Sísifo en Japón: La
Isla desnuda, de Kaneto Shindo.
Kaneto Shindo (1960) Hadaka no shima. Kindai Eiga Kyokai. Japón. 98 min
Según la mitología griega, Sísifo, hijo de Eolo
y rey de Corinto, incurrió en la impiedad y soberbia (hibrys), negando
las leyes de los dioses para hacerse él mismo un “dios”. Señalan las antiguas historias
que, además de su tiránico mandato, y robar y asesinar viajeros para satisfacer
su codicia, reveló los secretos de los dioses. Zeus lo castigó y lo encadenó a
Tánatos, la muerte. Pero la soberbia de Sísifo no retrocedió. Antes de ser
condenado a vivir en el infierno, asociado a la muerte, exigió a su esposa
Mérope que incumpliera con los ritos funerarios prescritos por la costumbre. Ante
la afrenta, Hades, príncipe del inframundo, exigió venganza. Sísifo se ofreció
a exhortar a Mérope para que cumpla con sus deberes religiosos y satisfacer a
los dioses de ultratumba. Hades accedió. Sin embargo, una vez devuelto al mundo
de los vivos, Sísifo se resistió a volver, ofendiendo a los dioses (en especial
a Hades) hasta su muerte natural, en la ancianidad. Una vez restituido al
infierno –esta vez para siempre– fue condenado a cargar una enorme piedra hasta
lo alto de una montaña, desde donde la roca rodaba siempre cuesta abajo, obligando
al desdichado Sísifo a repetir su tarea para siempre.
Sísifo, el existencialismo y la Nouvelle Vague.
Este mito cautivó la imaginación de pensadores
y artistas de los años venideros. Especialmente, luego de la debacle vivida por
la humanidad luego de la Segunda Guerra Mundial, tuvo inusitada vigencia. A la
luz de esta historia filósofos existencialistas reflexionaron sobre la rebeldía
del hombre sobre la naturaleza y su destino, su sentido trágico siempre
enlazado a la muerte, y la futilidad de sus trabajos y empresas. Albert Camus
dedicaría un libro, publicado en 1942, a esta historia inmortal.
Inspirada por el existencialismo y otras
corrientes filosóficas de vanguardia, la cinematografía francesa revolucionaría
el séptimo arte entre los años sesenta y setenta. Directores como Truffaut,
Rohmer y sobre todo Godard renovarían radicalmente el mensaje y la forma de
hacer cine, iniciando lo que la crítica ha denominado la Nouvelle vague, o
Nueva ola francesa; movimiento artístico que repercutió internacionalmente y
rápida alcanzó seguidores en todos los rincones del orbe. Por su parte, Japón,
país de una tradición cinematográfica centenaria sería terreno fértil para sus
postulados artísticos.
En la Postguerra, Japón iniciaría su milagro
económico y un despegue social y cultural de mano de la liberalización que
impondría el gobierno de ocupación americano. Las libertades ideológicas antes
constreñidas por el nacionalismo florecerían, dando lugar a una época de
esplendor en el cine, allá por los años cincuenta. Sin embargo, la búsqueda de
mayor perfección formal y una preocupación profunda por la identidad, el futuro
y el sentido del Japón (después de eventos traumáticos como Hiroshima y
Nagasaki) empujarían a los jóvenes directores a formas menos convencionales y
más exigentes al espectador. Es así como
nacería la Nueva ola japonesa, aquella que sin ceñirse férreamente a los
postulados artísticos de su par francés, lograría generar un mensaje y formato
original bajo su influencia.
Los directores más representativos de la Nueva
ola japonesa o nūberu bāgu serán: Nagisha Oshima (Death by hanging,
1968; Merry Chrismas Mr. Lawrence, 1983), Masahiro Shinoda (Los
pornógrafos, 1966), Yoshishige Yoshida (Eros + Masacre, 1969), y
Hiroshi Teshigahara (La mujer de arena, 1964). Son famosos por su
experimentación con el lenguaje cinematográfico, obsesión por la fotografía y
sus problemas con la censura. Sin embargo, a pesar de no estar dentro de las
coordenadas temporales del movimiento, un hombre debe ser considerado el padre
de la Nueva ola japonesa: Kaneto Shindo. Este magnífico realizador en los
inicios de los años sesenta nos regalará una cinta que es como un verdadero
manifiesto del nuevo cine japonés.
«La isla desnuda»
Hadaka no shima (1960) es la decimoquinta cinta de Shindo, y
la más importante luego de su famosísima Niños de Hiroshima (1952). Como
lo hizo con esta película, discurre y medita a propósito de la condición
humana, ya no teniendo como telón de fondo la tragedia atómica, sino que se
centra –de manera más metafísica– en la vida rural japonesa. «La isla desnuda» relata la
historia de una familia que habita una colina-islote en la prefectura de
Hiroshima (lugar de nacimiento del director). El lugar no cuenta con agua y la
pareja de esposos tiene que trasladarse varias veces al día hasta la ciudad de
Mihara para traerla en pequeños baldes. Luego los transportan a la cima de la
ladera, donde siembran algunos productos. Mientras tanto sus dos hijos ayudan
en las tareas del hogar y pescan.
La cinta explota, fundamentalmente, el hermoso
paisaje, y lo contrapone con la historia de sufrimiento y angustia de la pareja
al tratar de sobreponerse a la inmensidad de la naturaleza. Una soberbia
fotografía del mar de Seto –que atraviesan todos los días para recoger el agua–
y de la propia isla desnuda y conquistada por los frágiles protagonistas, será
el eje de la obra. La película, asimismo, prácticamente no tiene diálogos. Toda
la intensidad del drama recae en las secuencias y en actuación –meramente
gestual– de Nobuko Otowa y Taiji Tonoyama (este último, un actor alcohólico que
se recuperó de su adicción durante el rodaje, al no poder acceder a la bebida
en ese paraje extremo).
Shindo nos trae a la memoria la historia de
Sísifo con su film. Ya no se trata del cruel rey corinto, sino de una simple
pareja de campesinos japoneses que, como un castigo (la vida misma), están
obligados a acarrear agua hasta la cima de una árida isla para sobrevivir,
mientras en los alrededores el progreso y desarrollo (simbolizados en el
comercio y cultura de postguerra) hacen patente que su lucha con la naturaleza
carece de sentido. A pesar de ello, ambos esposos –una magistral analogía de la
humanidad– no cejan en una tarea siempre titánica y dolorosa. Labor que se les
presenta sin razón de ser por momentos. Tan solo la felicidad de sus hijos –tan
fugaz que a veces no merece ese nombre– empuja a hombre y mujer a esa tarea
imposible. Sin embargo, Sísifo –el griego, no el japonés– irrumpe de nuevo en
la historia, esta vez no obligado a acarrear agua en una cubeta hasta la cima
de una colina, sino encadenando al inevitable Tánatos a los esposos. La muerte,
pues, llevará a los extremos la lucha existencial de los protagonistas.
La isla desnuda es una película contemplativa.
Su lento ritmo y obsesión por la perfección visual pueden hacerla cansina al
espectador novato. Sin embargo, vale la pena verla; es más, debe meditársela. La
música de Hikaru Hayashi acompañará esta épica historia cotidiana, haciéndonos
remontarnos (cual otros Sísifos, con nuestro dolor a cuestas) a la cima de lo
dramático. Afortunadamente, desde la cumbre de la isla desnuda, y ante un
panorama de belleza invencible, arrojaremos nuestras penas al océano para no
cargarlas una vez más.