Cultura enalatada: Ojos Grandes, de Tim Burton
Tim Burton: Big Eyes. Silverwood Films.
USA. 2014. 106 min.
Y
el Nobel 2016 va para…. Bob Dylan. No hay sorpresa: la apergaminada Academia
Sueca (tan afecta al frac y a monarquías que sólo sirven para mantener a flote revistas
de farándula) ahora danza al son de
la cultura de masas; no resultaría extraño que las próximas premiaciones sean
producidas, sazonadas y televisadas por MTV. Y es que en tiempos de Facebook, Twiter,
opiniones a granel y ninguna verdad, es mejor ponerse a buen resguardo y
canonizar al gusto popular. Asistimos a la crónica de una muerte anunciada: el
arte desde que fuera enlatado por Andy Warthol y lobotomizado por Rotkho y
Pollack ahora se ha diluido en graffiti
callejero que convive con imprecaciones obscenas, lemas de barra brava,
carteles de conciertos chicha y meadas de perro. Todo es arte: la Biblia y el
calefón.
Y
sin embargo, la catástrofe ya venía siendo vislumbrada por los artistas más
dotados del pasado siglo. Aquellos quienes ebrios de poesía cantaban como
cisnes frente al cenit de una Civilización Occidental que había denostado las
catedrales góticas para detenerse a admirar
–extasiada– mingitorios y
bicicletas como pináculos de la belleza. Erza Pound, uno de estos profetas cuyo
rostro desencajado lo asemejaba a un Jeremías chiflado, y quien –por cierto– no
ganó ningún premio Nobel, lanzó sus lúgubres admoniciones en su Canto XLV. En
él advertirá como la usura –tal podría ser el título de dicho canto– ha
malogrado y prostituido la sublime labor artística. «With usura / no picture is made to endure nor to live with / but it is
made to sell and sell quickly». (https://www.youtube.com/watch?v=xn6r2Nm0ZMo)
En
esta breve genealogía de la pauperización estética en tiempos recientes (que
más corresponde al género del Horror), vale la pena hacer una parada. Se trata
de la historia de Walter Keane que bien podría resumir la miseria del arte
actual. En Los Estados Unidos de la década de los 50’ se popularizó un artista
muy particular: Keane alcanzó inusitada fama pintando «niños tristes de ojos
grandes», aquellos que en nuestro país sirven para decorar consultorios de
pediatras de provincia o heladerías de barrio. No hace falta decir que estas
pinturas, más allá de fungir de postales tiernas, constituyen todo un monumento
al mal gusto, o por lo menos resultan un espantajo anodino. Sin embargo –y esto
no sorprende– fueron muy acogidos por el público norteamericano luego que
Walter Keane desarrollara una agresiva campaña mediática (una de las primeras
de su género), que incluyeron lobbies con nada menos que con las Naciones
Unidas. La mediatización fue tal que Keane –que antes fue vendedor de seguros–
inició la «popularización» del arte vendiendo reproducciones y posters de sus
cuadros, cuando la demanda de estos superaba la oferta. Años después se sabría
que su esposa Margaret sería la verdadera autora de dichos adefesios, ganándole
una suma millonaria por derechos de autor luego de su divorcio. Sin embargo
hasta ahora existe la duda, no sobre la autoría, mas sobre el crédito
atribuible al éxito de los «Ojos Grandes»: ¿el verdadero valor del arte Keane
radicaría en las estrategias de venta del antiguo broker, o residiría en las propias pinturas de la mujer? Quien
quiera que viera las obras conocerá la respuesta, aunque no faltará el hipster
que citará a Warthol quien se proclamó admirador de los niños de ojos
grandes.
En
2014, aquel factótum del cine de masas llamado Tim Burton hizo suya la historia
de los Keane. Este prestidigitador del cine, experto en aderezar el apetito
popular con una pátina de patetismo, «hondura» y despliegue visual, haciendo de
una historia ramplona y cursi un blockbuster con ínfulas de obra maestra, echó
el anzuelo a los niños de ojos grandes de quienes se había confesado como empedernido
fanático y coleccionista. De resultas de esta sociedad de artistas podemos
apreciar «Big Eyes», protagonizada
por el magnífico Christoph Waltz y la desabrida Amy Adams. Demás hay que decir
que el nervio del film recae únicamente en su protagonista, aunque el
tratamiento cinematográfico es impecable, lo que genera una película ágil y
atractiva. Vale la pena verla, con buen ánimo y un poco de indulgencia podremos
reconocer en ella los prolegómenos del fin del arte moderno.
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