¿Por qué
queremos tanto a César?
Un
acercamiento al icónico vate César Vallejo
En 1963, el monje cisterciense y afamado
crítico literario norteamericano Thomas Merton afirmó que César Vallejo era “el
más grande poeta católico desde Dante”. Esta afirmación podría sorprender a
muchos, pues es conocida la activa militancia comunista del poeta. Aquella lo
llevaría a visitar dos veces la Unión Soviética, para luego ensalzarla con
libros como «Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin» y «Rusia ante el segundo plan
quinquenal». Testimonios de su fe en el marxismo serán, también, sus colecciones de
ensayos «Contra el secreto profesional» y «El arte y la revolución», y sobre todo su actividad
propagandística a favor del gobierno republicano, un apéndice de la URSS en los
últimos años de la Guerra Civil Española. Sabemos también que al final de su
vida vivió de espaldas a cualquier culto, emancipándose de la moral cristiana. Conviviría
con algunas mujeres hasta casarse –civilmente– con la última de ellas, Georgette
Philippart. Mujer afectada gravemente en su salud por haberse sometido a
múltiples abortos inducidos a instancias del propio Vallejo, según su amigo y
confidente Juan Larrea. Así pues, ¿es posible afirmar que Vallejo es un poeta
católico? ¿Qué es lo católico, en suma? Quizás la respuesta la tenga el propio
Merton, quien afirmó que por católico quiso decir “universal”.
Humildemente, me atrevo a afirmar lo mismo que
Merton. Vallejo es el poeta católico por excelencia en estos tiempos en los que,
a diferencia de los de Dante, la cultura resiente y abjura explícitamente de
Cristo. Como clarividente señalaran Nietzsche y Feuerbach –profetas
contemporáneos– «Dios ha muerto» para nuestra mentalidad porque el
secularismo lo ha matado, y ahora «el hombre no tiene más Dios que el hombre». Vivimos pues en una época en que los grandes
artistas, como nuestro “cholo inmortal”, cultivan el amor por la Belleza Eterna
a pesar de sí mismos y de sus almas, atormentadas por los cantos de (las)
sirena(s) de la modernidad; en una época en la que de la Belleza solo quedan
ruinas o lamentos. No por nada la obra cumbre de la poesía contemporánea –junto
con «Trilce» y los «Cantos» de Pound– se titula «The wasted land», texto en el que
T.S. Elliot canta –cual nuevo Jeremías– a la desolación del orbe y los pequeños
rastros de Dios que aún relumbran en él. Hablando de esa dolorosa contradicción
y el ansia de eternidad –mutilada en nuestro tiempo– otro buen poeta, Octavio
Paz, diría que la vena y vocación tradicional y cristiana de Vallejo contrastaban
–y hasta cierto punto complementaban– su radicalismo político y poético.
Catolicismo
o comunidad de amor y dolor.
Hegel
conceptualizó al cristianismo en su «Fenomenología del Espíritu» como la doctrina
de la “conciencia infeliz”. El término alude al estadio histórico en el que la
humanidad adquirió una noción de plenitud y universalidad del sufrimiento
humano, y de su necesaria comunión. Se trata de una definición acertada. El
cristianismo exalta en la figura del Cristo Redentor el valor pleno del dolor. Aflicción
que es efecto del pecado, y que, ya transfigurada por el padecimiento de Cristo
–quien le dio sentido con su Holocausto– se convierte en fuerza liberadora del
cosmos cuando la humanidad la acoge y experimenta con plena conciencia. Vallejo,
asimiló en las serranías de Trujillo toda la intensidad de este paradigma
cristiano, y desarrolló su poética hurgando las entretelas del dolor
metafísico, concibiéndolo como el punto de partida para la liberación del
hombre. Sin embargo, la cultura de su época le imposibilitó creer en el viejo y
pobre Cristo de sus abuelos indígenas. La modernidad con su voz unívoca
proclamó la “superación” de la religión y el triunfo de la humanidad. Vallejo,
sin desligarse del todo de sus orígenes se sumergió en aquella visión
hegemónica de los círculos intelectuales y artísticos de su época. Paradigma
que por entonces (aún la Humanidad no habría apurado el cáliz del totalitarismo
hasta las heces) se insinuaba la correcta.
La
redención por el amor, ¿cuál amor?
En su
famoso poema «Masa» Vallejo proclamaría la derrota de la muerte y del dolor
–victoria que los cristianos atribuimos al sacrificio de Jesús– a la comunión
filantrópica de la humanidad:
«Al fin
de la batalla,
y muerto
el combatiente, vino hacia él
un hombre
y le dijo: ‘¡No mueras, te amo tanto!’
Pero el
cadáver ¡ay! siguió muriendo […]
Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste,
emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó
al primer hombre; echóse
a
andar...»
En él
resuenan ecos del texto de Elizabeth Chaney (1859) sobre la redención por el
Amor doliente en la figura de Cristo:
«Cuando
en torno el silencio me recubre
en las
horas del día o de la noche,
resuena
un grito que me pone tenso,
clamor
que rueda de la Cruz del Monte.
La vez
primera que me hiere, vuelo,
Ansioso
busco, y sólo encuentro un Hombre
En
congojas de Cruz.
‘Te voy
a liberar de tus horrores’
Le
grito, y corro a desclavar sus pies.
Mas al
punto su voz me sobrecoge:
‘¡No!
Déjame en la Cruz.
Cuando
todos los hombres,
Las
mujeres, los niños,
A mis
pies se congreguen, solo entonces
Me
podrán desclavar’ […]
Y
escucho: ‘Vete, tierra y mar recorre,
Y di a
todo mortal en tu camino:
¡En la
Cruz pende un Hombre!’»
Para Vallejo
el Amor Redentor no es una persona, es una idea vaga, romántica. A la manera de
Feuberbach, proclama “Si Dios es amor, el amor es Dios”, entendiendo a este un
sentimiento o tendencia a la unidad de la humanidad, más que una relación
concreta. Cualquier “religión” o modo definido de entender al Amor sería un
obstáculo pues dividiría a la humanidad en diferentes “visiones” sobre éste.
Para Feuberbach –como para Vallejo– lo único que cabe es el sentimiento. «El
Amor une, la religión divide», repetirá. (Visión del “Amor” en la que insiste
Gustavo Gutiérrez en su «Teología de la Liberación», para desmedro de la figura
del crucificado).
El
hombre que no podía creer.
Vallejo,
pues, encarna la imagen por excelencia del hombre contemporáneo. Aquel que es
atravesado por los dolores que aquejan a todo individuo que se atreve a
contemplar en plenitud la fragilidad de la condición humana; pero cuya angustia
es más acuciante pues no encuentra a Dios para hacerle frente, para hacer
fructífero ese dolor comunitario. Se le ha negado el creer. Ante ello, y como
muchos de los hombres de su tiempo, volvió la cara a la Utopía, esa que
prometía llevarlo a la nueva tierra prometida secularizada, la de la perfección
del hombre por el hombre, por la ciencia, por el Estado, por la ideología.
Vallejo, considero sin embargo, fue lo suficientemente lúcido para no fiarse
mucho de aquellas promesas que solo hacen nido en los necios. Él, al fin, tuvo
como único refugio verdadero a la poesía, desde la cual clamó –a la vez que
creó– la unidad y redención de la humanidad por sí misma, aunque sea por un
instante, en un papel. Lirismo colmado de nostalgia por la redención a la
manera de Cristo, tal como la conoció en su lejano y querido Huamachuco.