sábado, 30 de julio de 2016

El desierto como poesía del final: El desierto de los tártaros


El desierto como poesía del final: El desierto de los tártaros, de Valerio Zurlini.
Valerio Zurlini: Il deserto dei tartari. Cinema Due, Italia/Francia/Alemania, 1976. 140 min.

 

Es incuestionable la fascinación que sobre nosotros, seres humanos, ejerce la decadencia. La profunda belleza que alcanzan las existencias cuando están por extinguirse, suscita también entre nosotros insondables sentimientos. Ante ella aflora delicadamente el miedo, la nostalgia y la absoluta admiración por el inmenso abismo que esta supone, recordándonos nuestra fragilidad frente lo supremo e inexorable. Así pues, como es más bella la estación cuando llega a su fin, y es hermoso el amor cuando se anuncia su término, así serán más esplendorosos aquellos grandes imperios cuando ya están prestos a caer, cual el sol en su ocaso. 
 
Y si de imperios y decadencia hablamos, es imprescindible que nos refiramos al último de ellos: el magnífico Imperio Austro-Húngaro. En él se conservó –hasta 1918- el último vestigio del Antiguo Régimen, de una Monarquía Católica que hundía sus raíces en el legado de la propia Roma. Reino cuyos ideales y tradiciones aún relucen tenuemente en nuestro lúgubre mundo, cada vez más asfixiado en una hipócrita prosperidad. Sin embargo para inicios del S. XX la suerte del coloso estaba echada. La revolución y la masonería habían dictado su sentencia de muerte y en los confines de su pluriétnico territorio se cebaban levantamientos y conjuras que se consumarían con el asesinato de la emperatriz Sissi, del príncipe heredero Rodolfo y, finalmente, en el del archiduque Francisco Fernando que dio inicio a la Primera Guerra Mundial. A pesar de este trágico desenlace, el refinamiento y la tradición de su corte aún resplandecieron incluso cuando todos intuían el final. 
 
Muchos son los autores que han cantado –directa o indirectamente– al final de uno de los más admirables Imperios. Resaltan entre ellos algunos autores que nacieron en suelo imperial a inicios de siglo, y que tradujeron en su obra la angustia de asistir al veloz desmoronamiento de su mundo: Joseph Roth con su «Marcha Radetzky» (1932) y «La cripta de los capuchinos» (1938); Robert Musil en «El hombre sin atributos» (1930), y Sandor Marai con su «Divorcio en Buda» (1935). Sin embargo, décadas más tarde, un escritor italiano, Dino Buzzati, mantendría la fascinación por la esplendorosa estela del fenecido imperio. Con El desierto de los tártaros (1940) describirá una vez más, y de manera soberbia, el crepúsculo de toda una era. Treinta años después otro italiano, Valerio Zurlini, llevará con éxito la novela a la pantalla grande.

En 1908, el sub-teniente Drogo saldrá a su primera misión. Por un error es destacado a la fortaleza de Bastiano, en el punto más lejano del imperio. La fortaleza se yergue sobre las ruinas de una ciudad arrasada cien años antes por los tártaros. Más allá de la fortaleza sólo existe un enorme desierto. Sobre él vuelcan la mirada los soldados de Bastiano, auscultando la nunca cumplida incursión del asiático invasor. Confiado en que pronto será relevado del puesto y transferido a la ciudad, Drogo comparte la vida con sus peculiares compañeros, casi todos aristócratas que –lejos de un mundo en cambio– se refugian en las antiguas tradiciones militares, aferrados a su dura disciplina y a la siempre esperada llegada de los tártaros. Caballos que llegan a la fortaleza atravesando el desierto; luces en los confines de las áridas montañas; jinetes a los que un solo hombre ha avistado, serán algunas de las señales que empujan a los hombres a resistir el tedio mortal, a fin de encontrar la gloria del enfrentamiento final. Drogo, fascinado por ese quimérico encuentro con el enemigo, cambia rápidamente y sacrifica su juventud en Bastiano, quedándose en la fortaleza aguardando el ataque imposible. 
 
«El desierto de los tártaros» es un film soberbio y sobrecogedor. Durante él se esboza ante nosotros, delicadamente, la personalidad de complejos caracteres, fielmente retratados por consagrados actores: Vittorio Gassman, Fernando Rey, Paco Rabal, Max von Sidow, Jean-Louis Trintigant, Philippe Noiret y Jacques Perrin. Mediante una fotografía de amplias tomas sobre colosales paisajes, se resaltará la angustia de los hombres, minimizados contra la inhóspita naturaleza, en espera de un destino que tarda en llegar. La precisa banda sonora de Ennio Morricone completará el cuadro, amalgamando la historia a la perfección, sumergiéndonos en el drama de forma tan sutil como lo hiciera el teniente Drogo, atrapado de un momento a otro por una fortaleza existente tan sólo por el recuerdo, por la fuerza de un pasado que, inminentemente, amenaza manifestarse plenamente ante nosotros.

Muchos son los poetas que han sido arrebatados por la magia de un mundo en su cenit, y hasta se podría decir que toda la poesía –la mejor– está marcada por la decadencia. No sólo hablamos de Verlaine, Baudelaire o Mallarmé. Los ecos de una lira destemplada resuenan siempre y hasta ahora. En nuestras latitudes el barroco –último esplendor del más grande Imperio Católico– animó la nostalgia de grandes como Martín Adán, Lezama Lima o Mujica Laínez. Así pues, con ellos, abandonémonos al espléndido espectáculo del declive de una edad dorada, observando como la grandeza de los más sublimes ideales se han de sumergir, lenta y bellamente, en el desierto.

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