sábado, 19 de febrero de 2022

Poso de nostalgia: Solos de Madrugada.

 Poso de nostalgia: Solos de Madrugada, de José Luis Garcí.

José Luis Garcí (1978) Solos en la madrugada. José Luis Tafur P.C. España. 102 min.

 



Escribo estas breves líneas desde la metrópoli, apremiado por la nostalgia. Hace poco, en una noche sonámbula, una película a medio comenzar –una de esas que, por lo inesperadas, se convierten tanto en una epifanía como en un regalo– me hizo confrontarme, como frente a un espejo, con mi propia melancolía. Pero en ella había algo más. Gracias a la cinta –que después supe que pertenecía a José Luis Garcí, el conductor de ¡Qué grande es el cine!, mítico programa de mi cinefilia– pude entrever un poco aquellas cuestiones que sobre España –nuestra madre, para bien o para mal– que continuamente se me habían suscito. Y más allá del periodo –el de la Transición Española– que describe con maestría, como señalan unánimemente los entendidos, la película nos remite a un aspecto más metafísico de la identidad española.

La película

José (José Sacramento) es un periodista y activista democrático, que conduce un programa de radio en la madrugada. En tiempos de la transición, los vientos de cambio parecieran haber coronado una vida consagrada a la búsqueda de la libertad. Sin embargo, su vida se ve más oscura y marchita que antes. Su relación matrimonial está rota y el vínculo con sus hijos es precario. Detrás, como escenario, retumba el ruido angustiante de un nuevo régimen democrático en ciernes, expectativa y a la vez cierto temor. Los cambios radicales solo se detienen cuando, en la madrugada, José entra en una cómplice tertulia con «30 millones de oyentes»

En medio de su vida en decadencia hace aparición Maite, una joven antropóloga, quien se decide a hacerle vivir una «relación libre y moderna». A la vez que le manifiesta admiración por su vieja historia de lucha por la libertad, no duda en considerarlo anticuado y pacato para esa nueva Europa de la que aspiraba gozar. Finalmente, su joven y devota ayudante, Lola, está también enamorada de José, aunque él no lo nota pues anda fuera de rumbo. Este extraviado José –esperpento trágico magníficamente retratado por Sacramento–, luego, es amado y admirado por tres mujeres que, a la vez, lo consideran ya digno de una etapa que se va. Al tiempo se convierte en ese precursor de la democracia, quien sacrificó hasta su familia por ella, pero que se ve desplazado por el momento por el que luchó.   

Tierra de quijotes

España es tierra de contrastes y de pasiones. Su exuberancia, que va desde la ampulosa aflicción de sus tristes nazarenos, hasta la algarabía de su picaresca y folclore, pasando por sus pasiones políticas pródigas de una crueldad inimaginable, así lo ilustra. Ya lo recordaría Martín Adán al referirse a esa peculiar «razón ascética del godo romanizado, del goce como en Dios, de la satisfacción como el sino». O como lo diría más lacónicamente Barrés: «es típico de España la exaltación de los sentimientos». En esa prodigiosa tierra, por la intensidad de su ser, parece que la vida se vive dos veces.

Pero hay algo más impactante y admirable –hasta lo épico– en el carácter español. Algo difícil de entrever porque se esconde en la casi imposible mixtura del candor infantil (o una permanente nostalgia por esta etapa) con cierto ánimo sombrío más propio de las edades vencidas, tardías. Se trata del espíritu trágico español que, como al Quijote, le es quintaesencial. España es el rincón de los proyectos fracasados, de las ilusiones truncas. Una tierra en la que, además, todo empeño –¡y vaya que sí se ha puesto empeño!– parece que ha quedado baldío. Sus magníficas y colosales empresas –como quien va convencido, y con toda intensidad, a darse de leches con molinos de vientos después de atravesar innavegables océanos en busca de dorados o ciudades de la fe– se desvanecen por el empuje de una historia que siempre se le ha dado por pisotear sus anhelos. España, como la gran y espiritual Rusia (ya que, a decir de Emile Cioran, junto con ella resultan los dos ojos de Dios en la tierra), vive siempre a placé y en los márgenes del tiempo y del espacio. Por eso las revoluciones y modernidades le vienen constantemente a contratiempo. Cada tanto le cambian el guion al mundo, y esta tierra caliente estaba tan empeñada en seguirlo que le friega (como a Vallejo le fregaban los cóndores) cuando hay que reaprender la lección. Luego, a tomárselo con humor y a guardar esa buena dosis de desconsuelo en los pozos del alma.

Así pues, poco a poco, el carácter español –otrora recio y empeñoso como un cruzado, a la vez que jocoso como un pícaro– se ha ido agriando con los años, al punto de devenir en una hosquedad disimulada con buenos modales. El último crepúsculo de los dioses que vivió España –su último parricidio– fue la caída de Franco y todo su régimen «tradicional». A cambio, el espíritu de los tiempos prometió esa «progresiva vanguardia», traicionera y mudable como mala mujer de folletín. No quedaba de otra y, a pesar que los más avispados sabían que se embarcaban en otra tarea que desde ya mostraba la hilacha, se hizo de tripas, corazón, y con un mohín que no ocultaba el fastidio, se dio el paso con un optimismo al que le sobraba decisión, pero al que le faltaba fe. No es la gota que rebalsó el vaso, pero el desencanto se acentúa progresivamente. Malestar que puede degenerar en violencia si los tules del arte no lo arropan para que se convierta en inocente melancolía.

Radiografía de la nostalgia

Solos de Madrugada (1978) es una radiografía del último de estos cambios de rumbo en la tierra de Cervantes. En ella se puede observar, con dulzura y sin aspavientos, las luces y sombras en el provenir de esa nueva aurora democrática. En ella se narra la historia de los proyectos perdidos y los porvenires dudosos, esforzados. En una Madrid oscura, frágil, íntima –una Madrid de madrugada– José, el personaje de la historia, vive dislocado entre los amores inviables y los negados. Solo lleva –esmirriado él hasta el chiste, como un cristo– su optimismo a toda prueba. Insiste en ser ingenuo como un niño –como aquel que él añora– aunque la tristeza lo hostigue con sus gélidos y solitarios amaneceres. Y a pesar que la nostalgia se le encharque, planta cara como todo un buen español, como aquellos que resistieron inútilmente en Filipinas 337 días porque nadie les había dicho que ya habían enmendado la plana.

La tragedia española no suena como la alemana, y no hay puesta en escena y tramoyistas detrás de ella. Es simple y letal como una rosa. Desconsoladoramente hermosa cuando se la mira bien, como hizo Garcí con Solos en la madrugada.


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