El
desierto como poesía del final: El desierto de los tártaros, de
Valerio Zurlini.
Valerio
Zurlini: Il
deserto dei tartari. Cinema
Due, Italia/Francia/Alemania, 1976. 140 min.
Es
incuestionable la fascinación que sobre nosotros, seres humanos,
ejerce la decadencia. La profunda belleza que alcanzan las
existencias cuando están por extinguirse, suscita también entre
nosotros insondables sentimientos. Ante ella aflora delicadamente el
miedo, la nostalgia y la absoluta admiración por el inmenso abismo
que esta supone, recordándonos nuestra fragilidad frente lo supremo
e inexorable. Así pues, como es más bella la estación cuando llega
a su fin, y es hermoso el amor cuando se anuncia su término, así
serán más esplendorosos aquellos grandes imperios cuando ya están
prestos a caer, cual el sol en su ocaso.
Y
si de imperios y decadencia hablamos, es imprescindible que nos
refiramos al último de ellos: el magnífico Imperio Austro-Húngaro.
En él se conservó –hasta 1918- el último vestigio del Antiguo
Régimen, de una Monarquía Católica que hundía sus raíces en el
legado de la propia Roma. Reino cuyos ideales y tradiciones aún
relucen tenuemente en nuestro lúgubre mundo, cada vez más asfixiado
en una hipócrita prosperidad. Sin embargo para inicios del S. XX la
suerte del coloso estaba echada. La revolución y la masonería
habían dictado su sentencia de muerte y en los confines de su
pluriétnico territorio se cebaban levantamientos y conjuras que se
consumarían con el asesinato de la emperatriz Sissi, del príncipe
heredero Rodolfo y, finalmente, en el del archiduque Francisco
Fernando que dio inicio a la Primera Guerra Mundial. A pesar de este
trágico desenlace, el refinamiento y la tradición de su corte aún
resplandecieron incluso cuando todos intuían el final.
Muchos
son los autores que han cantado –directa o indirectamente– al
final de uno de los más admirables Imperios. Resaltan entre ellos
algunos autores que nacieron en suelo imperial a inicios de siglo, y
que tradujeron en su obra la angustia de asistir al veloz
desmoronamiento de su mundo: Joseph Roth con su «Marcha
Radetzky»
(1932)
y
«La
cripta de los capuchinos»
(1938);
Robert Musil
en
«El
hombre sin atributos»
(1930), y Sandor Marai con su «Divorcio
en Buda»
(1935). Sin embargo, décadas más tarde, un escritor italiano, Dino
Buzzati, mantendría la fascinación por la esplendorosa estela del
fenecido imperio. Con El
desierto
de los tártaros
(1940) describirá una vez más, y de manera soberbia, el crepúsculo
de toda una era. Treinta años después otro italiano, Valerio
Zurlini, llevará con éxito la novela a la pantalla grande.
En
1908, el sub-teniente Drogo saldrá a su primera misión. Por un
error es destacado a la fortaleza de Bastiano, en el punto más
lejano del imperio. La fortaleza se yergue sobre las ruinas de una
ciudad arrasada
cien años antes por los tártaros. Más allá de la fortaleza sólo
existe un enorme desierto. Sobre él vuelcan la mirada los soldados
de Bastiano, auscultando la nunca cumplida incursión del asiático
invasor. Confiado en que pronto será relevado del puesto y
transferido a la ciudad, Drogo comparte la vida con sus peculiares
compañeros, casi todos aristócratas que –lejos de un mundo en
cambio– se refugian en las antiguas tradiciones militares,
aferrados a su dura disciplina y a la siempre esperada llegada de los
tártaros. Caballos que llegan a la fortaleza atravesando el
desierto; luces en los confines de las áridas montañas; jinetes a
los que un solo hombre ha avistado, serán algunas de las señales
que empujan a los hombres a resistir el tedio mortal, a fin de
encontrar la gloria del enfrentamiento final. Drogo, fascinado por
ese quimérico encuentro con el enemigo, cambia rápidamente y
sacrifica su juventud en Bastiano, quedándose en la fortaleza
aguardando el ataque imposible.
«El
desierto de los tártaros»
es un film soberbio y sobrecogedor. Durante él se esboza ante
nosotros, delicadamente, la personalidad de complejos caracteres,
fielmente retratados por consagrados actores: Vittorio Gassman,
Fernando Rey, Paco Rabal, Max von Sidow, Jean-Louis Trintigant,
Philippe Noiret y Jacques Perrin. Mediante una fotografía de amplias
tomas sobre colosales paisajes, se resaltará la angustia de los
hombres, minimizados contra la inhóspita naturaleza, en espera de
un destino que tarda en llegar. La precisa banda sonora de Ennio
Morricone completará el cuadro, amalgamando la historia a la
perfección, sumergiéndonos en el drama de forma tan sutil como lo
hiciera el teniente Drogo, atrapado de un momento a otro por una
fortaleza existente tan sólo por el recuerdo, por la fuerza de un
pasado que, inminentemente, amenaza manifestarse plenamente ante
nosotros.
Muchos
son los poetas que han sido arrebatados por la magia de un mundo en
su cenit, y hasta se podría decir que toda la poesía –la mejor–
está marcada por la decadencia. No sólo hablamos de Verlaine,
Baudelaire o Mallarmé. Los ecos de una lira destemplada resuenan
siempre y hasta ahora. En nuestras latitudes el barroco –último
esplendor del más grande Imperio Católico– animó la nostalgia de
grandes como Martín Adán, Lezama Lima o Mujica Laínez. Así pues,
con ellos, abandonémonos al espléndido espectáculo del declive de
una edad dorada, observando como la grandeza de los más sublimes
ideales se han de sumergir, lenta y bellamente, en el desierto.
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