Entre las sombras del espíritu: La Pasión de Juana de Arco,
de Carl T. Dreyer
Carl T.
Dreyer: La Passion de Jeanne d´Arc, Societé Generale des Filmes, 114 min. 1928.
La estética del poder
A principios del S. XVII una nueva
concepción de la belleza se delinea en los cenáculos artísticos europeos; la
nueva corriente responde a los acontecimientos inmediatos: el clima ideológico
en el orbe reacciona contra las viejas estructuras – tanto políticas, como de
pensamiento – volviendo los ojos al hombre, quien reclama su total señorío
frente a todo lo que le rodea. El Renacimiento reivindica a una humanidad
asfixiada entre los humores de la metafísica otorgándole la completa capacidad
de regirse a sí misma, de aprehender mediante sus frágiles sentidos todo el
universo natural y consagrar a la razón como la medida de todas las cosas; esto
mediante la vuelta de la tradición pagana y asumiendo aquellos valores
resumidos en el viejo lema de los juegos olímpicos: Citius, altius, fortius.
Sin embargo, y por encima de las –
cíclicas – ansias del ser humano por decretar el imperio total de la razón, la
avalancha de lo irracional siempre se hubo de desbordar por los márgenes de la
historia. Justamente, la máxima expresión del inconsciente, se definirá como el
Barroco. Definido como la estética
del poder, haciendo alusión al impulso y patrocinio que brindó la Iglesia
Católica a este movimiento y su uso en favor de la Evangelización del Nuevo
Mundo y la reacción a la Reforma Luterana, el Barroco fue el vehículo más
idóneo para representar el universo alegórico y la complejidad doctrinaria de
la Iglesia. El tenebrismo, las recargadas ornamentaciones y la ruptura de la
fluidez en espacio – arquitectónico – se mostraron como eficaces intentos en el
afán de generar en la feligresía la plena conciencia del dolor, sacrificio,
majestad y de la vida ultraterrena.
La pasión por
el encuadre
En 1981, el encargado de limpieza de
una institución mental en Oslo encuentra en un armario clausurado una copia del
primer negativo no censurado de La
Passion de Jeanne
d’Arc, cuyo único original había sido destruido en un incendio. Este
extraño suceso constituyó un verdadero milagro cinematográfico, ya que luego
del siniestro que hubo de estropear su filme, Dreyer se opuso rotundamente a
re-editar la película a partir de las tomas que se salvaron del fuego. Por
muchos años circularon entre los círculos cinematográficos más privilegiados
escenas incompletas e inconexas tomas de una obra maestra mutilada – víctima de
una censura más cruel que la que le impuso el Arzobispo de París luego de su
exhibición – hasta que aquel milagro en el psiquiátrico noruego permitió la
circulación masiva – una edición impecable ya se puede encontrar en DVD[1] –
y la delicia de los cinéfilos.
Sin
embargo, no nos ha de sorprender por que esta cinta hubo de esconderse por
décadas en un antiguo centro de salud mental, ya que cualquiera que eche un
vistazo al filme comprenderá su extraño paradero. Juana de Arco, la santa
patrona de Francia es también – según la Iglesia Católica – patrona de “la
gente ridiculizada por su piedad”. La pucelle siempre ha sido fuente de las mayores
controversias y opiniones contrarias; se dice, por ejemplo, que la Dama de
Orleáns consumía ciertas sustancias ricas en hormonas animales para mantenerse
en un permanente estado extático y hasta que padecía diversas enfermedades
mentales como la esquizofrenia y la paranoia. Es allí donde la cinta de
Dreyer hace su aparición
como un fidedigno retrato de la santa[2] sobre todo por su
tratamiento formal, tan exacto que hasta podría fungir de un documento
científico. La actuación de Renée Jeanne Falconetti es considerada por muchos
como la mejor que ha dado hasta ahora la historia del cine, representando
sorprendentemente a Juana tanto en sus periodos extáticos, como en los de
fragilidad ante la cercanía de su ejecución.
Conclusión
Siendo una película muda – considerada por
muchos como el culmen de este género – la preocupación de Dreyer se centró en
una impecable fotografía y en favorecer al máximo el trabajo de los actores
(curiosamente en el reparto figura el famoso poeta Antonin Artaud, quien
encarna a un cruel obispo). La técnica de Dreyer – que consiste en el uso
constante de close ups – acentúa las realistas actuaciones,
dejándonos apreciar todos las matices de cada uno de los personajes. La
profundidad en la representación y el acertado guión permiten una
interpretación ambigua, múltiple y por lo tanto rica del suceso. El juego de
luces y sombras, el austero vestuario y escenografía y el manejo de la cámara
en su mayoría en espacios cerrados, reproduce un barroquismo de eficaz factura.
La
Passion de Jeanne d’arc en suma una película dura. Imposible pues,
sustraerse del patetismo y de las hondas interrogantes que puedan despertar la
cinta. Verla significa integrarse a aquella dimensión en la que viven los
mártires y ascetas, acoger sus principios – tan reñidos con los del mundo
moderno – y no simplemente
parodiarlos como se hizo en algunas películas de corte “místico” – como en The Messenger: The Story of Joan
of Arc (1999) – a la manera new age.