viernes, 7 de septiembre de 2012

El Exorcista, o de la crisis de la Iglesia: El Exorcista.


El Exorcista, o de la crisis de la Iglesia: El Exorcista, de William Friedkim.
William Friedkim: The Exorcist, Hoya Productions, Inc. USA. 120  min. 1973.



La balbuceante realidad de los espejos

Algunas veces una película es más que sólo eso, y se convierte en testimonio de una época. Podría citar numerosos ejemplos, de films de alta, mediana o baja calidad cinematográfica, que sin embargo, por el qué y cómo abordan su realidad inmediata, se hubieron de convertir en cintas de culto. Una de ellas, amén de ser una de las mejores películas de su género, fue también un retrato fiel de una época de contrastes e inquietudes: El exorcista.

La angustia ante lo desconocido, el desasosiego ante lo contradictorio, el temor ante lo que se fue ha revestido entre el género humano diferentes ropajes, para así canalizar el malestar inmaterial que nos desborda al punto de ahogarnos. Incluso hoy –guiados por una noción de una modernidad que como una diestra gigantesca excluye todo lo que no pueda ser “Pesado, medido o hallado culpable[1]  la ciencia médica (en específico la psicología) viene a dar cuerpo y volumen a esa falta inscrita en los pliegues más escondidos del ser humano mediante llamativos términos y descripciones patológicas. Por otra parte, muchas veces el Símbolo viene a compensar esa dolencia incomunicable, ese trauma hasta entonces absurdo, mediante el poderoso vehículo del arte. Es así que la representación, maestra del engaño para Platón[2], será la verdadera portadora de la voz de los sin voz. Siguiendo esa línea, y considerando en la actualidad al cine como uno de los artes populares por excelencia –tan sujeto a los devenires del mercado y los gustos de las masas– podemos afirmar que éste se convierte en el espejo de una serie de miedos, aprehensiones y anhelos inconclusos de una colectividad. Temores que, paradójicamente, se retroalimentan, se apuntalan y reestructuran por acción del propio cinema.  

Un Aggiornamento doloroso

A inicios del siglo XX –a decir de muchos– una revolución azotó el corazón de la Iglesia Católica. Los llamados “sectores progresistas” de la misma hicieron sentir su voz, reclamando una mayor apertura de al mundo y sus necesidades por parte de la sagrada institución, y un mayor diálogo con los criterios –hasta ese momento anatemizados– de la modernidad. Algunos célebres teólogos[3] habían rechazado los criterios pautados por el Concilio Vaticano I, y habían tratado de conciliar la Tradición de la Iglesia con los parámetros del cientificismo y liberalismo de profunda raigambre anticlerical. Así pues comenzaron los esfuerzos de acercamiento al siglo: La experiencia de los curas-obreros en Francia y el nacimiento de una Teología de los Pobres; el estudio e interpretación histórica de las fuentes bíblicas; los movimientos de Acción Católica que –dejando de lado el viejo problema de la separación de Iglesia y Estado que había separado a los católicos de la política activa por varias décadas– iniciaron los movimientos políticos de carácter confesional; los canales de diálogo inter-eclesiástico que propugnaban el ecumenismo; y una nueva concepción de la Liturgia que, muchas veces sacrificando el rito y la solemnidad, buscaba poner énfasis en la participación activa de los fieles en el culto.

Todo esto dio lugar a un acontecimiento sin precedentes en la Iglesia Católica: el Concilio Vaticano II; evento que precisamente este año cumple medio siglo. Se trató pues de un verdadero terremoto eclesiástico, que –incluso– hubo de determinar el alejamiento  de la Iglesia de varios sectores, tanto ultra-conservadores (como fue el caso del obispo Marcel Lefebvre) como de grupos progresistas insatisfechos con los cambios.  Así pues, esta “puesta al día” de la Iglesia Católica significó (más allá –y sin cuestionar– la necesidad, la justicia o la pertinencia de los cambios instaurados) un trauma para muchos, atreviéndonos incluso a afirmar que fue un trauma para todos.

El espejo roto

El malestar producido por los cambios en la Iglesia, y la difícil adecuación por parte de muchos católicos a los nuevos ritos comenzaron a hacerse notar. Un significativo número de creyentes se alejó de los templos, para posteriormente aparecer grupos religiosos –como el grupo de Renovación Católica Carismática– radicalmente nuevos y extraños en el ámbito católico; grupos que incluían en sus celebraciones algunas prácticas muy similares a las practicadas por las Iglesias Protestantes Pentecostales que vienen siendo cuestionadas, y que exhortaban en su prédica más radical, una unificación de las Iglesias, incluso pasando por encima de las diferencias dogmáticas y doctrinales. Es así que,  ante una liturgia austera y más centrada en lo racional, es probable que se diera paso a estos movimientos “sentimentalistas” dentro de la Iglesia, que –de manera tácita– añoren y reclamen sin saberlo la eficacia ritual que procedía de la antigua tradición pre-conciliar. Y es que nuestra sed por lo inarticulado –el símbolo– es mucho más poderosa que cualquier intención racionalista. En otras palabras: “El sueño de la razón produce monstruos”.

Sabemos entonces que, además de lo ya dicho, la década de los setenta fue un período duro para la Iglesia Católica, en tanto su jerarquía, clero y fieles, en especial en Estados Unidos. Es posible establecer que en los países en que son minoría, los católicos tienden a tornearse más conservadores que en los países donde el catolicismo es la religión oficial o goza de amplia aceptación;  quizás por la necesidad de afirmar una identidad –especialmente frente a las Iglesias Protestantes–  que sostenga el culto en aquellos lugares donde se ha padecido –o se padece– segregación o persecuciones.  Para muchos católicos norteamericanos (país donde son minoría) la nueva coyuntura post-conciliar debió ser perturbadora, entre otras cosas, por igualar un modo de ser (convenciones sobre moral, asuntos litúrgicos) al de los protestantes; de esta manera se puede comprender como en los EEUU existe un buen número de  prestigiosos grupos católicos conservadores, marcándose una significativa diferencia con respecto al resto del mundo. También es interesante recordar que Los Estados unidos fue el país más golpeado por la reciente crisis moral de la Iglesia  comprobándose en esa región del planeta, la mayor cantidad de casos sobre pederastia y clero homosexual, muchas veces amparado por la jerarquía eclesial. No es pues sorprendente que en este caótico escenario de mediados de los 70’ se desarrolle The exorcist, excelente cinta de William Friedkim.

De esta cinta podemos resaltar, en la parte técnica, su pertinente y cuidada fotografía. El manejo de los tonos por parte del realizador y la compleja composición de los ambientes son insuperables, brindándosenos así un cuadro tétrico enmarcado en sobrias secuencias de profundo impacto. En el film se destacan, también, los contrastes: entre los espacios abiertos y cerrados, cálidos y fríos; y una cuidada escenografía en que la exageración –tan frecuente en las cintas de horror– no ha perturbado la puesta en escena. La musicalización –sonorización en general– es también impactante por el pertinente uso de los silencios y de la –a estas alturas ya legendaria– banda sonora compuesta por Jack Nitzsche  y John Crumb. En suma, “El exorcista”, es una magnífica película que, además de poseer una cautivante cinematografía, está elaborada bajo pautas muy simples, pero a la vez eficaces; pautas que realzan la terrible historia que narra. No por nada está considerada como una de las obras maestras del género.

Pero esta película es mucho más que una película de terror, es también un testimonio de una época. Ella nos introduce a la historia del sacerdote jesuita Damien Karras, quién además de su ministerio se desempeña como psiquiatra de la diócesis. En él se apodera el abatimiento espiritual y la crisis de fe –muy diferente a la que pudiera sufrir el párroco de Ambricourt, personaje del clásico de Bernanos llevado al cine: Diario de un cura rural (1950)– acentuada por su labor de consejero de los demás sacerdotes. Pero en él se advierte un dolor más profundo, procedente de la contradicción existente entre su vocación sacerdotal y las pautas de su oficio médico; en él pareciese que emergiere el desasosiego propio de la imposible comunicación entre ambos planos. A todo esto se suma una aguda incomprensión de su familia ante su vocación y los sacrificios que ésta exige (su tío le reclama que su madre agonice en un manicomio por no tener los medios para internarla en un hospital, pudiéndolo él hacerlo si abandonara el sacerdocio), lo que le sume en una profunda desolación y sentimiento de culpabilidad. Una elaborada metáfora sobre lo ajena que resulta la vida sacerdotal en los parámetros del sistema liberal, y cómo los valores que la inspiran resultan cada vez más incomprensibles –e insufribles– por contraposición a los dictados de la modernidad; algo que sería inimaginable en períodos históricos tales como la Edad Media o el Renacimiento.  

El culmen del desasosiego llega cuando Karras es convocado a realizar un exorcismo, práctica que le desconcierta y que –de primera instancia– le parece fuera de lugar por su condición de médico. Enfrentarse a sus miedos (sean personificados o no como el demonio) lo lleva a su vez a enfrentar, una vez por todas, su aparente adaptación a la mentalidad moderna de su fe con toda la carga “irracional” que ella contenga. De esta manera, la película en sí no trata de un exorcismo o sobre la existencia o la manifestación del demonio (eso no está en cuestión), sino cómo dos mentalidades diametralmente opuestas pueden convivir sin llegar a la angustia (metaforizada justamente en aquello que la ciencia, abanderada de la modernidad, niega).

Algunas pistas más sobre el asunto nos brinda la película en boca de personajes o escenas secundarias. La relajación de la disciplina clerical –que provino justamente de algunas directrices del concilio– tiene matices grotescos en el film, como los que corresponden a las escenas del Seminario (alusiones a los problemas de bebida de los sacerdotes)  y de la fiesta en casa de la famosa actriz Chris MacNeil, donde el P. Dyer, amigo de Damian, afirma que el paraíso es igual a Broadway.  Los viajes del P. Merrin a Irán, donde llevará a cabo excavaciones arqueológicas en sitios sagrados, en clara alusión a la vertiente historicista de la nueva teología. Finalmente la alusión a la nueva liturgia se puede encontrar en aquellas escenas en que Karras, en el extremo de su incredulidad, celebra el ritual con gestos cada vez más indolentes.

Estamos pues ante una película macabra, no por los efectos especiales o la insinuación de la posesión diabólica (muchas películas tienen la misma trama y sólo caen en el ridículo), sino por el grave contexto en el que se desarrolla, el de una atroz desesperanza. Sin embargo, la película –a pesar de los que muchos piensen– tendrá un final feliz, donde la reconciliación y la fe prevalecerán en ese clima, tan bien ambientado por Friedkim, de total desconsuelo.        

     






[1] Daniel 5: 18-28
[2] PLATÓN. La República. Libro III – Parte VII.
[3] Entre los que podemos citar a Karl Rahner, Yves Congar, Henri de Lubac y Hans Küng.

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