Tratado de desesperanza: La
fièvre monte à El Pao, de Luís Buñuel.
Luís Buñuel: La
fièvre monte à El Pao. Terra Films, Cormoran Films, Fimex S.A; México/Francia,
1959. 97 min.
En
más de una ocasión a lo largo de su pontificado, el Papa Francisco ha venido
reflexionando acerca de la necesidad de recuperar la esperanza, especialmente
de cara a estos difíciles últimos tiempos que nos han tocado vivir. No por nada
su reciente viaje a Latinoamérica –y en el que se incluyó a nuestro país como
destino– tuvo como lema y motivo a esta virtud cardinal, quizás más
incomprendida que la fe y el amor, y por lo tanto más desatendida ¿se trata
simplemente de un lugar común en el discurso del Sumo Pontífice? ¿Estamos tan
solo frente a un tópico religioso repetido hasta el hartazgo y por lo tanto
carente de valor?
En
esa línea, es que nos atrevemos a afirmar que esta discusión resulta vigente y
hasta urgente. Uno de los problemas fundamentales de la modernidad, considero,
radica en la distorsionada comprensión de la esperanza. Ya desde sus orígenes
en los siglos XV y XVI, el moderno ha oscilado entre la profunda desconfianza
(algo iniciado por Lutero y su pesimista visión de la gracia, y acentuado por
el calvinismo y jansenismo subsecuente), y la ingenua supervaloración del
hombre (encarnada en el optimismo humanista e ilustrado). Como un adolescente,
el ser humano oscila entre una actitud de descreimiento y nihilismo, y una
postura de autosuficiencia y envanecimiento que linda en la locura. Frente a
esta angustiante dicotomía, la esperanza cristiana –afirmada únicamente en Dios
Todopoderoso– inspira al hombre una saludable confianza en sí mismo, no por sus
cualidades o capacidades, sino en razón –y como reflejo– del infinito amor que
la Divinidad manifiesta a su creatura (situación que explica porque Dios nos
ama a todos por encima de nuestras diversas limitaciones). Es así que esta
visión de la esperanza –la primera en el tiempo, y la más excelsa– impide que
el hombre caiga en el desasosiego del que observa con claridad sus mezquindades
y nimiedad frente a la perfecta
creación; a la vez que previene cualquier falsa ilusión de superioridad fruto
de la autosuficiencia.
Uno
de los más grandes artistas del pasado siglo, alguien quien aprovechara el
desconcierto y la tensión de vivir en el cruce de dos tradiciones contrapuestas
–la cristiana y la moderna– para producir una avalancha de imágenes
provocadoras y bellas, sabía muy bien de lo que estamos tratando. Se trata del
director aragonés Luis Buñuel, el iconoclasta hombre de paradojas y refinadas
extravagancias. Suscrito inicialmente al surrealismo, movimiento que le
permitió expresar su desprecio por los dogmas modernos del racionalismo
heladizo, el cientificismo estéril y del igualitarismo quimérico, se enfocó
como reacción en lo absurdo como si se tratase de una suerte de atalaya del
alma. Renegando de la religión del progreso, del éxito económico y de la utopía
social, no retomó los valores católicos tradicionales de la España en que nació
(so riesgo de ser tildado de reaccionario y oscurantista). No obstante esto, su
obra se puede describir como una permanente búsqueda religiosa. Las alusiones explícitas e implícitas al
catolicismo son prueba de este tortuoso –aunque visualmente fructífero– camino
de una conversión que nunca ocurrió, tal vez porque el muchacho que creció bajo
los redobles de las procesiones de Semana Santa en su Calanda natal, nunca pudo
desapegarse del todo de la conciencia moderna de su época. A la luz de esto
podemos entender porque para Manuel Alcalá «la verdadera crisis religiosa de
Luís Buñuel no es quizás una crisis de fe; es una radical falta de esperanza»[1].
De
entre las numerosas películas rodadas por Buñuel, resalta una que –sin ser de
las mejores, peores, o más conocidas de su producción– destaca por su buena
factura y por su «accesibilidad» al público, pues se trata de un film con el
que cualquiera se podría aproximar a la obra de este gran realizador. Hablamos
de «La fièvre monte à El Pao» (1959), una producción franco-mexicana
protagonizada por la inolvidable María Félix y por Gèrard Philipe, célebre
actor francés quien moriría ese mismo año.
La
cinta trata la historia de Ramón Vázquez (Philipe), un joven soñador que funge
como funcionario penitenciario en un país sudamericano sometido por una «dictadura
tropical». Las circunstancias del destino harán que Ramón inicie una una
relación amorosa con Inés Rojas (María Félix), la viuda del gobernador de El
Pao, isla-prisión donde son sistemáticamente desterrados los opositores al
régimen. Este prometedor estudiante de derecho embebido por nobles ideales (y
que ahora sería un activista ONGero, militante por los Derechos Humanos o un
firme defensor de todas las minorías existentes) emprenderá una cruzada para
mejorar las condiciones de vida de los presos políticos, aplicando la legalidad
con moderación y hasta con dulzura. Para ello arrastrará en su cometido a la
bella viuda, totalmente enamorada de Ramón y deseosa de redimir su pasado de
infidelidades y frivolidad. Nada podía ser mejor, sin embargo, poco a poco la
nobleza de los dos héroes se empañará progresivamente –gracias a la maestría
narrativa de Buñuel– dejándonos ver lentamente toda su miseria y ambición. Así
pues, para lograr su ilustre objetivo, Ramón echará mano progresivamente de medios
cada vez más cuestionables, lo que al final de cuentas provocará más daño del
que quiso sanar. La «obsesión» por sus ideales lo llevará a sacrificar a sus
aliados, amigos e incluso al objeto de sus preocupaciones: los presos
políticos. Las ideas y las teorías serán en definitiva más importantes que la
propia gente en la que se inspiran. El filántropo luchador y su amada correrán,
finalmente, la misma suerte que muchos otros de su especie: se mostrarán
simplemente como vulgares juguetes del amor propio, disfrazando de caridad lo
que en verdad resultaba pura vanidad.
Es
así que en esta, como en otras películas («Nazarín» (1959), «Viridiana» (1961),
etc.) Buñuel renegará de la opinión generalizada que –desde Rousseau– impera.
Se opondrá, luego, a aquella máxima liberal que afirma la «buena naturaleza y
voluntad» innata al hombre (y en la que, por otro lado, se funda la democracia,
el libre comercio y la libertad de expresión y culto). El director español nos
presenta por contrario, y descarnadamente, al ser humano como un animal egoísta
y ambicioso, que disfraza de buenas intenciones su apetito de poder y lujuria…
una visión pesimista pero que sin ser enteramente cierta tiene mucho de verdad,
al enfrentar la opinión dominante sobre la «inmaculada concepción del hombre» y
la «tendencia automática al bien» que se popularizara desde la Revolución
Francesa. Esto lo sabía bien Buñuel, estudiante jesuita que aprendiera –sin
quererlo quizás– en las meditaciones de san Ignacio de Loyola sobre la libertad
y la naturaleza humana; escritos en las que se insiste tanto sobre la tendencia
al mal que experimenta todo hijo de Adán, como del camino de salvación posible mediante
la constante confrontación de la propia voluntad con la de Dios. Al parecer
esta última parte de los «Exercicios Espirituales» –la más importante sin duda–
no fue bien asimilada por el rebelde director. A pesar de ello, en esta y en otras películas,
Buñuel afirmará –inconscientemente– una conciencia ética cristiana, sin
maquiavelismos del tipo «mal necesario» (tan afecto a muchos votantes
peruanos). Señalará, por último, como único camino del desarrollo de la
humanidad, no alguna militancia basada en una teoría esquiva e inhumana, sino a
la contienda interior –cotidiana y personal– por el desapego de las pasiones
mediante el sacrificio y la contemplación.
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