El mártir de la Guerra Civil Española que vivió entre nosotros
A propósito de la entronización de Fray José Luis Palacio Muñiz en el
templo de Santo Domingo de Arequipa.
Las Sagradas Escrituras, en el
pasaje de Elías en la cueva de Horeb, nos recuerdan que Dios no está en los
huracanes violentos, ni en los terremotos, ni en el rayo, sino en el murmullo
de una suave brisa, frente a la cual el profeta se tapó la cara con el manto. No
obstante, en un mundo confundido por el estruendo y la mentira que nace de él,
no es difícil terminar prestando oídos a aquellas ruidosas voces que nos
repiten falsedades disfrazadas de verdad. En nuestro tiempo, las banderas de la
caridad, solidaridad y el humanismo son, pues, enarboladas encendida y
aparatosamente por quienes más buscan pisotear al hombre. La verdad, sin
embargo, no se ufana y silenciosa se pregona, no desde los grandes medios de
comunicación, sino desde el silencio y humildad. El siglo XX ha sido testigo de
esa falsificación macabra de la verdad en una doctrina funesta: el socialismo.
Teoría inútil que se alza ufana como liberadora, a la vez que escarnece y juzga
al cristianismo por boca de sus corifeos, justamente cuando los apóstoles de
Cristo –silenciosos como Dios mismo–consuelan de verdad a los más pobres y
afligidos. Caridad secularizada y engreída de sí misma que, en nombre de la
justicia social ha inmolado a miles de millones de personas en los altares del
supuesto «progreso humano». Triste holocausto que, sin embargo, no ha apartado
de esta utopía siniestra a muchos jóvenes, incluso a hombres de iglesia y a
clérigos que, por ignorancia o con deliberada culpa han abrazado la religión
del hombre y del fusil, desfigurando la faz de Cristo Rey.
Más allá del recuento de
genocidios promovido por el socialismo en sus diferentes vertientes, en
nuestros días un episodio se ha convertido en paradigmático, dado que los
propagandistas de la barbarie vienen procurando reescribirlo ahora más que
nunca para “canonizar” a asesinos y torturadores haciéndolos pasar por
demócratas. Esto por una razón fundamental: sus discípulos hoy ostentan las
riendas del gobierno. Por otro lado, y como no podía ser de otra manera, esos
mismos demagogos se vienen ocupando frenéticamente a injuriar la memoria de
aquellos que ofrendaron su vida por garantizar la libertad y mantener sólidas
las bases de la civilización occidental. Estamos hablando de la Guerra Civil
Española, conflicto local que concitó la atención de todo el mundo,
convirtiéndose en el campo de batalla entre el comunismo y la masonería
anti-cristiana y las fuerzas que al grito de Cristo Rey buscaban detener el terror
rojo. En esta confrontación más de diez mil religiosos y religiosos católicos
fueron torturados, violados y, finalmente, asesinados por sus creencias. Su
sangre, como testimonio, llega a todas las latitudes del mundo como prueba del
amor de Dios y el odio irracional de los hombres sin Dios o los que pretenden
reducirlo a un «símbolo», mientras que idolatran la fraternidad humana. Arequipa,
el convento de Santo Domingo de ésta ciudad y la Centenaria Hermandad del Santo
Sepulcro tuvo la gracia de haber tenido entre sus filas a uno de estos testigos
del Evangelio.
Un beato en Arequipa
Fray José Luis Palacio Muñiz nació
el 20 de mayo de 1870 en Tiñana, Asturias. Según Fray Santos López, de la Orden
de Predicadores, ingresaría en 1894 al noviciado de los dominicos, siendo ordenado
sacerdote en 1899. Tres años más tarde ya estaba misionando en las selvas de
Urubamba y Madre de Dios, donde permaneció doce años.
Allí se entregaría como ofrenda
viva a los indígenas amazónicos, por quienes trabajaría hasta la extenuación, y
a los que, seguramente, dedicó la corona del martirio, aquella con la que
coronó una vida de entrega absoluta. Su vocación misionera fue una señal de su vocación
al martirio. Así pues, por su condición privilegiada y sus familiares en la
curia bien, pudo optar un puesto cómodo en España, sin embargo elegiría la
puerta estrecha de la misión en la selva peruana. Como señalan sus biógrafos, cuando
sus amigos le advertían de los pesares que sufriría en ese territorio agreste,
respondía: « ¡Qué mayor gloria que morir mártir!».
En octubre de 1906, luego de
contraer paludismo, abandona la selva para reponerse. Luego de diversas idas y
venidas, y con su salud muy deteriorada, se le ordena dirigirse definitivamente
a Arequipa en 1910. Allí sería elegido Prior del convento de Santo Domingo,
aunque siempre seguía de cerca a sus queridos indios de Urubamba. En nuestra
ciudad ocuparía el cargo de capellán y director espiritual de la Hermandad de
Caballeros del Santo Sepulcro. Su labor en esa centenaria institución se
dirigiría a fomentar el culto y la devoción a Nuestro Señor yacente. También,
para inculcar la piedad a la más tierna edad, impulsaría la admisión de menores
de edad como postulantes de la benemérita hermandad. Al resentirse su salud aún
más regresaría a España en 1921.
El martirio
Sin embargo, los cruentos
acontecimientos que se iban a cerniendo sobre España alcanzarían de manera
inexorable al padre Palacio. Luego de ser expulsado del convento en Toledo, sin
tener en consideración su precario estado de salud y sus 66 años, fue finalmente
asesinado el 25 de julio de 1936 en el suburbio de Aranjuez llamado Algodor,
cerca de aquella ciudad. El lugar de su asesinato fue específicamente el paraje
del Malecón de Cañete, junto a la estación del tren, a orillas del Tajo. Lo
mataron con otros tres dominicos: Higinio Roldán Iriberri, el sacerdote Antonio
Varona Ortega, y el hermano cooperador Juan Crespo Calleja.
El presidente y los miembros del Comité revolucionario de Algodor decretaron su
muerte. Según testigos los religiosos fueron detenidos «a las doce de la mañana»
por milicianos armados a la Casa Ayuntamiento en la que permanecieron hasta las
últimas horas de la tarde del mismo día en que fueron trasladados a la Estación
de Algodor, siendo fusilados –después de ser vejados e injuriados– en las
inmediaciones de esta por las milicias de Aranjuez en las primeras horas de la
mañana del día 25». El padre Varona fue martirizado «con los brazos en alto y
bendiciendo el nombre del Señor, Rey del Universo». En 1940 se identificaron
sus restos, y exhumados recibieron sepultura en el cementerio de Nambroca.
Después de iniciada su causa, su
beatificación tuvo lugar en Roma el 28 de octubre de 2007 por S.S. Benedicto
XVI,
junto con otros 498 mártires que dieron la vida por Cristo durante la
persecución religiosa durante la Guerra Civil Española y la ola anticlerical
que se inició durante el gobierno de la Segunda República Española. Entre ellos
contamos obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, mujeres y
hombres. Tres de ellos tenían dieciséis años y el mayor setenta y ocho.