Un Noé verde: Noé, de Darren Aronofsky
Darren Aronofsky: Noah. New Regency,
Paramount Pictures. USA. 2014. 139 min.
“Cuando llueve todos se mojan” dice el dicho, y este se aplica mejor aún
al más grande aguacero de todos los tiempos. El diluvio –ese gran chaparrón
bíblico- no es patrimonio exclusivo de la civilización judeo-cristiana.
Sumerios, chinos y mayas han tenido su propia versión del diluvio –con agua o
sin ella- es decir de aquel momento histórico por el cual Dios quiso borrar de
la faz de la tierra a nuestros impresentables antepasados. Vale la pena revisar
al respecto el magnífico cuento de Alejo
Carpentier titulado “Los advertidos”; relato en el que, con la magnífica prosa
que lo caracteriza, nos da una genial versión sobre esta historia.
Ahora bien, si Noé y su odisea no es propiedad de los judeo-cristianos,
es lógico que las “nuevas tendencias de pensamiento místico” –confundidas todas
bajo la holgada denominación de “New Age”– hayan presentado su propia versión
del patriarca marinero. Es en esta línea que Hollywood, mayor difusor de estas
eclécticas y nada ortodoxas posturas, exhibe su última producción: Noé (2014).
Un baldazo de agua fría recibieron los espectadores que, en los últimos
días llenaron las salas de cine de la ciudad. Quien esperaba observar una
recreación del relato bíblico –quizás a la usanza de aquellas clásicas
producciones que suelen ponerse de moda cada Semana Santa– tuvo que simplemente
contener su frustración. Quien, sin embargo, en sus más afiebradas fantasías
logró conjugar los monstruos del “Señor de los Anillos” y similares con las
Sagradas Escrituras, quedó con seguridad satisfecho.
Y es que esta versión de Noé nos presenta al célebre personaje como una
suerte de chamán ecologista –que considera el consumo de carne y la extracción
tecnificada de los recursos naturales como pecados atroces– mezclado quizás con
un calvinista de la más dura ralea; aquel que en su rigorismo moral, y cual un
segundo Lutero, pasa al laxismo –el otro extremo– cuando la culpa le resulta
insoportable. En suma: Culpa protestante, moral vegana, mitología hollywodense.
Un sancochado teológico más pesado e indigesto que los atracones de bacalao que
algunos se dan en Semana Santa.
Ya en el plano estético, esta es más pobre –si eso cabe– que la trama
que presenta. Caracteres planísimos y sosos, un Rusell Crowe que no cambia de
expresión por más que el cielo se le caiga encima, y un Anthony Hopkins que –de
algo tiene que vivir– encarna un Matusalem tan nimio como inoportuno en el
drama. Eso sí, es increíble cómo estas pésimas producciones pueden echar por
los suelos el talento de magníficos actores como Hopkins y Jeninffer
Connelly. Finalmente, se recomienda
evitar esta película, no por lo errónea o falsa, sino por un pecado que es
igual de cruel: por lo fea y corriente que la película es.