Médico de
campaña: El ángel ebrio, de Akira Kurosawa
Akira Kurosawa: Yoidore
tenshi. Toho. Japón. 1948. 108 min.
Siempre hemos asociado neorrealismo
a Italia. Y es que formalmente, ese admirable movimiento nació en tierra
latina, bajo los auspicio de directores como De Sica o Rossellini. Sin embargo
ningún estilo cinematográfico de envergadura tiene partida de nacimiento. Así
pues, también en remotos lugares se gestaron películas que cumplían formalmente
con los cánones de esta escuela: locaciones abiertas, cero decorado, actores
preferentemente aficionados; aprovechando al máximo los pocos recursos materiales que están a la mano
buscando siempre resaltar la fotografía y el guión. Bajo estos cánones se
filmaría Los olvidados (1950) en
México y Pather Panchali (1955) en la
India. Pero, en esta oportunidad, otra película nos merece especial atención: rodada
–al igual que sus pares italianos– en la inmediata post-guerra, y recreando la
crítica situación social que atravesaba el Japón de aquel entonces, El ángel ebrio (1948), primera película
“de autor” del renombrado Akira Kurosawa, es una magnífica obra del séptimo
arte, además de constituir una ácida denuncia social y un fiel testimonio de
las duras condiciones que se vivían en los barrios marginas de Tokio, luego de
la derrota en 1945.
“El ángel
ebrio” aborda el drama del doctor Sanada, alguna vez un promisorio cirujano
quien, arrastrado por un ambiente envilecido y deformado, se convierte en un
sombrío médico de arrabal adicto al alcohol. Sanada, quien paradójicamente
encarna la imagen del progreso y la ciencia y en un territorio oscuro, lanza
una cruzada por la rehabilitación de su entorno curando la tuberculosis que
arrasa con sus pacientes, a la vez que impulsa a estos a una vida más austera y
moral. Luego de una reyerta llega a sus manos Matsunaga, el jefe de la mafia
del lugar interpretado por un jovencísimo Toshiro Mifune. Envuelto en la alienación
–representada por los cabarets y bares donde se bailan los ritmos occidentales
y que Matsunaga regenta– él personificará a su vez al Japón de post- guerra,
sumido en una profunda corrupción moral, crisis económica y –habiéndose
abandonado cualquier tipo de patriotismo después del desastre bélico– virtualmente
sometido a los paradigmas y modelos occidentales. Matsunaga y las periferias de
la capital nipona surcadas por el hambre la enfermedad y la suciedad, devendrán
en objeto de las preocupaciones de Sanada, quien luchando contra sus propios
vicios procurará el restablecimiento de la condición humana (sin distinción
entre lo biológico y lo moral) de sus habitantes. Insuperables resultan las imágenes
suscitadas por Kurosawa, al presentar este bajo mundo circundando una inmunda
laguna, colector de todos los desagües y depósito de basura, y que a la vez
constituye el centro del drama y donde se sumergen todas las esperanzas e
ilusiones de los personajes.
La
temática del “drama médico” en Kurosawa está siempre presente. Años más tarde,
en 1965, su film Barba Roja nos
introducirá a la vida de un médico rural a inicios del S. XIX, que comprometido
con el bienestar integral su comunidad desafiará a los estamentos de poder y a
la conciencia de los que lo rodean. Al igual que en “El ángel ebrio”, Kurosawa
postulará la idea de la salud como un problema social, que hunde sus más
profundas raíces en la moral. Estamos pues ante una noción confuciana que, sin
embargo, ha tenido su correlato en occidente: Cicerón señalará al respecto en
su “De las Leyes” que el fin último del Estado es la salud –también traducida
como salvación– de sus habitantes (“Salus populi suprema lex esto”).
Entendemos,
entonces, que la antigüedad nos tiene dos lecciones. La primera nos habla de
una noción “integral” en un ser humano. El hombre no es una reducción biológica
–como nos tiene acostumbrado a pensar los científicos; el verdadero médico no
verá a sus pacientes como un cúmulo de tendones y nervios, sino como un ser con
anhelos y expectativas que vive en un bien definido medio que lo oprime o lo
libera. El seudo-progreso de los pueblos mediante la especialización se verá,
entonces, duramente cuestionado por estos criterios. La segunda lección está
referida a la “autoridad”. Esta luego, no será entendida únicamente como un árbitro pasivo de las
controversias humanas o un garante de derechos, sino como un ente activo cuya única
función es facilitar el desarrollo pleno del hombre, lo que antiguamente se
conocía como “salvación”. Estaríamos pues, frente a un gobierno que defina lo
nocivo y lo positivo para luego procurar o evitar estos elementos, según
corresponda, a la población; un buen gobierno entonces no debe limitarse
únicamente a garantizar una mal llamada libertad que vaya incluso contra los
propios ciudadanos. Lecciones pues, que la cultura tradicional –oriental y
occidental– sigue enseñándonos y que nosotros, los modernos, tenemos pendiente.
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