Una interpretación estéticamente dolorosa: Amour, de
Michael Haneke.
Michael Haneke: Amour, ARD Degeto, Bayerischer
Rundfunk, Centre National du Cinema et de l'Image Animee, Cine Plus, CNC/FFA
Minitraite, Eurimages, Filforderungsanstalt, Filmfonds Wien, France 3 Cinema,
France Televisions. Francia, Alemania, Austria. 127 min. 2012.
La ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes estará –si Dios
quiere y los Multicines locales lo permiten- próximamente en cartelera. Nominada
a 5 Premios de la Academia, incluyendo mejor película, mejor actriz principal y
mejor director, Amour (2012) es
también la última producción de Michael Haneke, celebrado autor de La Cinta Blanca (2009), Funny Games (2007) y
La profesora de piano (2001), y que a estas alturas se ha convertido en un
ícono en la nueva generación de realizadores. Con una indiscutible buena
factura y el mayor detalle estético, con Amour Haneke nos da cuenta de un ejemplo de cómo hacer buen cine,
una suerte de fructífera síntesis de todas las lecciones legadas por los
maestros del séptimo arte. Así pues el austriaco lleva la posta –sin dejar de
imprimir su particular estilo- de lo que
se pudiera definir como el mejor cine clásico.
Preocupado por las más grandes inquietudes de nuestro tiempo, el
director se ocupa una vez más de la frágil condición humana y de lo que Herman
Meville habría llamado la metafísica del
mal. En esta ocasión el director sitúa sus angustias morales en la difícil
relación –amorosa– de dos ancianos, Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle
Riva), quienes, a causa de la enfermedad degenerativa de Anne, modifican
radicalmente su criterio de “amor”, uniéndose en una particular relación de
intimidad y sacrificio que llevarán hasta las últimas consecuencias,
empujándolos así a situaciones altamente dolorosas, que desconcertarán a todos
los que los rodean, inclusive a nosotros, espectadores del drama.
La posibilidad de un compromiso coherente y radical en el seno de una
sociedad del bienestar –film enmarcado en un frívolo ambiente donde se hace
inconcebible ceder alguna prerrogativa del Yo–
inquieta a Haneke y lo lleva a meditar sobre su validez y sus efectos mediante
una cuidada cinematografía que nos compenetra en el drama mediante el acertado
uso de los ambientes cerrados, las lentas tomas y una austeridad de recursos
que resulta realmente apabullante.
Debemos, de otro lado, tener en cuenta el contexto en que se desarrolla
el drama, ya que éste podría considerarse cotidiano, y que muchas veces pasa
inadvertido en nuestro medio; un medio donde la ausencia de una mentalidad
esencialmente individualista –como en el caso del primer mundo– hace que el
dramatismo que se le trata de imprimir a la cinta resulte incomprensible y
desproporcionado. Eso quizás puede deberse que a una noción de amor mediada por
el sacrificio, que resulta ajena al medio en que se sitúa el film, sea tan
común a nuestra idiosincrasia.