Poso de nostalgia: Solos de Madrugada, de José Luis Garcí.
José Luis Garcí (1978)
Solos en la madrugada. José Luis Tafur P.C. España. 102 min.
Escribo estas breves líneas desde la metrópoli, apremiado por la nostalgia. Hace poco, en una noche sonámbula, una película a medio comenzar –una de esas que, por lo inesperadas, se convierten tanto en una epifanía como en un regalo– me hizo confrontarme, como frente a un espejo, con mi propia melancolía. Pero en ella había algo más. Gracias a la cinta –que después supe que pertenecía a José Luis Garcí, el conductor de ¡Qué grande es el cine!, mítico programa de mi cinefilia– pude entrever un poco aquellas cuestiones que sobre España –nuestra madre, para bien o para mal– que continuamente se me habían suscito. Y más allá del periodo –el de la Transición Española– que describe con maestría, como señalan unánimemente los entendidos, la película nos remite a un aspecto más metafísico de la identidad española.
La película
José (José Sacramento) es un periodista y
activista democrático, que conduce un programa de radio en la madrugada. En
tiempos de la transición, los vientos de cambio parecieran haber coronado una
vida consagrada a la búsqueda de la libertad. Sin embargo, su vida se ve más
oscura y marchita que antes. Su relación matrimonial está rota y el vínculo con
sus hijos es precario. Detrás, como escenario, retumba el ruido angustiante de
un nuevo régimen democrático en ciernes, expectativa y a la vez cierto temor. Los
cambios radicales solo se detienen cuando, en la madrugada, José entra en una
cómplice tertulia con «30 millones de oyentes»
En medio
de su vida en decadencia hace aparición Maite, una joven antropóloga, quien se
decide a hacerle vivir una «relación libre y moderna». A la vez que le
manifiesta admiración por su vieja historia de lucha por la libertad, no duda
en considerarlo anticuado y pacato para esa nueva Europa de la que aspiraba gozar.
Finalmente, su joven y devota ayudante, Lola, está también enamorada de José,
aunque él no lo nota pues anda fuera de rumbo. Este extraviado José –esperpento trágico magníficamente
retratado por Sacramento–, luego, es amado y admirado por
tres mujeres que, a la vez, lo consideran ya digno de una etapa que se va. Al
tiempo se convierte en ese precursor de la democracia, quien sacrificó hasta su
familia por ella, pero que se ve desplazado por el momento por el que
luchó.
Tierra de quijotes
España es tierra de contrastes y de pasiones. Su
exuberancia, que va desde la ampulosa aflicción de sus tristes nazarenos, hasta
la algarabía de su picaresca y folclore, pasando por sus pasiones políticas pródigas
de una crueldad inimaginable, así lo ilustra. Ya lo recordaría Martín Adán al
referirse a esa peculiar «razón ascética del godo romanizado,
del goce como en Dios, de la satisfacción como el sino». O como lo diría más
lacónicamente Barrés: «es típico de España la exaltación de los sentimientos».
En esa prodigiosa tierra, por la intensidad de su ser, parece que la vida se
vive dos veces.
Pero hay
algo más impactante y admirable –hasta lo épico– en el carácter español. Algo
difícil de entrever porque se esconde en la casi imposible mixtura del candor
infantil (o una permanente nostalgia por esta etapa) con cierto ánimo sombrío
más propio de las edades vencidas, tardías. Se trata del espíritu trágico español
que, como al Quijote, le es quintaesencial. España es el rincón de los
proyectos fracasados, de las ilusiones truncas. Una tierra en la que, además,
todo empeño –¡y vaya que sí se ha puesto empeño!– parece que ha quedado baldío.
Sus magníficas y colosales empresas –como quien va convencido, y con toda
intensidad, a darse de leches con molinos de vientos después de
atravesar innavegables océanos en busca de dorados o ciudades de la fe– se
desvanecen por el empuje de una historia que siempre se le ha dado por pisotear
sus anhelos. España, como la gran y espiritual Rusia (ya que, a decir de Emile
Cioran, junto con ella resultan los dos ojos de Dios en la tierra), vive
siempre a placé y en los márgenes del tiempo y del espacio. Por eso las
revoluciones y modernidades le vienen constantemente a contratiempo. Cada tanto
le cambian el guion al mundo, y esta tierra caliente estaba tan empeñada en
seguirlo que le friega (como a Vallejo le fregaban los cóndores) cuando hay que
reaprender la lección. Luego, a tomárselo con humor y a guardar esa buena dosis
de desconsuelo en los pozos del alma.
Así
pues, poco a poco, el carácter español –otrora recio y empeñoso como un cruzado,
a la vez que jocoso como un pícaro– se ha ido agriando con los años, al punto
de devenir en una hosquedad disimulada con buenos modales. El último crepúsculo
de los dioses que vivió España –su último parricidio– fue la caída de Franco y
todo su régimen «tradicional». A cambio, el espíritu de los tiempos prometió
esa «progresiva vanguardia», traicionera y mudable como mala mujer de folletín.
No quedaba de otra y, a pesar que los más avispados sabían que se embarcaban en
otra tarea que desde ya mostraba la hilacha, se hizo de tripas, corazón, y con
un mohín que no ocultaba el fastidio, se dio el paso con un optimismo al que le
sobraba decisión, pero al que le faltaba fe. No es la gota que rebalsó el vaso,
pero el desencanto se acentúa progresivamente. Malestar que puede degenerar en
violencia si los tules del arte no lo arropan para que se convierta en inocente
melancolía.
Radiografía
de la nostalgia
Solos de
Madrugada (1978) es una radiografía del último de estos cambios de rumbo en la
tierra de Cervantes. En ella se puede observar, con dulzura y sin aspavientos,
las luces y sombras en el provenir de esa nueva aurora democrática. En ella se
narra la historia de los proyectos perdidos y los porvenires dudosos,
esforzados. En una Madrid oscura, frágil, íntima –una Madrid de madrugada–
José, el personaje de la historia, vive dislocado entre los amores inviables y
los negados. Solo lleva –esmirriado él hasta el chiste, como un cristo– su
optimismo a toda prueba. Insiste en ser ingenuo como un niño –como aquel que él
añora– aunque la tristeza lo hostigue con sus gélidos y solitarios amaneceres. Y
a pesar que la nostalgia se le encharque, planta cara como todo un buen
español, como aquellos que resistieron inútilmente en Filipinas 337 días porque
nadie les había dicho que ya habían enmendado la plana.
La
tragedia española no suena como la alemana, y no hay puesta en escena y
tramoyistas detrás de ella. Es simple y letal como una rosa.
Desconsoladoramente hermosa cuando se la mira bien, como hizo Garcí con Solos
en la madrugada.