Una epopeya (musicalmente) revolucionaria: Los
miserables, de Tom Hopper.
Tom Hopper: Les Misérables, Working Title Films. EEUU.
158 min. 2012.
“Dios es una alucinación sonora” dijo alguna vez Emil Cioran, en 2012 Tom
Hopper rindió tributo a la diosa razón llevando a la pantalla la versión
musical de la obra maestra de Víctor Hugo.
La música –tal como lo señaló Slavoj Zizek en su The Pervert’s Guide to Cinema (2006)– siempre será el arte tramposo
por excelencia, y el musical el género preferido de Josip Stalin. La mágica
sucesión de escalas y arpegios darán vida y emoción tanto a las más sublimes
como a las más viles pasiones humanas, rodearán con su áurea luminosa las
escenas más ruines y las más elevadas, para finalmente empoderar con su hálito
sagrado las ideas más equivocadas y perversas como las más nobles y verdaderas;
y es que nadie puede negar que La Varsoviana
y Cara al Sol son hermosas
melodías.
Así pues, en Les Misérables
contemplaremos –una vez más– el sacrificio de Fantine y la desesperanza de Jean
Valjean, el cinismo de los Thénardier y la angustia de Éponine. Realidades
doblemente dolorosas por ser –amén de reales– actuales, que sin embargo se
subliman y llegan a transfigurarse en felices –¿en un Tabor pitagórico?– gracias
a la música. Finalmente –y tal como aconteció con Suetonio y su Vida escandalosa de los doce césares– se
terminará validando mediante misteriosos mecanismos estéticos, lo que se
pretendía denunciar. Quizás el romanticismo de Hugo hizo lo propio, y su pequeñita
versión sonora tan sólo es tributaria de esa particular vocación.
De aquella obra maestra se discurrirá (es deber) en otras páginas,
aludiendo quizás al Espíritu de la Ley encarnado en Javert, quién por asumir
“el símbolo” (sic. Lacán) a plenitud, luego
de soportar la primera grieta de humanidad en carne propia, será empujado
necesariamente a la muerte, develándose así una verdadera relación de amo y
esclavo con Valjean; o quizás de las paradojas morales de los revolucionarios
de la comuna, quienes – como aún hoy– pretendían representar a un pueblo del
que no procedían y que no comprendían, un pueblo que finalmente les dio las
espaldas. Pero como ya se dijo, eso será otra historia.