Épica y lirismo: Doctor Zhivago, de David Lean.
David Lean: Doctor Zhivago. Metro-Goldwyn-Mayer,
EEUU, 1965, 197 min.
Stalin alguna vez
dijo: «Un hombre muerto es una tragedia; un millón de hombres muertos son
estadística». En esta frase el líder soviético condensó el nuevo espíritu con
el que el comunismo quería transmutar la
realidad. Así pues, según las severas pautas del materialismo dialéctico la
individualidad debía ser inmolada a la «historia» y su irremediable progreso. La
utopía, la más cruel de las sirenas de la modernidad, había de cautivar con su
canto –falaz y espantoso, pero aparentemente bello– a toda una generación que
pretendió el sacrificio propio y del prójimo por la construcción de un mundo
perfecto. Todos querían la evolución de la sociedad a marchas forzadas, aunque en
ello se les fuera la vida a pueblos enteros. En medio de ese trashumar
demoniaco, los policías del espíritu a fuerza de miedo y propaganda se
encargarían de hacer monstruosa la imagen del antiguo régimen, para que todos
se cuidaran de ansiar dar vuelta atrás. Sin embargo, siempre hubo almas
elevadas que se enfrentaron a la masa enloquecida, al leviatán. Esta breve
reseña da cuenta de un personaje que las encarna.
«Doctor Zhivago» (1965)
es una película de David Lean, basada en la novela homónima del consagrado
poeta Boris Pasternak; obra censurada en la URSS y aclamada en occidente, en
dónde alcanzó el Nobel de Literatura. Ella da cuenta de la vida de un médico y
poeta, Yuri Zhivago, quién se aferra a la búsqueda de la belleza en un mundo
cada vez más inhumano: la Rusia en el caos de la revolución bolchevique. De una
factura soberbia, la película de Lean constituye, sin duda, una obra maestra de
la cinematografía. Se puede resaltar entre muchos de sus aciertos, su soundtrack, a estas alturas clásico; un
vestuario y escenografía cuidada al detalle; la actuación inolvidable de Omar
Shariff (como Zhivago) y Julie Christie, entre muchos otros secundarios de lujo.
Pero por sobre todo la cinta destaca por su maravillosa cinematografía, aquella
que destaca por sus hermosos colores y tomas, como por el uso de transparencias
al estilo de Max Ophülus. Hablamos de una película que, magistralmente, conjuga
los dos géneros por excelencia: en el trasfondo resuenan los timbres épicos de la
gran zaga del pueblo ruso en 1917, pero sobre todo en ella vibra el lirismo evocado
en cada escena, cada encuadre, cada combinación de tonos. Lirismo que se
orienta a describir, con gran acierto, la sensibilidad del protagonista.
Esta especial
oposición entre épica y lírica que se advierte de la composición
cinematográfica, también da cuerpo y sentido al argumento y la trama en sí.
Doctor Zhivago es el sublime canto al triunfo de la individualidad y
sentimiento encarnado en el poeta intimista; aquel cuya emoción es desbordante
y que refulge en armonía a la belleza del paisaje (algo que sólo la excepcional
actuación de Omar Shariff podía expresar), mientras lucha contra la Historia
que amenaza con fracturarlo mediante un sinfín de infortunios. Se nos
evidencia, así, la supremacía de la lírica sobre la épica; del individuo sobre
la masa, de la poesía sobre la historia; del espíritu sobre la materia. Una
frase de la propia película, en boca de un comisario político bolchevique,
refiere esta confrontación: «La vida privada ha muerto en Rusia», referirá.
Ante ella, Zhivago no sólo callara, sino que hará de sí mismo la prueba viviente
del equívoco de esa consigna. Como un mártir, vivirá a plenitud su singularidad,
haciendo imposible las perversas pretensiones del régimen. Luego, el soberbio
aparato de represión y violencia se mostraría impotente ante un solo hombre;
íntegro a pesar de la tortura y la amenaza.
«La muerte de la subjetividad»
constituía el ideal más cruel y delirante del bolcheviquismo, el que pretendía
acabar con la humanidad que habita en cada individuo en pos del «futuro». Nuestro
personaje, como víctima expiatoria se enfrentaría al engranaje totalitario, a
la prostitución y alienación definitiva, a la colonización del alma por la supuesta
«conciencia de clase» (que más bien opera como el vaciamiento de la conciencia
en pos del poder desencarnado). La poesía había vencido, finalmente, al eslogan
estúpido y masificado.
A estas alturas, en
casi todos los rincones del mundo, el comunismo –ese gigante con pies de barro
al que la mayoría adoró cual otro Baal sangriento– ya ha caído. Sin embargo ya
estaba muerto en el alma de los hombres verdaderamente libres. La muerte de
Yuri Zhivago, en la secuencia final de la película, es elocuente en este
sentido. La felicidad embarga al poeta a pesar de la adversidad, ya que es
capaz de vivir con plenitud la humanidad y no habita en su obsceno remedo: la
ideología. Zhivago será un personaje que prefigurará a otros grandes artistas e
intelectuales que fueron los verdaderos verdugos del comunismo: Solzhenitsyn, Sofía
Petrovna, Joseph Brodsky, Sajarov, Yuri Daniel, Siniavski y el propio Pasternak.
Recordemos que fueron un puñado de escritores los que, a pesar de la
persecución y el asesinato, sigilosamente consumarían la caída de ese monstruo
hueco. Aquellos quienes no se atemorizaron al pasear, cual nuevos dantes, por
las regiones infernales, pues tenían la luz de la humanidad que resplandece en
el interior de los hombres de buena voluntad.
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