Dos caras, una sola
moneda: Hasta el último hombre, de Mel Gibson; y Silencio, de Martin Scorsese.
Mel Gibson: Hacksaw Ridge, Lionsgate, Pandemonium
Films, Permut Productions, Vendian Entertainment, Kylin Pictures, Australia/EEUU,
2016. 131 min.
Martin Scorsese: Silence, Emmett/Furla Films, Corsan
Films, Paramount Pictures, EEUU, 2016. 161 min.
¿Cuánto importan las
convicciones –especialmente las religiosas– en el mundo de hoy? Tenemos ante
nosotros una pregunta importante, impostergable y absolutamente vigente, pero
que a la vez se nos hace difícil y en muchos casos molesto responder. Ya desde
sus inicios, la Modernidad viene poniendo en tela de juicio visiones del mundo
que pretendan ser absolutas o totalizadoras. Regodeándose en la incertidumbre,
el liberalismo condenó y condena cualquier pretensión excluyente de verdad de los diferentes credos
y doctrinas, y en especial del cristianismo. Se atacó y se sigue atacando a la
religión. Además de acusarla de ser la fuente de ignorancia y superstición por
antonomasia, se la ha hecho culpable de gran parte de la violencia, el odio y
la división que ha azotado a la humanidad, aparentemente, todo a causa de la
defensa irreductible de inútiles creencias. Y si en nuestro siglo todo el mundo
repite que es una barbaridad mandar a la hoguera a un sujeto por el simple
hecho de haber negado la presencia real de Cristo en la Eucaristía; ya desde los
convulsos años del S. XVI –en los que aún permanecía fresco el doloroso
recuerdo de las guerras de religión– las consignas contra la fe comenzaban a
remecer las atribuladas conciencias de los hombres, cada vez más deslumbrados
por las proclamas de los nuevos profetas ilustrados, quienes venían anunciando al
pueblo «la buena nueva» del advenimiento de la «Edad del Hombre» en la que, libre
de las patrañas de la teología y apagadas las «hogueras de los intolerantes», se conquistaría la paz perpetua y
fraternidad universal. Cito una frase de «La esencia del cristianismo» de Ludwig Feuerbach, que ya en pleno
S. XIX resume bien todo lo antes dicho, y que hoy podría fungir de slogan de
una comunidad LGTB: «La fe separa, el amor une».
A pesar que las promesas de la
utopía ilustrada, y la tan mentada «autosuficiencia» de una humanidad –que
acabaría con todas las guerras mediante la abolición de la religión– devino únicamente en atroces pesadillas para la humanidad (las dos guerras mundiales,
el genocidio nazi y comunista, y un largo etcétera), la hegemonía del
pensamiento liberal que respiramos destila aún su odio contra cualquier grupo o
persona que hace alarde de sus creencias y que las manifieste segura y
abiertamente. Incluso se señala en nuestros tiempos que la solución para los
males –pasados y futuros– de este mundo pasaría simplemente por no creer en
nada, relativizar la verdad, o en su defecto, no manifestar ninguna creencia
porque toda fe es potencialmente peligrosa, ya que agazapa una cruzada. Lo
importante –diría el pensamiento políticamente
correcto o el mainstream de las
ideas– sería simplemente «convivir», lo que equivaldría a minimizar las
creencias de cada uno al punto de invisibilizarlas, para así no «ofender a los
demás». Se sacrificaría la honesta búsqueda de la Verdad y de lo Bueno –que es
la base de la verdadera convivencia– por una «concordia» inmediatista o
superficial, basada en la negación sistemática de cualquier principio que
pudiera dar origen a un conflicto dogmático, pero que a la larga –obviamente–
fungirá de bomba de tiempo al desencadenarse la serie de disputas, simplemente amordazadas,
que se mantienen en ciernes.
La coyuntura reciente hace eco
a las anteriores consideraciones. Sabemos que por todo medio se quieren
silenciar las manifestaciones religiosas en occidente (también en el Perú),
descalificando a priori cualquier
opinión que tenga por base un criterio religioso. Sin embargo, y para más inri,
los aires liberales del «todas las creencias son iguales en el fondo, lo
importante es no molestar al otro» se dejan sentir incluso en ambientes
inaccesibles a ellos hace algunos años, y azotan con sus insolentes ráfagas los
pasillos del Vaticano de donde se escuchan afirmaciones del tipo de «es mejor
ser ateo que un católico hipócrita». Comienza así a hacerse popular una
seudo-pastoral que nos invita a tener muy bien guardados los crucifijos dentro
de la camisa, ya que según ella muchas veces ser «bueno» justamente radica en
no mostrarse abiertamente creyente, pues esto puede «ofender».
Y, bueno, como no podía ser
menos, dichas pugnas también se han proyectado en el écran. Estos tiempos
turbulentos han dado a luz dos filmes que muy bien pueden dar cuenta de la
coyuntura. Ambos rodados por católicos (cada uno a su estilo), de muy buena
factura y de impacto mediático, pueden echarnos una mano para hacer un análisis
de circunstancias.
«Silencio» es la última cinta del
afamado director ítalo-americano Martin Scorsese. Adaptada de la novela de Shusaku Endo, y ambientada en el S.
XVII, el filme relata la historia de la persecución religiosa sufrida por los
misioneros jesuitas en el Japón bajo el shogunato de Tokugawa. Sin embargo, el
tema es simplemente un pretexto para abordar el drama existencial del ser
humano frente a la fe, como lo hubiera hecho en películas anteriores como «La
última tentación de Cristo» (1988), «Kundun» (1997) o hasta en «Mean Streets»
(1973). Scorsese, «católico en el sentido cultural», o «a su manera», como se
suele denominar últimamente, es un claro ejemplo –como también lo es Buñuel– de
la lucha interna por conciliar los valores de la tradición cristiana con los de
la modernidad. Lucha fallida por cierto, pero por eso no menos hermosa. Sin
embargo, y más allá de las torpes y sesgadas críticas de personajes que como
Carlos Boyero (del diario «El País») que cuestionan el film justamente por
avocarse una temática religiosa (que
para ciertos individuos resulta tan insufrible como lanzarle agua bendita a Linda
Blair), coincidimos con muchos que el film resulta fallido. El último Scorsese,
ciertamente desgastado con los años, nos ha venido presentando películas cuyo
sentido cinematográfico y temático se diluye, ofreciéndonos una muchas veces
inconexa y efectista explosión de imágenes. El caso de «Silencio» tiene que ver
con esto, ya que la profundidad psicológica que hubiera podido tener la
película se convierte en algo tedioso y malogrado.
Por otro lado, vale la pena
resaltar la polémica que ha despertado la cinta. En diversos ambientes han
surgido voces de aclamación y crítica sobre el contenido –la verdadera
intención– de la obra. Mientras que literatos católicos de la talla de Juan
Manuel de Prada la han elogiado resaltando la complejidad y la humanidad de la
película, y señalando que ella «muestra el combate de la fe en circunstancias
de sufrimiento extremo», un gran número de conocedores han calificado a la
cinta de una apología de la apostasía, ya que en general la trama discurre en
cómo se puede ser fiel a Dios, ayudar a la comunidad y traer bien a los tuyos,
negando la fe. Sin dejar de tener en cuenta las palabras de De Prada, nosotros
nos alineamos con la segunda posición, entre las que destaca la del crítico de
cine, Mons. Robert Barron, quien recomienda tener cautela sobre las «lecciones»
que se puedan extraer de la película, enfatizando la problemática ambigüedad
del filme.
No obstante, consideramos que
justamente en dicha ambigüedad se pueden leer unos mensajes muy claros y
sugerentes que palpitan entre líneas. Se
hace evidente que mucho del trasfondo de «Silencio», o lo que podríamos
denominar los «beneficios de la apostasía» o de una religión más que discreta,
están en consonancia con los parámetros de esta seudo-pastoral católica que
corresponde más a los intereses liberales. La película parece ser que responde a
esa línea cada vez más fuerte en la Iglesia Católica, que pretende adaptarse
con los parámetros de un mundo contrario a ella, para así confundirse y
disolverse en el pensamiento dominante. Toda la trama parece indicar que se
deba sacrificar la creencia por algo –aparentemente– de mucho más importancia:
la «convivencia pacífica y feliz». Por otro lado, la ambigüedad con la que
algunos pastores tratan de tocar los dogmas de la fe para «adaptarlos» a los
tiempos –sin que abiertamente se proclame un cambio sustancial– para así deformarlos
hasta que quepan en los deseos de las masas, es equivalente a la ambigüedad que
parece ser que es el punto fuerte y el talón de Aquiles de la cinta en
cuestión.
En las antípodas de «Silencio»,
encontramos una película también realizada el 2016: «Hasta el último hombre», dirigida
por el polémico y tantas veces detestado por Hollywood: Mel Gibson. Cineasta
muy conocido por su militancia religiosa, y acusado por muchos de cerril e
intolerante (acordémonos que fue acusado de antisemita por «La Pasión de Cristo»
(2004), y por su afiliación a grupos católicos tridentinos), Gibson había
sufrido una mala racha con sus últimas películas, las cuales no habían tenido
impacto en la taquilla y en la crítica. Sin embargo, «Hasta el último hombre»
ha redimido la deuda que tenía este realizador, considerándose como un éxito
por los muchos expertos que la han juzgado. Ganadora de dos premios Oscar de la reciente edición, el film se
presenta sólido, efectivo y atrapante. Conjuga hábilmente lo mejor del film
bélico –en toda su crudeza y dolor– con un preciso toque de humor e intimismo.
«Hasta el último hombre» nos
acerca a la historia (real) de Desmond Doss, un adventista objetor de
conciencia durante la Segunda Guerra Mundial, quien se convirtió en un héroe en
Okinawa al salvar a numerosos hombres de su sección, mientras soportaba el
ataque japonés. Sin embargo, antes de registrar su nombre en la historia, Doss
tuvo que soportar terribles vejámenes, injusticias y soledades por su condición
de creyente. Como buen adventista fiel a su fe, el recluta se negó
sistemáticamente a portar un arma durante la batalla, deseando únicamente
participar en la conflagración como camillero. Las barreras burocráticas, el
prejuicio de sus compañeros, el desprecio de sus superiores, y hasta las
censuras de su familia llevarían al límite su deseo de sacrificarse por su
país, siendo siempre presionado –abierta o veladamente– a que renuncie en su
empeño. Afortunadamente, Doss pudo cumplir su meta a cabalidad, apoyado
justamente en las creencias que todos despreciaban o tildaban de absurdas o
radicales. «Hasta el último hombre» es pues un film contracorriente. En él se
busca ensamblar valores mal tenidos por muchos como el patriotismo y la fe, que
son en buena cuenta los blancos principales de las películas de la propaganda anti-bélica.
Así pues, el destacar la importancia de las creencias religiosas, más allá de
la opinión «general» u «oficial» resulta verdaderamente audaz.
Finalmente, un último y
curioso dato: mientras que «Silencio» fuera estrenada en la Ciudad del Vaticano
–sin tener luego mayor resonancia mediática–, la cinta del confesional Mel
Gibson recibiría su espaldarazo del gran público. Debemos preguntarnos luego:
¿quién es el verdadero heterodoxo?