embargo
su peculiaridad tendrá poco que ver con lo que se ha llamado el alma nacional. Una épica burguesa, o del individuo, es quizás
por tanto una contradictio in terminis.
“The revenant” es pues la
gesta de un individuo. Y algo más, la gesta de Norteamérica, una nación de
individuos, la primogénita de la modernidad y su fiel guardiana. Y es allí, en
su particularismo, en que residirá su nimiedad.