El Exorcista, o de la crisis de la
Iglesia: El Exorcista, de William Friedkim.
William Friedkim: The Exorcist, Hoya Productions, Inc.
USA. 120 min. 1973.
La balbuceante realidad
de los espejos
Algunas
veces una película es más que sólo eso, y se convierte en testimonio de una
época. Podría citar numerosos ejemplos, de films de alta, mediana o baja
calidad cinematográfica, que sin embargo, por el qué y cómo abordan su
realidad inmediata, se hubieron de convertir en cintas de culto. Una de ellas,
amén de ser una de las mejores películas de su género, fue también un retrato
fiel de una época de contrastes e inquietudes: El exorcista.
La
angustia ante lo desconocido, el desasosiego ante lo contradictorio, el temor
ante lo que se fue ha revestido entre el género humano diferentes ropajes, para
así canalizar el malestar inmaterial que nos desborda al punto de ahogarnos.
Incluso hoy –guiados por una noción de una modernidad que como una diestra
gigantesca excluye todo lo que no pueda ser “Pesado, medido o hallado culpable”[1]– la ciencia médica (en específico la
psicología) viene a dar cuerpo y volumen a esa falta inscrita en los pliegues
más escondidos del ser humano mediante llamativos términos y descripciones
patológicas. Por otra parte, muchas veces el
Símbolo viene a compensar esa dolencia incomunicable, ese trauma hasta
entonces absurdo, mediante el poderoso vehículo del arte. Es así que la
representación, maestra del engaño para Platón[2],
será la verdadera portadora de la voz de
los sin voz. Siguiendo esa línea, y considerando en la actualidad al cine
como uno de los artes populares por excelencia –tan sujeto a los devenires del
mercado y los gustos de las masas– podemos afirmar que éste se convierte en el
espejo de una serie de miedos, aprehensiones y anhelos inconclusos de una
colectividad. Temores que, paradójicamente, se retroalimentan, se apuntalan y
reestructuran por acción del propio cinema.
Un Aggiornamento doloroso
A
inicios del siglo XX –a decir de muchos– una revolución azotó el corazón de la
Iglesia Católica. Los llamados “sectores progresistas” de la misma hicieron
sentir su voz, reclamando una mayor apertura de al mundo y sus necesidades por
parte de la sagrada institución, y un mayor diálogo con los criterios –hasta
ese momento anatemizados– de la modernidad. Algunos célebres teólogos[3]
habían rechazado los criterios pautados por el Concilio Vaticano I, y habían
tratado de conciliar la Tradición de la Iglesia con los parámetros del
cientificismo y liberalismo de profunda raigambre anticlerical. Así pues
comenzaron los esfuerzos de acercamiento al siglo: La experiencia de los curas-obreros en Francia y el nacimiento
de una Teología de los Pobres; el
estudio e interpretación histórica de las fuentes bíblicas; los movimientos de
Acción Católica que –dejando de lado el viejo problema de la separación de
Iglesia y Estado que había separado a los católicos de la política activa por
varias décadas– iniciaron los movimientos políticos de carácter confesional; los
canales de diálogo inter-eclesiástico que propugnaban el ecumenismo; y una
nueva concepción de la Liturgia que, muchas veces sacrificando el rito y la
solemnidad, buscaba poner énfasis en la participación activa de los fieles en
el culto.
Todo
esto dio lugar a un acontecimiento sin precedentes en la Iglesia Católica: el
Concilio Vaticano II; evento que precisamente este año cumple medio siglo. Se
trató pues de un verdadero terremoto eclesiástico, que –incluso– hubo de
determinar el alejamiento de la Iglesia
de varios sectores, tanto ultra-conservadores (como fue el caso del obispo
Marcel Lefebvre) como de grupos progresistas insatisfechos con los cambios. Así pues, esta “puesta al día” de la Iglesia
Católica significó (más allá –y sin cuestionar– la necesidad, la justicia o la
pertinencia de los cambios instaurados) un trauma para muchos, atreviéndonos
incluso a afirmar que fue un trauma para todos.
El espejo roto
El
malestar producido por los cambios en la Iglesia, y la difícil adecuación por
parte de muchos católicos a los nuevos ritos comenzaron a hacerse notar. Un significativo
número de creyentes se alejó de los templos, para posteriormente aparecer
grupos religiosos –como el grupo de Renovación Católica Carismática– radicalmente
nuevos y extraños en el ámbito católico; grupos que incluían en sus
celebraciones algunas prácticas muy similares a las practicadas por las
Iglesias Protestantes Pentecostales que vienen siendo cuestionadas, y que
exhortaban en su prédica más radical, una unificación de las Iglesias, incluso
pasando por encima de las diferencias dogmáticas y doctrinales. Es así que, ante una liturgia austera y más centrada en lo
racional, es probable que se diera paso a estos movimientos “sentimentalistas”
dentro de la Iglesia, que –de manera tácita– añoren y reclamen sin saberlo la
eficacia ritual que procedía de la antigua tradición pre-conciliar. Y es que
nuestra sed por lo inarticulado –el símbolo–
es mucho más poderosa que cualquier intención racionalista. En otras palabras:
“El sueño de la razón produce monstruos”.
Sabemos
entonces que, además de lo ya dicho, la década de los setenta fue un período
duro para la Iglesia Católica, en tanto su jerarquía, clero y fieles, en
especial en Estados Unidos. Es posible establecer que en los países en que son
minoría, los católicos tienden a tornearse más conservadores que en los países
donde el catolicismo es la religión oficial o goza de amplia aceptación; quizás por la necesidad de afirmar una
identidad –especialmente frente a las Iglesias Protestantes– que sostenga el culto en aquellos lugares
donde se ha padecido –o se padece– segregación o persecuciones. Para muchos católicos norteamericanos (país
donde son minoría) la nueva coyuntura post-conciliar debió ser perturbadora, entre
otras cosas, por igualar un modo de ser
(convenciones sobre moral, asuntos litúrgicos) al de los protestantes; de esta
manera se puede comprender como en los EEUU existe un buen número de prestigiosos grupos católicos conservadores,
marcándose una significativa diferencia con respecto al resto del mundo. También
es interesante recordar que Los Estados unidos fue el país más golpeado por la
reciente crisis moral de la Iglesia comprobándose en esa región del planeta, la
mayor cantidad de casos sobre pederastia y clero homosexual, muchas veces
amparado por la jerarquía eclesial. No es pues sorprendente que en este caótico
escenario de mediados de los 70’ se desarrolle The exorcist, excelente cinta de William Friedkim.
De
esta cinta podemos resaltar, en la parte técnica, su pertinente y cuidada
fotografía. El manejo de los tonos por parte del realizador y la compleja
composición de los ambientes son insuperables, brindándosenos así un cuadro
tétrico enmarcado en sobrias secuencias de profundo impacto. En el film se destacan,
también, los contrastes: entre los espacios abiertos y cerrados, cálidos y
fríos; y una cuidada escenografía en que la exageración –tan frecuente en las
cintas de horror– no ha perturbado la puesta en escena. La musicalización
–sonorización en general– es también impactante por el pertinente uso de los
silencios y de la –a estas alturas ya legendaria– banda sonora compuesta por
Jack Nitzsche y John Crumb. En suma, “El
exorcista”, es una magnífica película que, además de poseer una cautivante
cinematografía, está elaborada bajo pautas muy simples, pero a la vez eficaces;
pautas que realzan la terrible historia que narra. No por nada está considerada
como una de las obras maestras del género.
Pero
esta película es mucho más que una película de terror, es también un testimonio
de una época. Ella nos introduce a la historia del sacerdote jesuita Damien
Karras, quién además de su ministerio se desempeña como psiquiatra de la
diócesis. En él se apodera el abatimiento espiritual y la crisis de fe –muy
diferente a la que pudiera sufrir el párroco de Ambricourt, personaje del clásico
de Bernanos llevado al cine: Diario de un
cura rural (1950)– acentuada por su labor de consejero de los demás
sacerdotes. Pero en él se advierte un dolor más profundo, procedente de la
contradicción existente entre su vocación sacerdotal y las pautas de su oficio
médico; en él pareciese que emergiere el desasosiego propio de la imposible
comunicación entre ambos planos. A todo esto se suma una aguda incomprensión de
su familia ante su vocación y los sacrificios que ésta exige (su tío le reclama
que su madre agonice en un manicomio por no tener los medios para internarla en
un hospital, pudiéndolo él hacerlo si abandonara el sacerdocio), lo que le sume
en una profunda desolación y sentimiento de culpabilidad. Una elaborada
metáfora sobre lo ajena que resulta la vida sacerdotal en los parámetros del
sistema liberal, y cómo los valores que la inspiran resultan cada vez más
incomprensibles –e insufribles– por contraposición a los dictados de la
modernidad; algo que sería inimaginable en períodos históricos tales como la
Edad Media o el Renacimiento.
El
culmen del desasosiego llega cuando Karras es convocado a realizar un
exorcismo, práctica que le desconcierta y que –de primera instancia– le parece
fuera de lugar por su condición de médico. Enfrentarse a sus miedos (sean
personificados o no como el demonio) lo lleva a su vez a enfrentar, una vez por
todas, su aparente adaptación a la mentalidad
moderna de su fe con toda la carga “irracional” que ella contenga. De esta
manera, la película en sí no trata de un exorcismo o sobre la existencia o la
manifestación del demonio (eso no está en cuestión), sino cómo dos mentalidades
diametralmente opuestas pueden convivir sin llegar a la angustia (metaforizada
justamente en aquello que la ciencia, abanderada de la modernidad, niega).
Algunas
pistas más sobre el asunto nos brinda la película en boca de personajes o escenas
secundarias. La relajación de la disciplina clerical –que provino justamente de
algunas directrices del concilio– tiene matices grotescos en el film, como los
que corresponden a las escenas del Seminario (alusiones a los problemas de
bebida de los sacerdotes) y de la fiesta
en casa de la famosa actriz Chris MacNeil, donde el P. Dyer, amigo de Damian,
afirma que el paraíso es igual a Broadway. Los viajes del P. Merrin a Irán, donde llevará
a cabo excavaciones arqueológicas en sitios sagrados, en clara alusión a la vertiente
historicista de la nueva teología. Finalmente la alusión a la nueva liturgia se
puede encontrar en aquellas escenas en que Karras, en el extremo de su
incredulidad, celebra el ritual con gestos cada vez más indolentes.
Estamos
pues ante una película macabra, no por los efectos especiales o la insinuación
de la posesión diabólica (muchas películas tienen la misma trama y sólo caen en
el ridículo), sino por el grave contexto en el que se desarrolla, el de una
atroz desesperanza. Sin embargo, la película –a pesar de los que muchos
piensen– tendrá un final feliz, donde la reconciliación y la fe prevalecerán en
ese clima, tan bien ambientado por Friedkim, de total desconsuelo.
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