martes, 12 de noviembre de 2013

Médico de campaña: El ángel ebrio.

Médico de campaña: El ángel ebrio, de Akira Kurosawa
Akira Kurosawa: Yoidore tenshi. Toho. Japón. 1948. 108 min.



Siempre hemos asociado neorrealismo a Italia. Y es que formalmente, ese admirable movimiento nació en tierra latina, bajo los auspicio de directores como De Sica o Rossellini. Sin embargo ningún estilo cinematográfico de envergadura tiene partida de nacimiento. Así pues, también en remotos lugares se gestaron películas que cumplían formalmente con los cánones de esta escuela: locaciones abiertas, cero decorado, actores preferentemente aficionados; aprovechando al máximo los  pocos recursos materiales que están a la mano buscando siempre resaltar la fotografía y el guión. Bajo estos cánones se filmaría Los olvidados (1950) en México y Pather Panchali (1955) en la India. Pero, en esta oportunidad, otra película nos merece especial atención: rodada –al igual que sus pares italianos– en la inmediata post-guerra, y recreando la crítica situación social que atravesaba el Japón de aquel entonces, El ángel ebrio (1948), primera película “de autor” del renombrado Akira Kurosawa, es una magnífica obra del séptimo arte, además de constituir una ácida denuncia social y un fiel testimonio de las duras condiciones que se vivían en los barrios marginas de Tokio, luego de la derrota en 1945.

“El ángel ebrio” aborda el drama del doctor Sanada, alguna vez un promisorio cirujano quien, arrastrado por un ambiente envilecido y deformado, se convierte en un sombrío médico de arrabal adicto al alcohol. Sanada, quien paradójicamente encarna la imagen del progreso y la ciencia y en un territorio oscuro, lanza una cruzada por la rehabilitación de su entorno curando la tuberculosis que arrasa con sus pacientes, a la vez que impulsa a estos a una vida más austera y moral. Luego de una reyerta llega a sus manos Matsunaga, el jefe de la mafia del lugar interpretado por un jovencísimo Toshiro Mifune. Envuelto en la alienación –representada por los cabarets y bares donde se bailan los ritmos occidentales y que Matsunaga regenta– él personificará a su vez al Japón de post- guerra, sumido en una profunda corrupción moral, crisis económica y –habiéndose abandonado cualquier tipo de patriotismo después del desastre bélico– virtualmente sometido a los paradigmas y modelos occidentales. Matsunaga y las periferias de la capital nipona surcadas por el hambre la enfermedad y la suciedad, devendrán en objeto de las preocupaciones de Sanada, quien luchando contra sus propios vicios procurará el restablecimiento de la condición humana (sin distinción entre lo biológico y lo moral) de sus habitantes. Insuperables resultan las imágenes suscitadas por Kurosawa, al presentar este bajo mundo circundando una inmunda laguna, colector de todos los desagües y depósito de basura, y que a la vez constituye el centro del drama y donde se sumergen todas las esperanzas e ilusiones de los personajes.   

La temática del “drama médico” en Kurosawa está siempre presente. Años más tarde, en 1965, su film Barba Roja nos introducirá a la vida de un médico rural a inicios del S. XIX, que comprometido con el bienestar integral su comunidad desafiará a los estamentos de poder y a la conciencia de los que lo rodean. Al igual que en “El ángel ebrio”, Kurosawa postulará la idea de la salud como un problema social, que hunde sus más profundas raíces en la moral. Estamos pues ante una noción confuciana que, sin embargo, ha tenido su correlato en occidente: Cicerón señalará al respecto en su “De las Leyes” que el fin último del Estado es la salud –también traducida como salvación– de sus habitantes (“Salus populi suprema lex esto”). 

Entendemos, entonces, que la antigüedad nos tiene dos lecciones. La primera nos habla de una noción “integral” en un ser humano. El hombre no es una reducción biológica –como nos tiene acostumbrado a pensar los científicos; el verdadero médico no verá a sus pacientes como un cúmulo de tendones y nervios, sino como un ser con anhelos y expectativas que vive en un bien definido medio que lo oprime o lo libera. El seudo-progreso de los pueblos mediante la especialización se verá, entonces, duramente cuestionado por estos criterios. La segunda lección está referida a la “autoridad”. Esta luego, no será entendida  únicamente como un árbitro pasivo de las controversias humanas o un garante de derechos, sino como un ente activo cuya única función es facilitar el desarrollo pleno del hombre, lo que antiguamente se conocía como “salvación”. Estaríamos pues, frente a un gobierno que defina lo nocivo y lo positivo para luego procurar o evitar estos elementos, según corresponda, a la población; un buen gobierno entonces no debe limitarse únicamente a garantizar una mal llamada libertad que vaya incluso contra los propios ciudadanos. Lecciones pues, que la cultura tradicional –oriental y occidental– sigue enseñándonos y que nosotros, los modernos, tenemos pendiente.

     

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