Elegía de un puerto de desierto: Homisciente, de Esteban Couto
Esteban Couto: Homisciente. Nuevo Chimbote: Editorial Horizonte. 2022.
Hace casi dos décadas publiqué una plaqueta satírica (folletín poético de unas
cuantas páginas) en la que se podía leer un verso: “Oh! Dios, Tú, que los sabes
todo / ¡debes andar en busca de un buen psicoanalista!” Con ellos creo haber
profetizado la publicación de “Homisciente” (2022) de Esteban Couto. Con este
título, Esteban quiere dar inicio a un viaje literario –cual otro Dante– a
través del infierno que vive cualquier hombre que, en pos de la Belleza Inmortal,
no busca eludir la Verdad que con toda su fiereza emerge ante quien la escrute.
Así pues, el poeta-observador, en un ejercicio de total conciencia, debe
enfrentar la realidad del contemporáneo mundo enfermo, que aparece cual tumor
purulento fruto de la radiación o la lluvia ácida. Y es que la poética de Esteban es un cantar
de la devastación post-industrial, del declive de la esperanza, del ocaso de lo
trascendental, de una sociedad que etiqueta como enajenado al que se aferra a
lo eterno en medio de una realidad caduca, mezquina, hedionda. Una voz que se
opone lo no-humano, y le ofrece, redentor, el “pan nuestro” de Vallejo; el
humilde óbolo de la poesía: “soy ese pan rancio ___insípido / que nadie
desearía comer […] eso__un pan demasiado tóxico / que acaso algún mendigo
hambriento / desearía masticar” (p. 28).
Con “Homisciente”, Esteban sigue la senda de quienes, como Pound o Elliot,
cantaron a la tierra baldía de la modernidad, haciendo notar con dolorosa
belleza lo absurdamente grotescas que resultan las ideologías que encumbraron
al ser humano como un pequeño nuevo dios; aquellas que le prometen “el progreso” y la “iluminación”, y que solo lo devuelven como un animal enajenado, enfermo de su omnisciencia; consumiéndose en el
tugurio que él mismo ha labrado a golpes de utopía, como un ingenuo suicida, un
ángel soberbio, borracho y complacido en su limitada condición. Al final qué
queda, lo que Goya fielmente ilustró: “El sueño de la razón produce
monstruos”.
Couto, malgré lui¸ no es un revolucionario, sino todo lo contrario.
Su poesía no es una de la contingencia, del pasotismo inane, de la recreación
mediocre con palabras. Es una poesía comprometida con el Ser y la paradoja existencial. Se trata de una metafísica inscrita en los confines dolorosamente humanos de Chimbote,
del Perú. Es genuinamente tributaria –no mera copia– de Vallejo y Arguedas.
Esto se advierte en la propia edición del texto. En una feliz coincidencia,
Couto publica su poemario en “Editorial Horizonte”, vieja casa de impresión que
otrora popularizara los clásicos de Arguedas, inclusive su novela póstuma e
inconclusa: “El zorro de Arriba y el zorro de Abajo” (1971). Como el maestro
andahuaylino, Couto describe brutal, a la vez que inocentemente, el paisaje
desolador de aquel puerto ahogado entre vapores de harina de pescado y decorado
por montículos de chatarra que dan forma al monótono desierto: “…en esta ciudad de
cantos rodados / y cabellos hirsutos regados en las aceras / como alas de
difuntas cucarachas / todo es innecesario y líquido / como las cuadriculadas
matemáticas / la retórica / las estadísticas” (p. 17).
Con “Homisciente”, Couto realiza una burla macabra de una de las máximas
aspiraciones de la modernidad, “edad de la Razón”. En nuestros tiempos, en
nombre de ese ideal –racionalismo– se inmolaron millones de víctimas y se
erigieron lúgubres fortalezas del poder (cárceles y manicomios) para atajar a cualquier
disidencia. Claro, todo en nombre de la “humanidad” y “filantropía” universales
concebidas desde las más siniestras logias. Luego, los “ciudadanos libres y
bienpensantes” serían los que repitieran cual máquinas o animales las consignas del poder
“racional” y sus nuevas inquisiciones: los nacientes medios opinión pública.
Los demás eran catalogados como fanáticos, supersticiosos, atrasados y,
finalmente, locos. Pero la verdadera lucidez radicaba en ellos: “La locura
es un trance designado para los elegidos. Un ser común y corriente confunde la
iluminación con la esquizofrenia; la oscuridad absoluta con las sombras rojas”
(p. 34).
No obstante, como en Vallejo, la poesía de Couto no se regodea en la miseria de este tecnificado mundo.
Lo describe con la dosis estrictamente necesaria de dolor, sin traicionar la verdad que le
exige el oficio de poeta/profeta. Couto destila humor con sordina y hasta se
burla de su propio “pesimismo”. En la parte final del poemario se evidencia más
claramente ello, sugiriendo –o tal vez, solo deseando– una salida o liberación:
“Solo hay un Viejo Chacal que titiritea las órbitas de los asteroides. Él
sabe cómo rotar el astro rey a su favor, urdir la venida del inca rey (a su
favor). Y ser como un río que no cesa de avanzar y dejar los relaves de la
monarquía en el paso de la corriente nueva” (p. 37).
Finalmente, Couto se repliega/parapeta/consuela en la labor del poeta. Como otro Natán o
Jeremías perseguido y machacado por los falsos oráculos del Señor, le deja a Él
el devenir que únicamente la voz poética proclama con lacerante fidelidad y hasta con
pavor. También confía en su paso fugaz y en su pronta liberación por la Belleza Total
que se ofrece en la otra orilla de la vida, como la tierra prometida: “Abandono
al mundo/ su inútil morada / abandono las piaras y el cúmulo de heces / Digo
adiós a la miseria del no-constructo / y me protejo con sombrío manto / ante la
vecindad de la acidez terrestre / Más luz no / por favor / imploro frente al
éxodo / los templos están repletos de hostias plásticas / y falsos profetas. No
más luz / ¿para qué?” (p. 72).
Para terminar, sólo puedo señalar que conmueve leer un trabajo de este tipo
en la ciudad. Es saludable encontrar en Arequipa algo de escritura contemplativa
en medio de tanta “escritura creativa”, “poética activista” y otras formas
masificadas de la literatura-mercancía de hoy en día. Así pues, el trabajo de
Couto resulta genuinamente valioso en un ambiente atiborrado de propuestas
“decorativas”, algunas ingeniosas, pero poco dadas atreverse a hacer poesía en
última instancia: aquel oficio que ensaya, torpemente, pronunciar la palabra de
la Eternidad. Saludo y animo su lectura.
