La opción Virgilio
(frente a la opción benedictina o la Santiago)
Ante la peculiar celebración de los 200 años de
República, bregando entre los muertos, los sicofantas y tiranos (con sombrero
de tarro, de chalán o tiara), vinieron a mi mente aquellas bizantinas e
ingenuas discusiones que tuviera hace un par de años sobre la “crisis
contemporánea”. En los mediáticos medios circulaba una receta
para hacer frente a la tempestad. Se trataba de la “Opción benedictina”,
impulsada desde los países del norte y con algún eco en nuestras tórridas
tierras. Consistía en recluirse en su barrio, dormitorio y cofradía; hacer homescholing;
dedicarse al trabajo, oración y estudio del buen Benito y, en las catacumbas,
esperar a que caigan las ruinas de una buena vez. Una opción de las más
interesantes. Vale. Más pronto que tarde surgió una receta de sabor más “local”
para plantar buena cara al desmadre. Se trataba de la hispanísima “Opción Santiago”,
que pretendía –como buen gallego valiente y algo tonto– poner lanza en ristre y
llevarse por delante a cuanto masón y luciferino encontrara (después de
cargarse unos cuantos molinos de viento, claro está). Excelente decisión. Mis
parabienes. Sin embargo, como en esto de proponer hay espacio para muchos
incautos, me salgo con la mía y afirmo la imperiosa necesidad de tomar en serio
la “Opción Virgilio”. Una opción que tiene para todos los gustos: para los que
les gusta hacer el tonto y el loco, y a los que no entran en eso de echar
margaritas a los cerdos. ¿De qué se trata? Pues de afirmar la Verdad. Afirmar
la Verdad de siempre y de todos, aunque nadie la entienda o soporte. Y se trata
de gritarla, como Jeremías en Jerusalén. Gritarla tan fuerte que no se escuche,
pues los que tienen oídos la oirán.
Los poetas están radicalmente adelantados y
opuestos a su sociedad. Hablamos de los verdaderos, no los coleccionistas de
consignas y glosadores de cancioncitas pop que después son contrabandeadas como
arte (en mejores épocas hubieran recibido la pena asignada a los monederos
falsos o a los prosélitos de cultos bestiales). Estos falsarios, comúnmente son
unos burdos idólatras de su propio Yo, decoradito con una imaginería más o
menos curiosa. Arribistas del verbo que son los más en estos tiempos (casi son
los todos), algo normal cuando campea un obsceno culto a la personalidad, a la
propia o a la ajena.
En las antípodas, los poetas –devotos de Orfeo
y de Casandra– se excluyen voluntariamente, sabiéndose portadores de una verdad
incapaz de ser aprehendida de manera lineal, común o vulgar. Una Verdad que
implica una iniciación moral para ser descubierta y que, por tanto, será
imposible pro multis. La opción, sin embargo, nunca será callar, pues
como el salmista describe, la Verdad equivale a tener un tizón encendido en la
garganta. Ante la imposibilidad de comunicar lo que es necesario de ser comunicado,
el poeta deforma y violenta el lenguaje y hasta torcer su propio Yo. Esto, para
lograr su único objetivo: enunciar aquello que nadie quiere escuchar y todos
deben. En sencillo: el poeta es el verdadero ausaider político. Anda, sin
fastidio, fuera hasta de la perfecta República de Platón, según instructiva de
su propio factor.
En la poesía, pues, la actitud ética radical
(que se aparta de la sociedad en pos de la Verdad) es una actitud estética. Y
esta actitud a-política es la que, por influencia, empujará a los no-poetas a
la consumación de la política en toda su expresión. Así pues, la cualidad y
momento fundante de la filosofía –la ironía socrática– nació de una relación de
tensión entre Aristófanes y Sócrates, el poeta y el sabio (Leo Strauss dixit). No
por nada al final de esa cima del pensamiento occidental que es el Fedón,
Sócrates –y Platón– se arrepiente al final de sus días el no haber cultivado la
poesía por haber ido tras las huellas de su numen argumentativo.
Afirmo pues, que estos posesos por Apolo –dios
de la Verdad y la Belleza– malditos por él como Casandra, se convertirán en la
voz de la deidad a pesar de ellos mismos. Sufrirán, sin embargo, el dulce dolor
de conocer lo inefable y de paladear lo divino, para desprecio del profanum
vulgum, como diría Horacio. Poetas-Profetas irreverentes como bacantes,
fundan una opción, la de preservar su vocación a costa de su sociabilidad,
deformando el lenguaje para ser más coherentes con su llamado –lo revelado– aún
a costa de su propia identidad y circunstancia.
Un texto, de Hugh Selwyn Mauberley (una de las máscaras –Personae– del
viejo loco E. Pound) es un magnífico ejemplo de la “opción Virgilio”, su
verdadera declaración de principios o manifiesto poético. Callar hablando es la
opción de quienes afirman más allá de las contingencias, gozan con las palabras
hasta disolverlas:
ODE POUR
L’ÉLECTION DE SON SÉPULCHRE
Por tres
años, fuera de foco con su época,
se afanó
por resucitar el arte muerto
de la
poesía; por preservar “lo sublime”
en el
sentido de antaño. Errado desde el comienzo…
pero no, no
del todo, al ver que había nacido
a destiempo
en un país semisalvaje;
resuelto a
cosechar peras del olmo;
Capaneo;
trucha para carnada artificial.
(…) La
época exigía una imagen
de su mueca
acelerada,
algo para
el moderno escenario,
no, de
ningún modo, una gracia ática;
no, por
cierto que no, oscuros ensueños
al
autoauscultarse;
¡mejor
mentiras
que los
clásicos en paráfrasis!
(…) Todo
fluye, dice
el filósofo
Heráclito;
pero una
baratura
habrá de
sobrevivirnos.
Hasta la
belleza cristiana
deserta,
luego de Samotracia;
vemos το
Καλόν (lo Bello)
decretado
en el mercado.
Ni la
carnalidad del fauno
ni la
visión del santo son para nosotros
La prensa
es nuestra hostia;
el
sufragio, nuestra circuncisión.
Todos, ante
la ley, son iguales.
Libres de
Pisístrato,
elegimos a
un bribón o a un eunuco
para que
nos gobierne.
Oh, Apolo
reluciente
¿a qué
dios, hombre o héroe,
την άνδρα,
την ήρωα, τίνα θεών
le colocaré
una corona de hojalata?
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