La
muerte de un burócrata: Vivir, de Akira Kurosawa.
Akira Kurosawa: Ikiru, Japón, Toho, 1952. 143 min.
«La
muerte de un burócrata» es el título de una comedia cubana del año 1966 dirigida
por Tomás Gutiérrez Alea que discurre sobre las vicisitudes del recientemente
instaurado régimen socialista. Se trata de un pintoresco y mordaz retrato del
crónico anquilosamiento que vivía la maquinaria pública, a consecuencia de un régimen
estatista como el que se inició con Castro. Sin embargo, y a pesar de lo que
digan los dogmáticos seguidores del credo liberal, la ruina en el manejo de los
negocios del estado por la inercia e ineficiencia de los servidores públicos
–también conocida como burocracia– no
será patrimonio exclusivo de los gobiernos de tinte comunista. El drama también
se vivió –y se vive– en democracia. Así pues, más de una década antes, en las
antípodas caribeñas un genio del cine estaba rodando un film que develaba en
todo su esplendor la inmensa tragedia causada por la mediocridad y pequeñez de
aquellos sujetos que detrás de ventanillas rigen nuestras vidas. Hablamos de
«Vivir» (1952), de Akira Kurosawa; película que bien podía ostentar un nombre
como su par cubana.
Luego
de la post-guerra –y como haría Rossellini y De Sica en Italia, o Truffaut en
Francia– Kurosawa retrataría con
descarnado lirismo las condiciones sociales y espirituales en que había quedado
su país –Japón– luego del año 45’. En
cintas como «El ángel ebrio» (1948) –
del que ya hemos hablado en otra ocasión–, «Crónica de un ser vivo» (1955) y
«Los canallas duermen en paz» (1960), entre otras, habría de describir la
profunda crisis moral en que estaba sumido el pueblo nipón luego de la derrota,
poniendo ante nuestros ojos cuadros tierna y dolorosamente bellos que daban
cuenta de la corrupción, pobreza, delincuencia y el trauma psíquico en el que
se veían envueltos. En «Vivir», Kurosawa nos acercaría a esa otra lacra de una
sociedad decadente: la burocracia. En la cinta asistimos a una tragedia humana que
se materializa en la miseria de espíritu, indiferencia e inercia, que había
hecho nido en las almas de muchos de los alguna vez eficientes y devotos
funcionarios japoneses, quienes luego del conflicto sólo procuraban salvar sus mezquinas
prebendas en una sociedad cada vez más precaria.
Sin
embargo, y a diferencia del tono cínico de Gutiérrez Alea, Kurosawa apuesta por
el hombre y nos plantea la «redención» de uno de estos burócratas, que como
último –y único– servicio público, se enfrenta heroicamente en contra de esa
maquinaria deshumanizante y deshumanizada, que reduciendo las expectativas y
anhelos de los ciudadanos a estadísticas y formularios, aniquilaban al resto de
magnanimidad que quedaba en la función pública. Takashi Shimura, gran
protagonista de los fimes de Kurosawa junto con Toshiro Mifune, daría vida en
el film a Kanji Watanabe, un funcionario de un ayuntamiento de Tokio quien dará
–literalmente– la vida por hacer realidad un pedido de los vecinos de un
suburbio que había pasado por manos de varios encargados y, finalmente resultó archivado
entre otros cientos de solicitudes.
Con
la maestría que lo caracteriza, Kurosawa apela a una magnífica cinematografía
para dar vida a este drama. Sin embargo, y como también es usual en él, el gran
director japonés bebería de la tradición de los grandes clásicos de la
literatura para hacer realidad sus obras. Como lo hará luego con «Trono de
Sangre» (1957), o «Ran» (1985), adaptaciones de «Macbeth» y de «El Rey Lear»,
respectivamente; y en la misma línea de las recreaciones que realizó del
«Idiota» (1952) de Dostoievski, o de «Los bajos fondos» (1957) de Máximo Gorki;
«Vivir» es una adaptación libre de «La muerte de Iván Ilich» la obra maestra de
Tolstoi, que se reactualizaba en la versión de Kurosawa en el crítico contexto
del Japón de los 50’. En él pues, lo mejor de la tradición occidental y
oriental se entrelaza para emerger un arte verdaderamente universal.
Ikiru, resulta pues, una obra importante en
repertorio de Kurosawa, si bien no es una de sus obras más conocidas, como las
serán las de las sagas de samuráis. Sin embargo, resulta importantísima
acercarse a ella para iniciarse en su cine y, asimismo, reconstruir la historia
de Japón después del desastre bélico. Un trauma que aún palpita en la
idiosincrasia de aquel gran pueblo del este, y que se puede leer en el
conflicto que procede de la particular apertura, muchas veces trunca, que
pretende hacia el occidente.
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