Una Eneida en imágenes: Acorazado Potemkin,
de Serguéi Eisenstein.
Serguéi
M. Eisenstein: Bronenósets Potiomkin, Mosfilm,
URSS, 1925. 77 min.
Un filme será propicio para
retornar una vez más a una de mis favoritas discusiones bizantinas: el viejo debate
sobre «la responsabilidad moral» del arte y su relación –o total desligue– con
los logros estéticos que llega a obtener. Un debate que encubre una pregunta
mucho más polémica (aunque nadie se detenga a pensar en ella): «¿puede haber
algo bello a la vez que malo?»
Y como hace seis siglos no había
nada mejor que hacer en la vieja Constantinopla que discutir de teología
mientras los turcos tronaban sus puertas, me dispongo también a ensayar
argumentos inútiles en un mundo en el que cada vez son más audibles –por lo
menos en Medio Oriente– las chirrionas trompetas del Apocalipsis. En esta
oportunidad (emulando las discusiones que mantuvieron Baarlam y Palamás sobre
la distinción entre la esencia de Dios y sus energías participables) me animaré
a proclamar la consustancial perversidad del llamado séptimo arte, afirmando
además la irremediable influencia que ejercen «esas grandes catedrales de las
masas modernas», tal como lo dijera el venerable Padre Leonardo
Castellani.
El arte del siglo XX –eficiente,
asombroso, atrapante– estará muchas veces más cerca de la propaganda que en
ninguna época. Y el arte del siglo XX y XXI tiene nombre propio: el cine. Una
hermosa película entonces puede –como muchas veces ocurrió– estar al servicio
de fines realmente aborrecibles, tornando en admirables –con su asombroso
despliegue de imágenes– ideas o proclamas inhumanas y nefastas; todo esto al
margen de sus grandes éxitos artísticos. En esa tónica, podríamos aludir a la
obra maestra de D.W. Griffith: «El nacimiento de una nación» (1915), una de las
más grandes cintas de todos los tiempos y un manifiesto a favor del Ku Kux Klan,
o a los indiscutibles méritos de la cinematógrafa nazi Leni Riefenstahl. Dejémoslo
en claro, frente al teatro o la literatura, el cine resulta pura explosión de
sensaciones no dejando casi nada para la imaginación o la reflexión; es así
pues que su fácil asimilación e inmediatez resultan tan fascinantes como
peligrosas. Es ahí donde entra a colación la película que nos ocupa,
considerada por muchos la mejor de toda la historia del cine, y la más grande
obra de defensa de un régimen desde la Eneida: «El acorazado Potemkin» (1925).
En 1905 el Imperio Ruso se había
envuelto en una desastrosa guerra contra Japón. Luego de la caída de Port
Arthur en manos niponas y la derrota en Tsushima la suerte del conflicto
parecía estar echado. El derrotismo y las pésimas condiciones de vida que
venían siendo impuestas a los sectores populares acabarían por desembocar en la
Revolución de 1905 que iniciaría con el asesinato de una multitud de obreros y
sus familias luego de unas protestas en las calles de San Petesburgo. La chispa
revolucionaria se extendería rápidamente contra la autocracia rusa y no
demoraría a extenderse entre los marineros de la flota del Mar Negro. Sería en
un viejo acorazado donde se iniciaría una rebelión que tuvo como origen la
negativa de los subalternos a comer sopa elaborada con carne podrida. La
historia de la gesta revolucionaria del Acorazado Potemkin y de la posterior
revuelta en el puerto de Odessa sería aprovechada genialmente veinte años
después por Sergei Eisenstein, el más grande de los directores de cine
soviético y uno de los más destacados de todos los tiempos.
Resultará paradójico que,
mientras la Unión Soviética comenzaba a abrirse paso ejerciendo una brutal
represión contra los campesinos, quienes sometidos a una “economía de guerra”
eran condenados a hambrunas inconcebibles; la maquinaria de adoctrinamiento
ideológico daría pie a un maravilloso film que tiene como motivo fundamental el
hambre del pueblo ruso en tiempos del zar: nos encontramos con la propaganda en
todo su esplendor e hipocresía. Eisenstein narrará entonces, con crudeza y
lirismo nunca antes visto, una historia que pondría –y hasta ahora pone– a flor
de piel nuestra solidaridad para con la masa obrera; constituyéndose en un
eficiente y hermoso recuento de la gran hazaña del pueblo: esa versión reducida
y manipulada de la historia que el marxismo presenta como la descripción
definitiva. No por nada Joseph Goebbles, ministro de propaganda de Hitler decía
que el Acorazado de Eisenstein era la obra con mayor carga propagandística que
jamás había visto, y que estuvo a punto de volverse comunista después de verla.
No resultará extraño, también, porque la prohibiría una vez en el poder.
¿Por qué es tan importante «El
acorazado Potemkin»? En primer lugar podríamos decir que es pionera en
desarrollar un lenguaje cinematográfico, es decir en el hecho que la imagen por
sí misma –más aun tratándose de una película muda– narre la historia. Y es que a
pesar de ser una película de casi 90 años de edad, su montaje y poderosísimas
imágenes son todavía cautivantes para el ojo de un espectador del siglo XXI,
tanto así que secuencias enteras del film –como la del coche cuna– son
copiadas, reinterpretadas y parodiadas hasta la fecha. Otro gran hito que
alcanza es el de gran nivel de dramatismo de sus imágenes y de la historia. El
uso de la cámara, y la economía de tomas y planos combinados hacen de la
película un portento que no deja de emocionar aún hoy.
Definitivamente, estamos pues
ante uno de los más grandes testimonios del séptimo arte; una cinta
imprescindible para quien quisiera conocer con mayor detenimiento la esencia
misma de este género, y a la vez quiera consultar un documento histórico que da
cuenta de una época que, para bien o para mal, ha marcado profundamente a la
humanidad.
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