Corazón Gigante y puños de acero: Banana Joe, de Steno.
Steno: Banana Joe. Derby Cinematografica, Lisa
Film GMBH, Italia, 1982. 92 min.
La tan mentada crisis política
que atraviesa el país me trae a memoria la expresión «República Bananera», un apelativo
que nos queda como pintado desde hace casi dos siglos. Corrupción, ineptitud en
la administración pública, informalidad, burocracia kafkiana; todo esto
enmarcado en un impresionante vergel de exuberantes recursos y fabulosos
paisajes en los que destacan –siempre al fondo de la escena– inmensos árboles
de plátano. Regiones en las que el buen humor y la «resiliencia» –insoportable palabreja
de origen inglés– nunca se pierde: siempre habrá en ellas una ocasión para
celebrar que el caos luciferino, en medio de un paraíso tropical, no puede ser
tan malo. El sopor producido por un calor omnipresente y el infaltable
aguardiente (sea cachaça, ron, pisco
o mezcal) impedirán conocer la desventura en su total magnitud. Los alegres
ritmos de sus tierras, a semejanza de los sonidos producidos por vistosas aves
o peculiares mamíferos, renovarán el ánimo de quien ya dobla el cuello oprimido
por los precariedad cotidiana; alguien que desentumeciendo sus cansados
músculos en el baile –si es más exagerado, mejor– estremecerá con garbo un
traje de lino blanco y un sombrero panamá ante la atenta mirada de una
pizpireta dama, verdadera fruta prohibida en este redivivo Jardín del Edén.
Existe una película que puede
definir mejor este peculiar tipo de nación. Se trata de una modesta pero bien
lograda película en la que el entretenimiento está asegurado. Más allá de su
aparente simplicidad, pues se le podría catalogar como una «cinta menor», en
cada cuidado detalle podemos encontrar un mensaje que describa coherentemente a
una República Bananera. Nos referimos a Banana Joe (1982), clásico de las
matinés televisivas a inicios de los 90’, y que –entre otras muchas memorables
cintas del corpulento Bud Spencer– fueron la delicia de toda una generación con
sus grandes dosis de humor y de porrazos. Dirigida por Steno (Stefano Vanzina),
prolífico realizador italiano de comedias ligeras, rodada íntegramente en la
selva colombiana, e interpretada por Carlo Pedersoli (más conocido como Bud
Spencer), esta película es digna de ser calificada como una de las más
memorables de un género caracterizado por la violencia ingenua y bufa, y que la
dupla Bud Spencer/Terence Hill llevaría hasta su cima.
No obstante, esta cinta ofrece
algo más que los típicos héroes burlescos del spaghetti western clase b, luego que este sub-género fuera reinventado
por Enzo Barboni a mediados de los setenta. Ella, con un desenfado que nunca
degeneraría en sátira ácida u ofensiva, bosquejaría una caricatura ingenua pero
a la vez extremadamente realista de nuestras tropicales miserias
latinoamericanas. Así pues, gracias a su arte ante nuestros ojos discurrirán imágenes
tan comunes como dolorosamente ridículas: oficinas públicas atestadas de gentes
esperando el fin de su interminable trámite; funcionarios que desconociendo los
procedimientos inventarán un y mil requisitos innecesarios o derivarán el caso
a una ventanilla en la que tampoco nadie sabe nada; el precio del banano será
fijado por una carrera de camioneros en la que la mafia del plátano –siempre en
contubernio con el gobierno– pondrá una o mil trampas; operaciones financieras
y transacciones multimillonarias serán autorizadas por una jugosa coima, siempre
en contra –eso sí– de los intereses de la población.
Sin embargo, por el contrario de
estas pequeñas tragedias de cada día, la película exaltaría el carácter
pacífico, alegre y desvergonzado de los habitantes de este caótico rincón del
orbe, quizás en una suerte de alabanza a quienes viviendo de espaldas a la
civilización gozaban de la inocencia primordial de nuestros primeros padres; algo
parecido a lo que Rousseau llamaría el «buen salvaje». Joe, apodado Banana,
será quien encarne a esta alma pura nacida en medio de la frondosa vegetación.
Un corpulento comerciante de plátano que tiene por hijos a una pandilla de
muchachitos abandonados. Él, al saber
incautado su bote por presión de la mafia local, se enfrentará a la odisea de
convertirse en ciudadano. Así pues, luego de ser detenido por no tener permiso
de navegación fluvial y de ser rechazado de la estación policial por no tener
documento de identidad; de la oficina del alcalde por no tener partida de
nacimiento; de la oficina de registro civil por no tener partida de bautizo;
buscará ser un «alguien de papel» en la sociedad acudiendo a la Iglesia,
enlistándose en el Ejército, obteniendo un trabajo ingrato mientras su familia
vivía estrecheces por no tenerlo cerca.
A pesar de las iniquidades
sufridas, Joe quedará finalmente saciado de justicia –y por efecto de la katarsis fílmica también todos nosotros–
luego que a mamporrazo limpio se deshaga de la retahíla de parásitos
gubernamentales y mafiosos de guayabera que se interpongan en su camino. Uno de
los happy end más gozosos de la
historia del cine, en el que por obra y gracia de la ficción quedamos vengados de
las lacras del tercermundo. Todo esto mientras resuena el también ingenuo, pero
excelente tema del film compuesto por Guido y Maurizio De Angelis, que narra a
manera de cantar de gesta las hazañas de Joe, nuestro héroe «natural».
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