Roland Joffé: The Killing Fields, Goldcrest, International Film Investors, Enigma
Productions. Reino Unido. 1984. 141 min.
No hay lugar a dudas: estamos en
un tiempo de rankings. Tenemos listas
para todo: restaurantes, universidades, y centros nocturnos; hemos sopesado y
clasificado a artistas, papas y reinas de belleza; tenemos a nuestra
disposición escalafones sobre creencias, maravillas y perversidades. Más allá
de comentar esta manía moderna de contabilizar –y por ende, controlarlo todo–,
y que resume bien ese espíritu prometeico que ha impulsado al hombre a
reemplazar a Dios; en esta oportunidad también echaré mano de un «ranking», uno
de los más oscuros pero a la vez más reveladores de todos. Uno que, quizás, nos
quite la manía de contar, pesar y dividir; potestad que, como se relata en el
Festín de Baltazar, sólo pertenece a Dios por entero.
Si uno navega con cuidado por la
red, tropezará con particulares listas, muchas de ellas respaldadas por
estudios demográficos serios, en las que se da cuenta de los mayores genocidios
de la humanidad. En ellos el comunismo se lleva el galardón, ya que los más
grandes holocaustos humanos se han realizado sobre sus altares, sacrificando
más de 150 millones de personas al «dios» de la igualdad y justicia social. Según
muchos, la matanza más grande de la historia se dio 1949 y 1961 y que llegó a
su auge con el «Gran salto adelante». Este utópico proyecto, concebido por Mao
Tse Tung, se llevó aproximadamente 50 millones de almas en procura de la
industrialización forzada que convertiría a China en el paraíso en la tierra.
En segundo lugar, y por un margen muy corto, encontramos a otro campeón comunista
del genocidio: Josif Stalin. Él sería responsable de 16 millones de personas
asesinadas en el periodo que va desde 1932 a 1933, llamado Holomodor o «Gran genocidio ucraniano», otra gran política de
industrialización forzada y reingeniería social. Además bajo su régimen
morirían al menos 20 millones de personas en los gulags o campos de concentración, normalmente opositores políticos
o miembros de etnias disidentes como los kazajos. El tercer puesto se lo lleva
el muy conocido, pero igual de cruel e infame genocidio nazi, que exterminó racional
y metódicamente a doce millones de personas.
Este catálogo de horrores, (que
no por nada inicia en 1793 con el primer genocidio de la historia, registrado
en La Vendeé, Francia, e iniciado por el gobierno de la Revolución Francesa),
tiene dos factores en común. Características que configuran a un genocidio. El
primero: una organización que planifica, desarrolla y perfecciona mecanismos
sistemáticos con el objetivo de exterminar a una población determinada. El segundo:
la consigna que esa eliminación de un grupo humano será necesaria para lograr
la mejoría radical de la humanidad en términos materiales. Estamos pues frente
a la utopía en toda su dimensión: la secularización de la esperanza cristiana
de un mundo de plena felicidad, devenido paraíso terrenal que –según los
genocidas– se realizará irremediablemente aquí y ahora para el bien del hombre.
Hablamos también de un actuar sofisticadamente racional, y que nada tiene que
ver con la explosión pasional o afectiva de un asesinato vulgar. Confrontémonos
así frente a los frutos amargos de la razón desacralizada, omnímoda y
autoreferente.
No obstante este breve recuento,
escrito con vergüenza y consternación, es imprescindible recordar uno de los
genocidios que, si bien no destacan en el top
por sus –aparentemente– menores números, es unánimemente reconocido como el mayor
genocidio jamás ocurrido, si se habla de cifras proporcionales. Hablamos del holocausto
camboyano, desarrollado entre 1975 y 1979 por el líder maoísta Pol Pot, y
retratado muy prolija y emotivamente por «The Killing Fields» (1984), cinta de
Roland Joffé. Película que sobria y adecuadamente relata el episodio más oscuro
de la humanidad: en menos de cuatro años el jemer
rojo –partido comunista camboyano– exterminó al 25% de la población total
de Camboya, es decir a 3 millones de personas.
¿Creyente, alfabeto, comerciante,
profesor, prostituta? Es suficiente para ser condenado a muerte en el régimen
de Pol Pot. ¿Tiene anteojos o manos sin callos? Una razón más para ser
desechado del paraíso campesino que los jemeres rojos estaban forjando en las
selvas de Indochina. Era el año cero: la semana ahora tenía diez días. Estaba
prohibida la moneda y las ciudades debían ser abandonadas. Todo vestigio del
pasado burgués debía ser borrado. La vigorosa mente de los campesinos –los
únicos que tenían la razón según esta
versión del marxismo– es la que debía guiar el camino para la aparición del
nuevo mundo. Sin embargo Pol Pot y la mayoría de sus secuaces no eran
campesinos (con singular coincidencia con lo que pasaría con Sendero Luminoso),
eran más bien profesores universitarios, formados en Francia. Sin embargo este
insignificante dato no era obstáculo para decretar el nacimiento de una nueva
sociedad enteramente justa, que lideraría la revolución mundial.
Pol Pot era maoísta, y quiso
replicar lo intentado por su maestro en tiempo record. Si Mao fracasó en
industrializar China en una década, Pol Pot buscó hacerlo en cinco años. Para
esto tuvo que llevar a los camboyanos al límite, haciéndolos trabajar hasta la
muerte en arrozales. Con los ingresos industrializaría Camboya. Por su parte,
en esos cinco años se re-crearía la sociedad, haciendo surgir una «conciencia
campesina». El propio Mao se sorprendería de la radical apuesta de Pol Pot. Era la reingeniería social a la que nos tiene
acostumbrados la izquierda, pero en su versión máxima. No se hizo con la
sofisticación alemana del gas Zyklon, el machete era el arma preferida, pero la
organización del partido hizo de esta arma rudimentaria algo altanamente eficiente.
Afortunadamente para nosotros
hubo testigos que escaparon a la masacre. Uno de ellos fue el reportero
camboyano Dith Pran. Luego de vivir el infierno, escaparía del régimen de
terror comunista, para después describirlo vívidamente en su autobiografía. En
ella se basa enteramente «Los gritos del silencio», haciéndonos vivir esta
pesadilla sin perder la esperanza que palpita en el ser humano, y que ninguna
ideología podrá destruir. Los gritos del silencio es pues, además de un
valiente testimonio sobre un acontecimiento poco conocido, un canto a la
humanidad; a aquella que se alza a pesar de ella misma. Un filme imperdible y
que –al igual que cintas más recientes como «First They Killed My Father» (2017),
dirigida por Angelina Jolie y disponible en Netflix– nos ayuda a comprender en
toda su dimensión la vileza y grandeza humana.