martes, 14 de marzo de 2017

Dos caras, una sola moneda: Hasta el último hombre y Silencio

Dos caras, una sola moneda: Hasta el último hombre, de Mel Gibson; y Silencio, de Martin Scorsese.
Mel Gibson: Hacksaw Ridge, Lionsgate, Pandemonium Films, Permut Productions, Vendian Entertainment, Kylin Pictures, Australia/EEUU, 2016. 131 min.
Martin Scorsese: Silence, Emmett/Furla Films, Corsan Films, Paramount Pictures, EEUU, 2016. 161 min.



¿Cuánto importan las convicciones –especialmente las religiosas– en el mundo de hoy? Tenemos ante nosotros una pregunta importante, impostergable y absolutamente vigente, pero que a la vez se nos hace difícil y en muchos casos molesto responder. Ya desde sus inicios, la Modernidad viene poniendo en tela de juicio visiones del mundo que pretendan ser absolutas o totalizadoras. Regodeándose en la incertidumbre, el liberalismo condenó y condena cualquier pretensión  excluyente de verdad de los diferentes credos y doctrinas, y en especial del cristianismo. Se atacó y se sigue atacando a la religión. Además de acusarla de ser la fuente de ignorancia y superstición por antonomasia, se la ha hecho culpable de gran parte de la violencia, el odio y la división que ha azotado a la humanidad, aparentemente, todo a causa de la defensa irreductible de inútiles creencias. Y si en nuestro siglo todo el mundo repite que es una barbaridad mandar a la hoguera a un sujeto por el simple hecho de haber negado la presencia real de Cristo en la Eucaristía; ya desde los convulsos años del S. XVI –en los que aún permanecía fresco el doloroso recuerdo de las guerras de religión– las consignas contra la fe comenzaban a remecer las atribuladas conciencias de los hombres, cada vez más deslumbrados por las proclamas de los nuevos profetas ilustrados, quienes venían anunciando al pueblo «la buena nueva» del advenimiento de la «Edad del Hombre» en la que, libre de las patrañas de la teología y apagadas las «hogueras de los intolerantes», se conquistaría la paz perpetua y fraternidad universal. Cito una frase de «La esencia del cristianismo» de Ludwig Feuerbach, que ya en pleno S. XIX resume bien todo lo antes dicho, y que hoy podría fungir de slogan de una comunidad LGTB: «La fe separa, el amor une».

A pesar que las promesas de la utopía ilustrada, y la tan mentada «autosuficiencia» de una humanidad –que acabaría con todas las guerras mediante la abolición de la religión– devino únicamente en atroces pesadillas para la humanidad (las dos guerras mundiales, el genocidio nazi y comunista, y un largo etcétera), la hegemonía del pensamiento liberal que respiramos destila aún su odio contra cualquier grupo o persona que hace alarde de sus creencias y que las manifieste segura y abiertamente. Incluso se señala en nuestros tiempos que la solución para los males –pasados y futuros– de este mundo pasaría simplemente por no creer en nada, relativizar la verdad, o en su defecto, no manifestar ninguna creencia porque toda fe es potencialmente peligrosa, ya que agazapa una cruzada. Lo importante –diría el pensamiento políticamente correcto o el mainstream de las ideas– sería simplemente «convivir», lo que equivaldría a minimizar las creencias de cada uno al punto de invisibilizarlas, para así no «ofender a los demás». Se sacrificaría la honesta búsqueda de la Verdad y de lo Bueno –que es la base de la verdadera convivencia– por una «concordia» inmediatista o superficial, basada en la negación sistemática de cualquier principio que pudiera dar origen a un conflicto dogmático, pero que a la larga –obviamente– fungirá de bomba de tiempo al desencadenarse la serie de disputas, simplemente amordazadas, que se mantienen en ciernes.     
  
La coyuntura reciente hace eco a las anteriores consideraciones. Sabemos que por todo medio se quieren silenciar las manifestaciones religiosas en occidente (también en el Perú), descalificando a priori cualquier opinión que tenga por base un criterio religioso. Sin embargo, y para más inri, los aires liberales del «todas las creencias son iguales en el fondo, lo importante es no molestar al otro» se dejan sentir incluso en ambientes inaccesibles a ellos hace algunos años, y azotan con sus insolentes ráfagas los pasillos del Vaticano de donde se escuchan afirmaciones del tipo de «es mejor ser ateo que un católico hipócrita». Comienza así a hacerse popular una seudo-pastoral que nos invita a tener muy bien guardados los crucifijos dentro de la camisa, ya que según ella muchas veces ser «bueno» justamente radica en no mostrarse abiertamente creyente, pues esto puede «ofender».

Y, bueno, como no podía ser menos, dichas pugnas también se han proyectado en el écran. Estos tiempos turbulentos han dado a luz dos filmes que muy bien pueden dar cuenta de la coyuntura. Ambos rodados por católicos (cada uno a su estilo), de muy buena factura y de impacto mediático, pueden echarnos una mano para hacer un análisis de circunstancias. 

«Silencio» es la última cinta del afamado director ítalo-americano Martin Scorsese. Adaptada de la novela de Shusaku Endo, y ambientada en el S. XVII, el filme relata la historia de la persecución religiosa sufrida por los misioneros jesuitas en el Japón bajo el shogunato de Tokugawa. Sin embargo, el tema es simplemente un pretexto para abordar el drama existencial del ser humano frente a la fe, como lo hubiera hecho en películas anteriores como «La última tentación de Cristo» (1988), «Kundun» (1997) o hasta en «Mean Streets» (1973). Scorsese, «católico en el sentido cultural», o «a su manera», como se suele denominar últimamente, es un claro ejemplo –como también lo es Buñuel– de la lucha interna por conciliar los valores de la tradición cristiana con los de la modernidad. Lucha fallida por cierto, pero por eso no menos hermosa. Sin embargo, y más allá de las torpes y sesgadas críticas de personajes que como Carlos Boyero (del diario «El País») que cuestionan el film justamente por avocarse una  temática religiosa (que para ciertos individuos resulta tan insufrible como lanzarle agua bendita a Linda Blair), coincidimos con muchos que el film resulta fallido. El último Scorsese, ciertamente desgastado con los años, nos ha venido presentando películas cuyo sentido cinematográfico y temático se diluye, ofreciéndonos una muchas veces inconexa y efectista explosión de imágenes. El caso de «Silencio» tiene que ver con esto, ya que la profundidad psicológica que hubiera podido tener la película se convierte en algo tedioso y malogrado.

Por otro lado, vale la pena resaltar la polémica que ha despertado la cinta. En diversos ambientes han surgido voces de aclamación y crítica sobre el contenido –la verdadera intención– de la obra. Mientras que literatos católicos de la talla de Juan Manuel de Prada la han elogiado resaltando la complejidad y la humanidad de la película, y señalando que ella «muestra el combate de la fe en circunstancias de sufrimiento extremo», un gran número de conocedores han calificado a la cinta de una apología de la apostasía, ya que en general la trama discurre en cómo se puede ser fiel a Dios, ayudar a la comunidad y traer bien a los tuyos, negando la fe. Sin dejar de tener en cuenta las palabras de De Prada, nosotros nos alineamos con la segunda posición, entre las que destaca la del crítico de cine, Mons. Robert Barron, quien recomienda tener cautela sobre las «lecciones» que se puedan extraer de la película, enfatizando la problemática ambigüedad del filme.

No obstante, consideramos que justamente en dicha ambigüedad se pueden leer unos mensajes muy claros y sugerentes que palpitan entre líneas.  Se hace evidente que mucho del trasfondo de «Silencio», o lo que podríamos denominar los «beneficios de la apostasía» o de una religión más que discreta, están en consonancia con los parámetros de esta seudo-pastoral católica que corresponde más a los intereses liberales. La película parece ser que responde a esa línea cada vez más fuerte en la Iglesia Católica, que pretende adaptarse con los parámetros de un mundo contrario a ella, para así confundirse y disolverse en el pensamiento dominante. Toda la trama parece indicar que se deba sacrificar la creencia por algo –aparentemente– de mucho más importancia: la «convivencia pacífica y feliz». Por otro lado, la ambigüedad con la que algunos pastores tratan de tocar los dogmas de la fe para «adaptarlos» a los tiempos –sin que abiertamente se proclame un cambio sustancial– para así deformarlos hasta que quepan en los deseos de las masas, es equivalente a la ambigüedad que parece ser que es el punto fuerte y el talón de Aquiles de la cinta en cuestión.  

En las antípodas de «Silencio», encontramos una película también realizada el 2016: «Hasta el último hombre», dirigida por el polémico y tantas veces detestado por Hollywood: Mel Gibson. Cineasta muy conocido por su militancia religiosa, y acusado por muchos de cerril e intolerante (acordémonos que fue acusado de antisemita por «La Pasión de Cristo» (2004), y por su afiliación a grupos católicos tridentinos), Gibson había sufrido una mala racha con sus últimas películas, las cuales no habían tenido impacto en la taquilla y en la crítica. Sin embargo, «Hasta el último hombre» ha redimido la deuda que tenía este realizador, considerándose como un éxito por los muchos expertos que la han juzgado. Ganadora de dos premios  Oscar de la reciente edición, el film se presenta sólido, efectivo y atrapante. Conjuga hábilmente lo mejor del film bélico –en toda su crudeza y dolor– con un preciso toque de humor e intimismo.

«Hasta el último hombre» nos acerca a la historia (real) de Desmond Doss, un adventista objetor de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial, quien se convirtió en un héroe en Okinawa al salvar a numerosos hombres de su sección, mientras soportaba el ataque japonés. Sin embargo, antes de registrar su nombre en la historia, Doss tuvo que soportar terribles vejámenes, injusticias y soledades por su condición de creyente. Como buen adventista fiel a su fe, el recluta se negó sistemáticamente a portar un arma durante la batalla, deseando únicamente participar en la conflagración como camillero. Las barreras burocráticas, el prejuicio de sus compañeros, el desprecio de sus superiores, y hasta las censuras de su familia llevarían al límite su deseo de sacrificarse por su país, siendo siempre presionado –abierta o veladamente– a que renuncie en su empeño. Afortunadamente, Doss pudo cumplir su meta a cabalidad, apoyado justamente en las creencias que todos despreciaban o tildaban de absurdas o radicales. «Hasta el último hombre» es pues un film contracorriente. En él se busca ensamblar valores mal tenidos por muchos como el patriotismo y la fe, que son en buena cuenta los blancos principales de las películas de la propaganda anti-bélica. Así pues, el destacar la importancia de las creencias religiosas, más allá de la opinión «general» u «oficial» resulta verdaderamente audaz.


Finalmente, un último y curioso dato: mientras que «Silencio» fuera estrenada en la Ciudad del Vaticano –sin tener luego mayor resonancia mediática–, la cinta del confesional Mel Gibson recibiría su espaldarazo del gran público. Debemos preguntarnos luego: ¿quién es el verdadero heterodoxo?