La palabra en la penumbra: El escritor oculto, Roman Polanski
The ghost writer: Roman Polanski. Summit International, R.P. Films. 2010. 128 min.
Polanski continúa sorprendiéndonos con sus filmes, narrando esta vez la historia de un escritor que –como él– vive a la sombra. Basado en el libro de Robert Harris, The ghost writer alude a un escritor, quien contratado por alguien que quiere redactar su autobiografía, precisa de un profesional para mejorar su prosa y encaminar el libro. Es así que, mediante un magnífico juego de palabras, Ewan Macgregor se convierte en el fantasma de Adam Lang (Pierce Brosnan), ex Primer Ministro británico, acusado de crímenes de lesa humanidad en el contexto de la guerra contra el terrorismo.
Además de su clara vocación de denuncia (las similitudes con Blair son evidentes), asistimos a la proyección de un film que se presenta como un gran acierto formal. La gama de colores fríos que maneja la fotografía, el escenario, y los geométricos volúmenes de la construcción donde se desarrolla la película, marcan una primera distancia entre espectador y trama, la misma que existe entre nosotros –simples mortales– y los círculos de poder político; distancia que se diluirá peligrosamente mientras acompañamos al fantasma. Resaltamos, también, el particular ritmo con el que Polanski desarrolla la trama; aquel que in crescendo permite que los personajes vayan develándose progresivamente, involucrándonos con sus particulares caracteres. Las locaciones –las mismas que utiliza en Cul-de-sac (1966)– por su parte, enfatizan la aparente austeridad narrativa del film, y dotan de un apropiado ambiente para una intriga política que posee la necesaria dosis de suspenso y acción.
La teoría de la conspiración y la descripción de las altas esferas políticas y económicas es moneda corriente en el cine actual, sin embargo cómo Polanski presenta a estas en The ghost writer es particular. El colofón democrático que normalmente acompaña a estos filmes (JFK, 1991; The good shepard, 2006), que muestra como –finalmente– los ciudadanos comunes y corrientes podrán introducirse en las altas esferas de poder y las desarticularán tarde o temprano para provecho del sistema político, es inexistente en la película. El final es triste, justo y necesario, deo gratia.
En la soledad del poder una voz clama –nuevamente– “mi reino por un caballo”, pero esta vez para sustraerse del anodino juego de dominación que implica la política, y regocijarse contemplando un soberbio animal.
(IIII Palmas fraternales)